“No se puede vencer si no se sabe en qué consiste la
victoria”.
La frase ni es mía ni es así. Esta es la forma que le doy yo
para exponer algo que considero útil sobre el peregrino asunto de la propiedad
de lxs hijxs.
Estamos escandalizadxs ante el grado de reacción que está
logrando traer a la actualidad la ultraderecha. Nuestra lectura es que tener
que volver a luchar por obviedades como la necesidad de que lxs niñxs reciban
información sobre violencia de género es un retroceso que nos acerca al momento
histórico en el que hubo que luchar por ello la primera vez. Hemos perdido
mucho, por lo tanto, con demasiada facilidad, y es desmoralizador.
Pero, pensémoslo un momento: ¿en qué habría consistido
ganar? Y, ¿sería tan diferente de esto?
El comienzo de una partida de ajedrez es un empate (no es
cierto, pero vamos a simplificar). Ambos grupos de fichas tienen las mismas
posibilidades y aspiran, igualmente, a la victoria. Pero a partir de cierto momento
uno de ellos adquiere una cierta ventaja y el otro comprende que la expectativa
de vencer se aleja. Decide olvidarse de atacar y cierra su defensa. Se enroca,
por ejemplo.
Esto genera un cambio desconcertante en el grupo de fichas
que van ganando. En pocas jugadas la disposición sobre el tablero se ha
transformado, y de una posición abierta y llena de posibilidades se ha pasado a
otra en la que apenas hay fisuras. Es cierto que la amenaza parece
prácticamente haber desaparecido, pero también que eso convierte el ataque casi
en una obligación, y una obligación mucho más peligrosa que antes, pues el
adversario se ha vuelto consistente y hermético, como si sus fichas se
hubieran, de pronto, electrificado.
Si no se tiene cierta experiencia en lo que se refiere a
abordar esta fase del juego el fracaso del grupo atacante puede no reducirse a
chocar contra la defensa, sino que llegará, incluso, a hacerle perder su
ventaja primera y desatar con ello un contraataque definitivo. Y, sin embargo,
desde fuera nos dan ganas de gritar: “Pero, ¿¡qué esperabais!? ¿Que se
rindieran al primer revés? ¿Que no se reorganizaran? ¿Que no optimizaran sus
posibilidades? ¿Que por una victoria parcial os regalaran la victoria completa?”
En el fragor de la batalla, y en el renovado impulso que el
enemigo parece adquirir con su cambio de estrategia, resulta fácil olvidar que
nos encontramos en una fase mejor para nuestros intereses, y que a pesar de que
esta fase tiene también peligros y dificultades, nuestra ventaja debe
traducirse de alguna manera en resultados. Olvidamos que nuestro desconcierto
tiene que ver, en parte, con que hemos ganado terreno, que pisamos suelo conquistado,
y que nos movemos aún con cierta torpeza en él. Olvidamos que aquello que
parece renovar las fuerzas de nuestro enemigo es ahora un objetivo mucho más
modesto que el que lo motivaba antes, y más modesto, lógicamente, que el
nuestro. Olvidamos que su ilusión, tras el golpe de la primera derrota, está
puesta en no perder más, y que su eficacia es producto de la desesperación y de
la lucha por la supervivencia.
Volvamos al tablero de la política. “Los hijos no pertenecen
a los padres”, dijo Irene Montero, y se diría que fue un error político a tenor
de la violenta reacción suscitada en la derecha. ¿Se equivocó la ministra y
volvió peligroso un terreno en el que era más acertado avanzar con cautela? No
lo creo.
Lo que creo es que Irene Montero, ministra de Igualdad, nada
menos, es ahora mucho más poderosa y, con ella, lo es el feminismo, lo son los
derechos sociales y lo es, en definitiva, la justicia. Sus mensajes ya no son
la expresión parlamentaria de unas ideas que buscan participar en el debate,
sino el anuncio de aquellas medidas que con toda probabilidad van a ser
ejecutadas. Esto significa que los espléndidos 52 escaños de VOX se quedan en
un grito ahogado, y que para no perder el enorme terreno que conlleva no formar
gobierno necesitan medidas desesperadas de visibilización. Significa también
que el PP, en una posición más desesperada todavía, necesita acompañar a VOX en
su escaramuza suicida.
