Una joven, desconocida para muchas de las presentes,
pronuncia las primeras frases de su ponencia en la Escuela Feminista Rosario de
Acuña. Se traduce en ellas la esperable inseguridad correspondiente tanto a su
inexperiencia como a la importancia del lugar y de la compañía. En su
presentación no ha salido a relucir un gran currículum ni un mérito personal
particular, sino más bien una condición generacional. Está allí, parece ser,
como representante de una sensibilidad que merece la pena dar a conocer o, al
menos, dotar de voz: la del joven feminismo radical. Esta condición anima aún
más a la indulgencia y el cuidado. Las dificultades a las que se expone con
valentía recuerdan a aquellas a las que constantemente se exponen miles de
mujeres a las que se obliga a ofrecer un plus de valía o esfuerzo en su
competencia con los homólogos varones. Eso no sucederá aquí. Ella ha sido
invitada a la mesa, seguramente con buen criterio, y lo que corresponde es
escuchar desde la empatía y la paciencia. Nada más.
La joven ponente bebe agua.
A medida que entra en faena, su tono va ganando seguridad.
Ahora ya no titubea indiscriminadamente, sino solo cuando se encuentra a sí
misma repitiendo una idea. Las formulaciones estereotipadas no expresan
agradecimientos introductorios, sino pensamientos cocinados para la ponencia en
los días previos a las jornadas. Las torpezas no parecen fruto del estrés, sino
el objeto mismo de la exposición. Las mujeres de la sala se encuentran ante un
inesperado repaso básico de la historia del feminismo; ante la repetición
insistente y caótica de ideas perfectamente formuladas en ponencias anteriores;
ante gozosos descuidos en las formas al referirse al sujeto de análisis; ante
la intuición de una sensibilidad que no parecía tener cabida en la Escuela.
Seguramente una parte de la audiencia, formada sobre todo por quienes ya
conocían a la ponente y sus antecedentes, se incomoda.
Cuando acaba, la maestra Valcárcel toma la palabra y, en
pocos instantes, todo vuelve a su sitio. El pensamiento recupera la agudeza esperada,
la pertinencia, la novedad. El comentario de la maestra no parece una nota a
pie de ponencia sino, efectivamente, el de un jurado evaluador. Escuchándolo
tenemos la sensación de entender qué hacer con lo oído, qué valor darle, dónde
ponerlo.
La Escuela Feminista Rosario de Acuña es así, y es eso: una
escuela con forma de jornadas de conferencias que tienen como objetivo el
tratamiento de una cuestión de actualidad para el feminismo a través de la
mirada experta y brillante de Amelia Valcárcel. Sus discípulas más cualificadas
se encargan del desarrollo del detalle, de la maduración de los frutos, del
riego minifundista. Y tras ellas algunas jóvenes tienen la oportunidad de
compartir mesa como si realizaran una práctica universitaria, necesaria tanto
para ellas como para la renovación y perpetuación de la labor realizada en la
Escuela. La Escuela Feminista Rosario de Acuña es un vehículo para la
divulgación del pensamiento y la mirada de Amelia Valcárcel, y ojalá siga
siendo eso por muchos años. La sesión introductoria, la suya, es siempre, por
supuesto, la mejor. Es en ella donde se dibuja el mapa del tema y se deja este
colocado allí donde le corresponde, listo para su disección al pormenor. Es en
ella donde se expresan las poderosas razones que han llevado a su elección, y
es también en esa sesión de presentación donde se esbozan las líneas de
reflexión más originales y fértiles, y se hace referencia a las fuentes más
cruciales.
La aparición en youtube, cada principio de Julio, de las
conferencias de Rosario de Acuña es el lanzamiento de una estimulante andanada
de reflexiones que alimentará el curso académico por empezar y es parte
fundamental de lo que será la actualidad del feminismo a partir de ese momento.
Tiene, para mí, el sabor de ser el principio del verano, y acompaña durante
días mis faenas hogareñas, llenándolas de pensamiento y asociando el uso de los
utensilios de limpieza con el aprendizaje denso y transformador. Cuando tengo
vídeos de Rosario de Acuña pendientes estoy deseando tener que planchar.
Este año, bajo el título “política feminista: libertades e
identidades”, el verdadero tema ha sido, como todo el mundo sabe, el conflicto
con el colectivo de mujeres trans. Y ha habido luces y sombras.
