Nuestras resistencias a abandonar tanto la monogamia como
los modelos relacionales gámicos y amatonormativos son, principalmente,
hedónico-afectivas, es decir, producto de nuestras expectativas sobre el placer
y el dolor emocionales que pensamos que la monogamia y la amatonormatividad nos
proporcionarán.
Si los celos son la cárcel de la monogamia, y el miedo a
sufrirlos nos impide arriesgarnos en el terreno de la no monogamia, el placer
del amor es la fantasía de felicidad que nos mantiene en la senda
amatonormativa incluso cuando la monogamia ha sido dejada atrás. Seguimos
deseando amar, e incluso amando, porque pensamos que ese es el único medio de
obtener un placer emocional verdadero y completo que, como se explica en el
segundo mito del buen amor, es la máxima aspiración en la vida.
Voy a intentar desmontar esta falsa creencia con unos
gráficos sencillos.
La base del gráfico será una partitura afectiva corriente,
que representa el estado anímico en el eje vertical y el transcurso del tiempo
en el horizontal. Como indica el gráfico entendemos que la línea media es un
estado anímico neutral, que hacia arriba se encuentra el área de estados
anímicos positivos y hacia abajo la de estados anímicos negativos.
Antes de entrar en ningún caso concreto, la base misma del
gráfico nos aporta una novedad con respecto al relato amoroso; una de esas
ideas que el amor presenta como naturales y que, como tantas, deja de serlo en
cuanto pensamos desde fuera de su retórica: ni la felicidad, ni siquiera la
alegría, consisten en un aumento indiscriminado del estado de ánimo positivo.
El ánimo no solo puede ser desbordado por su lado negativo, sino también por el
lado positivo. Lo que en psicopatología es llamado “crisis maniaca” no es otra
cosa que ese desbordamiento, y sus consecuencias son devastadoras. La
hipomanía, es decir, la “pequeña crisis maniaca” marcaría un estado que, aun no
siendo todavía crítico, sería ya disfuncional. El sujeto hipomaniaco no es, por
lo tanto, un sujeto feliz, ni siquiera alegre. Es un sujeto sobreexcitado, sin
autocontrol, sin capacidad para enfocar su atención y, por supuesto, con
grandes problema para socializarse. Es por eso por lo que tanto la hipomanía,
como por supuesto la crisis maniaca, van seguidas, casi invariablemente, de
fases de estado de ánimo negativas, aunque no suceda lo mismo a la inversa. El
exceso en el estado de ánimo positivo no solo no puede mantenerse por razones
fisiológicas, sino por pura lógica psíquica y social. En realidad es ya negativo
de por sí, y el paso a la distimia o la depresión es mucho más corto de lo que
muestra un gráfico que, de ser tridimensional, tal vez funcionaria mejor como
un cilindro que conectara los dos extremos por su cara oculta.
Encontramos, por lo tanto, que la funcionalidad excluye el
exceso de positividad e incluye parte de la negatividad cuando esta no es
excesiva. Encontramos también que la alegría no se sitúa en el máximo de
positividad, sino en un determinado nivel de positividad, que varía con la persona.
Y encontramos, por fin, que el componente de felicidad al que podríamos llamar
“satisfacción emocional” (no “salud emocional”, ya que esta sería la capacidad
para adaptarse emocionalmente a las circunstancias de la mejor manera posible,
también a través de emociones muy displacenteras) consiste en la oscilación del
estado emocional dentro de una franja concreta a la vez que flexible.
En el primer gráfico vemos el relato que el amor hace de su
propia experiencia en la época de la monogamia secuencial, es decir, en la de
los amores con fecha de caducidad. Nos sonará. El amor dice que se produce en
primer lugar una fase de enamoramiento en la que el estado de ánimo es cada vez
más positivo, hasta llegar hasta la felicidad extrema. Tan extrema, a decir verdad,
que roza la locura de amor, y que en el gráfico, como se ve, queda próxima a la
crisis maniaca, habiendo sobrepasado con creces la hipomanía.