La batalla por el pin parental es una batalla perdida para
la derecha. Eso no significa que no pueda ganarla. Significa que si actuamos
con precaución, compromiso y responsabilidad, es casi seguro que de ella
saldremos reforzadxs nosotrxs y debilitados ellos. La razón por la que desatan
este tipo de encontronazos pírricos es la simple lógica de la derrota: cuando
pierdes una vez se vuelve más probable que pierdas la siguiente porque llegas a
ella con peores recursos y menos poder para determinar las condiciones del
enfrentamiento: montan la del pin porque las otras que podrían montar son
todavía más histriónicas. Hay poco más.
Pero podemos perder. Perderemos, seguramente, si creemos que
ya hemos ganado, o que ya hemos perdido, o que es difícil que seamos capaces de
volver a motivarnos para luchar una vez terminada la batalla anterior.
Perderemos, en definitiva, si no recordamos que la lucha sigue, y no cumplimos
con nuestro deber de afrontar el conflicto tal cual es, con todo el trabajo que
conlleve. Perderemos si, ahora que somos más fuertes, actuamos peor.
Ojalá todas las batallas políticas fueran tan sencillas como
recordarle a la gente por qué lxs hijxs no son de los padres. Ojalá fuera siempre
tan sencillo acceder al argumentario y acorralar a nuestros adversarios
dialécticamente. Ojalá comprendiéramos con toda claridad que el terreno que
ahora podemos conquistar a galope tendido ha sido, en otras ocasiones, peleado
metro a metro. Ojalá entendiéramos con toda claridad el valor que tiene
galopar.
Volvamos al tablero abstracto y sugerente del ajedrez. En
ocasiones el enfrentamiento más violento de toda una partida se produce en
torno a un simple peón. Un peón se considera, en ajedrez, una ventaja
definitiva: quien tiene un peón más debe ganar; tiene la obligación de ganar.
Pero una vez conquistado ese peón extra la partida puede, sin embargo,
enquistarse. El grupo de figuras con ventaja no consigue incrementar esta. Se
encuentra en superioridad teórica pero esta no logra traducirse en la práctica:
a pesar de su figura de más en todos los frentes que aborda hay empate.
Debe entonces recordarse una de las reglas más básicas del juego, y de todo enfrentamiento, sea en el tipo de tablero que sea: activa tu ventaja. No dejes que ese peón diferencial languidezca mientras se desarrollan luchas espectaculares pero igualadas entre caballos, torres y alfiles. El peón es la clave.
Debe entonces recordarse una de las reglas más básicas del juego, y de todo enfrentamiento, sea en el tipo de tablero que sea: activa tu ventaja. No dejes que ese peón diferencial languidezca mientras se desarrollan luchas espectaculares pero igualadas entre caballos, torres y alfiles. El peón es la clave.
Tu peón no ha
sido salvado in extremis de un fatal intercambio de peones, que ha dejado sobre
él la marca de la vulnerabilidad, de que un peón no es nada, de que está aquí,
pero podía no estar. Tu peón no es eso. Tu peón es aquello frente a lo que el
adversario no puede oponer ya su peón; y si no puede oponer su peón no puede oponer
nada. Tu peón es quien puede galopar.
Esta batalla del pin parental no debe quedarse en evitar el pin
parental. Debe continuar después mucho más allá, llegando tan lejos como se
pueda en el avance del feminismo, de la calidad educativa y de los derechos
sociales, y debe hacerlo galopando impetuosamente por el terreno que el descrédito,
el extravío y la desesperación de la derecha dejará en nuestras manos cuando su
grotesco y endeble pin parental no pueda resistir más. Debemos, para ello, ser
capaces de ver nuestra victoria actual. Y debemos ser capaces de imaginar la
siguiente.
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