Las luces han estado donde siempre: en la elección valiente
de un tema necesario pero comprometedor, quizás el más comprometedor; en su contextualización
y análisis más allá de la hojarasca de las redes sociales y el debate en los
grandes medios, hasta situarlo, ordenarlo y apuntarlo en la dirección que el
feminismo exige como lucha que mira al futuro y que necesita dibujar con
claridad su camino; en la determinación del enemigo en esta lucha, tanto donde
es claro y manifiesto como donde es inesperado y aparentemente amistoso o
aliado.
Las sombras han estado justo allí donde a ese enemigo le
habría gustado que estuvieran: en los errores de forma que le están sirviendo
para victimizar al colectivo de mujeres trans y convertirlo en escudo humano
contra un movimiento abolicionista que está, o estaba, ganando la batalla a
medida que la explosión social del feminismo se asienta y crece en consistencia
ideológica.
Así, junto con las razones bien hiladas se han trenzado los
desprecios mal templados, como si lo segundo fuera el merecido desahogo que
algunas ponentes se otorgaban a sí mismas en premio al esfuerzo intelectual o activista
realizado. Tan cómodas se sentían, tan en casa, tan ajenas, quizás solo por un
momento, a la vulnerabilidad de su causa, que no ha habido no ya un reproche,
un toque de atención, una discreta llamada a la responsabilidad, sino ni
siquiera el reconocimiento por las tardes de los desprecios vertidos por las
mañanas. Tantas veces como se han escuchado desafortunadísimos comentarios
tránsfobos ha habido que soportar a su vez la indignada cantinela preguntando:
“¿Dónde?, por favor, ¡¿dónde está nuestra transfobia?!”. Se lograba así esa
joya de la discriminación que es el insulto que no se sabe insulto, que carece
de la capacidad para verse insulto, que se constituye en naturalización del
insulto.
Tanto horacias como curiacias, por tanto, han podido recoger
los frutos esperados. Las unas, ponentes valcarcelianas, han acumulado un
argumentario sólido y difícilmente rebatible por sus enemigxs al que podrán
remitirse seguidoras y simpatizantes. Las otras han logrado justificar como
nunca su desprecio hacia las abolos, TERFs, “viejas” y “sociatas”, y extender
ese desprecio como una plaga. Han logrado justo lo que necesitan para llevar el
conflicto al único sitio en el que pueden ganarlo: el prejuicio. Apenas dos
días después de concluidas las jornadas circulaba ya por todas las redes
feministas liberales un vídeo con la selección de los mejores momentos TERF de
la Escuela Rosario de Acuña. La estrella en él era, por supuesto, Alicia Miyares,
mano derecha de Valcárcel, y cota más alta sobre la que la crítica ha podido
impactar, ya que la maestra se mantuvo prácticamente en todo momento en una
actitud tan implacable como respetuosa. Allí donde ese vídeo ha ido apareciendo
como señalamiento definitivo de la obsolescencia de la Escuela al completo era
inútil remitir al contenido de las ponencias. La respuesta era: “Alguien con
tanto odio no puede tener razón”. El feminismo ilustrado quedaba así
descabezado en su nacimiento por el feminismo emocional que tanto gusta de
ridiculizar, precisamente, Miyares.
En la Escuela se vivieron, sí, algunos momentos sonrojantes.
Lo que el feminismo liberal ha hecho después con ellos supera con creces el bochorno
y cae en la miseria táctica que le es natural. Pero esto no nos importa, porque
el feminismo liberal es parte del enemigo, y el enemigo, que no tiene razón, va
a emplear siempre estrategias que eluden la razón. Como sucede en cualquier
lucha justa, la posesión de la razón es el arma que distingue al feminismo de su enemigo, y es
en la que la causa justa confía, en última instancia, como poder que acabará
decantando la lucha. Pero no es suficiente, y pensar que es suficiente y que es
lo único que debe ser revisado y engrasado es regalarle la victoria a un
enemigo que ya se ha enfrentado muchas veces con éxito a rebeliones que solo
poseían la razón. Imagino que una pensadora política como Valcárcel estará de
acuerdo con esto.
