martes, 21 de enero de 2020

el peón parental



“No se puede vencer si no se sabe en qué consiste la victoria”.

La frase ni es mía ni es así. Esta es la forma que le doy yo para exponer algo que considero útil sobre el peregrino asunto de la propiedad de lxs hijxs.

Estamos escandalizadxs ante el grado de reacción que está logrando traer a la actualidad la ultraderecha. Nuestra lectura es que tener que volver a luchar por obviedades como la necesidad de que lxs niñxs reciban información sobre violencia de género es un retroceso que nos acerca al momento histórico en el que hubo que luchar por ello la primera vez. Hemos perdido mucho, por lo tanto, con demasiada facilidad, y es desmoralizador.

Pero, pensémoslo un momento: ¿en qué habría consistido ganar? Y, ¿sería tan diferente de esto?

El comienzo de una partida de ajedrez es un empate (no es cierto, pero vamos a simplificar). Ambos grupos de fichas tienen las mismas posibilidades y aspiran, igualmente, a la victoria. Pero a partir de cierto momento uno de ellos adquiere una cierta ventaja y el otro comprende que la expectativa de vencer se aleja. Decide olvidarse de atacar y cierra su defensa. Se enroca, por ejemplo.
Esto genera un cambio desconcertante en el grupo de fichas que van ganando. En pocas jugadas la disposición sobre el tablero se ha transformado, y de una posición abierta y llena de posibilidades se ha pasado a otra en la que apenas hay fisuras. Es cierto que la amenaza parece prácticamente haber desaparecido, pero también que eso convierte el ataque casi en una obligación, y una obligación mucho más peligrosa que antes, pues el adversario se ha vuelto consistente y hermético, como si sus fichas se hubieran, de pronto, electrificado.

Si no se tiene cierta experiencia en lo que se refiere a abordar esta fase del juego el fracaso del grupo atacante puede no reducirse a chocar contra la defensa, sino que llegará, incluso, a hacerle perder su ventaja primera y desatar con ello un contraataque definitivo. Y, sin embargo, desde fuera nos dan ganas de gritar: “Pero, ¿¡qué esperabais!? ¿Que se rindieran al primer revés? ¿Que no se reorganizaran? ¿Que no optimizaran sus posibilidades? ¿Que por una victoria parcial os regalaran la victoria completa?”

En el fragor de la batalla, y en el renovado impulso que el enemigo parece adquirir con su cambio de estrategia, resulta fácil olvidar que nos encontramos en una fase mejor para nuestros intereses, y que a pesar de que esta fase tiene también peligros y dificultades, nuestra ventaja debe traducirse de alguna manera en resultados. Olvidamos que nuestro desconcierto tiene que ver, en parte, con que hemos ganado terreno, que pisamos suelo conquistado, y que nos movemos aún con cierta torpeza en él. Olvidamos que aquello que parece renovar las fuerzas de nuestro enemigo es ahora un objetivo mucho más modesto que el que lo motivaba antes, y más modesto, lógicamente, que el nuestro. Olvidamos que su ilusión, tras el golpe de la primera derrota, está puesta en no perder más, y que su eficacia es producto de la desesperación y de la lucha por la supervivencia.

Volvamos al tablero de la política. “Los hijos no pertenecen a los padres”, dijo Irene Montero, y se diría que fue un error político a tenor de la violenta reacción suscitada en la derecha. ¿Se equivocó la ministra y volvió peligroso un terreno en el que era más acertado avanzar con cautela? No lo creo.
Lo que creo es que Irene Montero, ministra de Igualdad, nada menos, es ahora mucho más poderosa y, con ella, lo es el feminismo, lo son los derechos sociales y lo es, en definitiva, la justicia. Sus mensajes ya no son la expresión parlamentaria de unas ideas que buscan participar en el debate, sino el anuncio de aquellas medidas que con toda probabilidad van a ser ejecutadas. Esto significa que los espléndidos 52 escaños de VOX se quedan en un grito ahogado, y que para no perder el enorme terreno que conlleva no formar gobierno necesitan medidas desesperadas de visibilización. Significa también que el PP, en una posición más desesperada todavía, necesita acompañar a VOX en su escaramuza suicida.

La batalla por el pin parental es una batalla perdida para la derecha. Eso no significa que no pueda ganarla. Significa que si actuamos con precaución, compromiso y responsabilidad, es casi seguro que de ella saldremos reforzadxs nosotrxs y debilitados ellos. La razón por la que desatan este tipo de encontronazos pírricos es la simple lógica de la derrota: cuando pierdes una vez se vuelve más probable que pierdas la siguiente porque llegas a ella con peores recursos y menos poder para determinar las condiciones del enfrentamiento: montan la del pin porque las otras que podrían montar son todavía más histriónicas. Hay poco más.

Pero podemos perder. Perderemos, seguramente, si creemos que ya hemos ganado, o que ya hemos perdido, o que es difícil que seamos capaces de volver a motivarnos para luchar una vez terminada la batalla anterior. Perderemos, en definitiva, si no recordamos que la lucha sigue, y no cumplimos con nuestro deber de afrontar el conflicto tal cual es, con todo el trabajo que conlleve. Perderemos si, ahora que somos más fuertes, actuamos peor.

Ojalá todas las batallas políticas fueran tan sencillas como recordarle a la gente por qué lxs hijxs no son de los padres. Ojalá fuera siempre tan sencillo acceder al argumentario y acorralar a nuestros adversarios dialécticamente. Ojalá comprendiéramos con toda claridad que el terreno que ahora podemos conquistar a galope tendido ha sido, en otras ocasiones, peleado metro a metro. Ojalá entendiéramos con toda claridad el valor que tiene galopar.

Volvamos al tablero abstracto y sugerente del ajedrez. En ocasiones el enfrentamiento más violento de toda una partida se produce en torno a un simple peón. Un peón se considera, en ajedrez, una ventaja definitiva: quien tiene un peón más debe ganar; tiene la obligación de ganar. Pero una vez conquistado ese peón extra la partida puede, sin embargo, enquistarse. El grupo de figuras con ventaja no consigue incrementar esta. Se encuentra en superioridad teórica pero esta no logra traducirse en la práctica: a pesar de su figura de más en todos los frentes que aborda hay empate.

Debe entonces recordarse una de las reglas más básicas del juego, y de todo enfrentamiento, sea en el tipo de tablero que sea: activa tu ventaja. No dejes que ese peón diferencial languidezca mientras se desarrollan luchas espectaculares pero igualadas entre caballos, torres y alfiles. El peón es la clave. 
Tu peón no ha sido salvado in extremis de un fatal intercambio de peones, que ha dejado sobre él la marca de la vulnerabilidad, de que un peón no es nada, de que está aquí, pero podía no estar. Tu peón no es eso. Tu peón es aquello frente a lo que el adversario no puede oponer ya su peón; y si no puede oponer su peón no puede oponer nada. Tu peón es quien puede galopar.
Esta batalla del pin parental no debe quedarse en evitar el pin parental. Debe continuar después mucho más allá, llegando tan lejos como se pueda en el avance del feminismo, de la calidad educativa y de los derechos sociales, y debe hacerlo galopando impetuosamente por el terreno que el descrédito, el extravío y la desesperación de la derecha dejará en nuestras manos cuando su grotesco y endeble pin parental no pueda resistir más. Debemos, para ello, ser capaces de ver nuestra victoria actual. Y debemos ser capaces de imaginar la siguiente.


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