El feminismo radical no es TERF porque no es tránsfobo en
tanto que feminista, sino en tanto que sujeto no trans que lleva su transfobia a
cuestas como cualquier otro. Es, por lo tanto, tránsfobo, y tiene, como todxs,
la obligación de supervisar su higiene transinclusiva de manera diligente. Pero
con respecto a esa higiene imperó la desidia. Se cayó en el error flagrante de
identificar la transfobia privada con la transfobia del movimiento: “El
feminismo liberal quiere desactivarnos mediante la etiqueta “TERF”, pero, dado
que el radfem no es TERF, yo, que soy radfem, no soy tránsfoba”. Y una vez que
las ponentes se repartieron así los carnets de transincusividad garantizada se
entregaron a abochornar generosamente a la concurrencia mediante la espontánea
expresión de sus sentires.
Las medidas a tomar ante lo estratégicamente delicado de la
situación estaban, sin embargo, al alcance de cualquier conciencia mínimamente
despejada, y allí sobran:
1-si sospechas que no tienes demasiado bien trabajada tu
transfobia, vigila lo que dices.
2-si sospechas que algunas de las ponentes elegibles excede
el grado prudente de transfobia tolerable en el evento, no la invites. Ya la
invitarás a otra cosa. O no.
3-si sospechas que, a pesar de todo, es muy probable que la
transfobia haga acto de presencia, prepara previamente a tus ponentes, tanto
para que tengan especial cuidado como para que reciban de buen grado cualquier
respetuoso toque de atención público.
4-como no te representas solo a ti misma, ni siquiera solo a
la Escuela, sino en gran medida a todo el radfem, pide disculpas. Tu movimiento
está formado por sujetos individuales, y entre ellas hay transinclusivas,
tránsfobas y muy tránsfobas, como en todas partes. Es de suponer que el
radfeminismo ha sido utilizado por algunas de estas personas para dar rienda
suelta a su transfobia, o que se ha utilizado la transfobia para obtener
victorias radfem de manera ilegítima. Reconócelo, incluso aunque no te conste.
¿Qué sucede, entonces, para que el uso de un arma tan
poderosa como Rosario de Acuña haya producido resultados tan dudosamente
beneficiosos? De eso es de lo que me gustaría que tratara este texto. Pero no
tengo respuesta.
Tengo, sin embargo, algunas preguntas que considero
necesarias para encontrar esas respuestas y que quizás otras personas mejor
informadas puedan recoger.
La primera es qué criterio se está empleando para
seleccionar a las ponentes jóvenes. ¿Es posible que a oídos de quienes deben
realizar esa selección no hayan llegado sus hazañas? ¿Qué eficacia comunicativa
se espera de dar semejante altavoz a personas que son bien conocidas en redes
sociales por el uso de una violencia chabacana, arbitraria y ajena a los
objetivos de la agenda política del feminismo? ¿Cuál es el valor que compensa
los riesgos generados por su presencia? En términos de brillantez hemos
constatado que ninguno. ¿Se trata de la especificidad de su discurso? Anna
Prats nos contó, precisamente, los entresijos del conflicto en los espacios
activistas, especialmente en redes. Si hubiera incluido un mínimo de
autocrítica tal vez su aportación habría podido considerarse necesaria. Pero,
¿Elena de la Vara dándonos su opinión sobre el papel del género en la historia
del feminismo? Su presencia no es solo un misterio, sino sobre todo una muy
imprudente provocación que lanza el mensaje de que la Escuela es ciega a la
transfobia si esta llega de la mano de una de sus cachorras.
Soy un ignorante en cuanto a práctica política y política académica,
y me cuesta entender de qué modo son estas presencias, o cualesquiera otras
similares, rentables, no a la Escuela o al feminismo, que no pueden serlo, sino
a cualquiera de sus organizadoras. Me resisto a pensar que hay precios que
pagar, de arriba abajo, tan caros a la lucha. Y me resisto a pensar que no hay
otras personas más indicadas, sino que estas que, como bien puede apreciar
quien tenga tragaderas para escuchar algunas partes de sus ponencias, destacan
sobre todo en aquello que el feminismo liberal necesita que destaquen, sean las
estrellas emergentes del feminismo.
Otra pregunta es, precisamente, si no existe comunicación
entre generaciones. Algunas de las personas que llevamos un tiempo con cierto
dinamismo en redes sociales apreciamos una diferencia cualitativa manifiesta
entre las feministas radicales, o abolicionistas, veteranas, y la generación
que se ha dado a conocer a través de twitter y facebook y que ha utilizado
estas plataformas para erigirse en la imagen del joven feminismo radical. A
algunas de estas personas nos resulta inverosímil que se pase de una a otra
categoría sin solución de continuidad, como si el nuevo currículum necesario
para ser una feminista de referencia fuera el número de memes hirientes
diseñados mediante producción industrial o la cantidad de gente que te ha
bloqueado porque ha llegado a sentirse acosada por ti. ¿Es de verdad posible
esta ceguera? ¿Y cómo se explica la nuestra ante sus verdaderos méritos, que
las veteranas parecen econtrar con tanta facilidad?
La última pregunta tiene que ver con el sentido general de
la lucha feminista y el papel que el conflicto con el colectivo de mujeres
trans está desempeñando en ella. Me extrañaría mucho que las intelectuales más
expertas, formadas y actualizadas no estén teniendo presente cómo la lucha por
la abolición de la prostitución se ha transfigurado milagrosamente en un
cortísimo espacio de tiempo en una lucha entre mujeres trans y feministas
radicales. Me asombraría que no entendieran esta batalla como una más de las
guerras del sexo que el feminismo viene librando desde los años ochenta contra
la tentación neoliberal del empoderamiento individual a través de la
complicidad con el opresor, y como un desplazamiento del conflicto a un espacio
en el que el enemigo dispone de una significativa ventaja.
Pero, si es así, si lo ven, entonces, ¿qué sentido tiene
entrar con todos los recursos en esa batalla, y entrar en ella, además, a
sangre y fuego? Si ya es difícil evitar que las victorias sobre los proxenetas
y puteros sean presentadas por estos como victorias sobre las putas, ¿cómo
esperan evitar que las victorias sobre el activismo trans, por más justas que algunas
de ellas sean, no se conviertan en la tumba del abolicionismo, señalado por
toda la sociedad como sanguinaria jauría de mujeres privilegiadas ensañadas
sobre un colectivo históricamente vulnerable y desfavorecido que solo pide ser
tratado según el género elegido? ¿Es tan poderoso el contexto como para generar
esta ilusión de invulnerabilidad? ¿Tanto se dora la píldora en Rosario de Acuña?
¿Tan invencible parece el PSOE?
Esta pregunta me devuelve a la primera. ¿Es quizás el ímpetu
de la juventud lo que está distorsionando la percepción de la realidad de las
académicas? ¿Son los cafés compartidos entre bromas, las cuitas personales
machaconamente repetidas, las pequeñas venganzas pedidas por favor a las
grandes piezas del tablero, la ilusión de la renovación del movimiento…? En una
palabra, ¿están las académicas, en algunos casos, accediendo al conflicto del
que nos hablan a través de sus corrompidas jóvenes señoras de la guerra
locales?
Si es así solo nos quedan dos esperanzas. Y digo “esperanzas”
porque de no hacer nada es posible que el futuro del feminismo esté
irrevocablemente en manos de un libfem que va a tener en la nueva generación de
feministas radicales a una adversaria centrada más en su identidad femenina que
feminista, en sus inquietudes personales que políticas, y en el enemigo con
quien se acuestan por la noche que en el que combaten por el día. Esa
adversaria, lo estamos viendo, es muy torpe, y va a ser muy fácil de vencer.
La primera esperanza es que las académicas, las veteranas, las
maestras, se den cuenta, más pronto que tarde, de qué tipo de herederas están
acunando en algunas de sus camadas. La otra es actuar desde abajo, y que el
feminismo de base se revuelva contra algunas de sus autodesignadas nuevas
representantes, las señale y las sustituya. Ya ha habido casos, lo sabemos, de
feministas radicales erigidas en líderes en redes que han sido apartadas por el
activismo de base debido a lo que primero parecía fuerte carácter luchador y
acabó revelándose como despotismo ególatra indiscriminado sin respeto por la
causa común. Se ha dicho muchas veces que hay que perdonar esos pequeños
defectos en favor de la lucha. Pero en Rosario de Acuña hemos visto, si es que
no lo habíamos visto antes, que el poder tiene consecuencias, y que dar poder a
quien no va a hacer uso responsable de él es una amenaza para el colectivo al
que representa.
Pero, y, ¿entonces? ¿Qué pasa con el género, y con las
identidades, y con el cuir, y con las mujeres trans?
Creo, francamente, que la cuestión no está ahí, y que se ha
desplazado ahí, y se ha anudado, y se ha enrevesado ahí a base de ignorar la
verdadera cuestión. La idea de superar el género es correcta, da igual si vamos
a reducir la diferencia sexual a una relevancia cultural del 5, del 1 o del 0%.
También da igual si lo llamamos género o sexo, porque llamándolo de un modo u
otro tenemos la obligación de distinguir entre lo cultural, que es todo lo
relevante y sobre lo que actuamos y con respecto a lo que luchamos, y cualquier
otra cosa, que debe llegar a ser irrelevante. La diferencia de genitales, como
la diferencia de epidermis, o de altura, o de edad, debe dejar de conllevar no
solo diferencias políticas, sino diferencias sociales y de rol que faciliten la
diferenciación susceptible de traducirse de nuevo en diferencias políticas y
micropolíticas.
La rebiologización del sujeto “mujer” es una reacción
defensiva que cae en la trampa a la que el libfem identitario ha empujado al
feminismo. Ante el impulso y la urgencia, la categoría “mujer” se refugia en el
viejo grosero concepto genital. Ante el constante desprecio que parte del
activismo trans proyecta sobre la vagina, el radfem se reapropia de la injuria
identificándose con la vagina: “Qué otra cosa somos, sino hembras?”.
Es necesario recordar que las mujeres no son hembras, porque
el patriarcado no es un producto biológico. Las mujeres no son lo que la
naturaleza determine, sino lo que el patriarcado diga que son; son mujeres, por
tanto, aquellas personas a las que el patriarcado designe como objeto de su
explotación, y en la medida, diferenciada, en la que el patriarcado las
explota. El patriarcado se escuda para ello en una ley biológica, pero esa ley
no es ley para el opresor, sino solo para la oprimida. Es la designada mujer la
que, por ley biológica, no puede escapar a su condición de mujer.
El hombre,
sin embargo, puede feminizar y designar “mujer” a pesar de la ley que a sí
mismo se impone, porque para el opresor no hay ley. Es el hombre el que dice: “Hagas
lo que hagas solo puedes ser una vagina que desea una polla”, desde el aparente
respeto a la ley, y el que la transgrede diciendo: “Eres una falsa polla que
desea una polla verdadera”.
Esto es algo que ya sabíamos. ¿Por qué ahora nos encontramos
desconcertadxs ante la emergencia de sofisticados discursos sobre el
sexo-género, ya no solo desde el lado del feminismo liberal, sino también del
radical?
Pues porque ambos, no solo el liberal, han renunciado a la
deconstrucción del sexo. Cuando era evidente que el feminismo liberal se había
acomodado en las identidades diversas como nichos de poder desde los que
beneficiarse del régimen heterosexual la respuesta evidente era catalogar al
discurso queer como “postmoderno”. ¿Cómo avanzaba el queer hacia el fin del
género? De una manera muy compleja que él sabía explicar pero que ni sus
seguidores entendían. Es decir, de ninguna manera, y disimulando su inmovilismo
tras una nube de discurso. Ahora la nube se ha extendido también a la reserva
espiritual de la lucha contra el género. Cuando unas avanzan y las otras no es
fácil distinguir al grupo correcto a partir de la exposición de su estrategia.
Cuando ninguna de la dos avanza la distinción de quién se acerca un milímetro
más al objetivo es casi imposible, coyuntural, subjetiva…
Si el queer regalaba los nichos identitarios intergenéricos
como puestos de caza desde lo que apuntar a la presa de género que pasara por
ahí, ahora algunas jóvenes feministas radicales nos vuelven a hablar de
feminidad legítima y de la irreductibilidad de la sensibilidad de la mujer, y
de los anhelos propios de su sexo. Y citan para ello a El Segundo Sexo. Es una
lástima que no recuerden también este párrafo que, si bien a mi juicio es
injustamente equidistante, nos invita a una suspicacia muy saludablemente
feminista contra los resurgimientos de la feminidad:
“La disputa durará mientras los hombres y las mujeres no se
reconozcan como semejantes, es decir, mientras se perpetúe la feminidad como
tal. ¿Cuál de los dos se obstina más en mantenerla? La mujer que se libera
quiere conservar no obstante sus prerrogativas; y el hombre exige que entonces
asuma sus limitaciones”.
Pero mucho mejor de lo que pueda explicarlo yo lo hacen
Guerra Palmero, Rodríguez Magda, la propia Miyares, a pesar de sus salidas de
tono y, por supuesto, Valcárcel, en la Escuela Feminista Rosario de Acuña 2019.