En una segunda fase, a la que Fromm llamó “amor” por
oposición al “enamoramiento”, al que no consideraba verdadero amor, las
emociones se serenan y entran dentro del margen de la felicidad. Es la fase del
arte de amar, o del trabajo de amar. Vemos también que la estabilidad presenta,
sin embargo, una leve inclinación descendente que conducirá, de manera inexorable,
al fin del amor.
Cuando la línea cruza un determinado umbral, que puede ser
el de la neutralidad afectiva, el del abatimiento cronificado, o incluso el de
la distimia, la pareja entra en crisis y acaba por romperse. Ese proceso es un
nuevo cruce constante de las fronteras de lo saludable, esta vez por abajo.
Lo que el amor contemporáneo nos describe en su relato es un
gráfico simétrico (vemos que podríamos rotarlo 180 grados y quedaría
exactamente igual) y por lo tanto una experiencia emocional de suma cero. En el
amor no se pierde ni se gana, sino que se paga el precio al final de lo que se
ha disfrutado al principio. La inteligencia amorosa consistirá, así, en saber
acortar esta última fase. Pero se acorte o no se acorte, hay un beneficio neto:
se habrá vivido. Frente a la falta de amor, que conlleva una experiencia
emocional “plana”, el amor te ha dado, en el peor de los casos, una historia,
una experiencia feliz. Es, como bien dice Fromm, un trabajo, en el que nos
sacrificamos durante un tiempo para poder disfrutar durante otro. Un trabajo
irresistible, por cierto, dado que empieza siempre por las vacaciones.
Pero sabemos que esto no es así. El segundo gráfico nos
mostrará el detalle de esta experiencia. La primera fase es, como vemos, y como
cabía esperar, una fase de alegría inicial que alcanza pronto la ciclotimia, es
decir, la ciclación entre extremos anímicos. El enamoramiento de Fromm fue
redefinido por Tennov como “limerencia” y esta coincidía en sus síntomas con el
mencionado trastorno psicopatológico. Dejando a un lado la disfuncionalidad general
de dicho estado, vemos con claridad que no se trata de felicidad, sino de pasos
breves por la alegría que alternan con sufrimiento emocional por exceso de
ánimo positivo y negativo. El enamoramiento no es tanto una fase de extraordinaria
felicidad como una fase crítica, de angustia, donde gran parte del placer
proviene del cese del dolor causado por el miedo a la frustración de las
esperanzas. Será su resultado, es decir, si estas esperanzas se ven o no
cumplidas, lo que determine el valor hedónico que acabemos atribuyéndole. Si el
resultado es la formación de una relación, esta fase será interpretada como una
trepidante aventura emocional, como el precio que se paga con gusto, y como
parte de la felicidad misma que de la relación se espera. Si el resultado no es
la relación, entonces esta fase será interpretada como una experiencia no
amorosa y, como tal, no contará a la hora de valorar la felicidad que aporta el
enamoramiento.
Las siguientes fases presentan también ciclación, pero no
necesariamente patológica. Durante la fase estable del amor la ciclación suele
tener poca amplitud, es decir, poca distancia entre sus extremos, y la
valoración general representada por el primer gráfico puede constituir un
resumen correcto. La fase de ruptura, sin embargo, vuelve a generar una
ciclación de gran amplitud, casi simétrica a la del enamoramiento, con la
diferencia de que lo que entonces eran objetivos que se realizaban uno tras
otro, produciendo una valoración positiva del esfuerzo realizado, ahora son
pérdidas que inciden cada vez más en las fases negativas del ciclo, y que
generan como valoración del resultado final la de una experiencia catastrófica.
Así, vemos que la fase verdaderamente positiva de la
experiencia amorosa no es, como el relato amoroso nos cuenta, todo salvo la
ruptura, sino solo la primera parte de la fase de estabilidad, y que las
satisfacciones experimentadas durante las ciclaciones amplias conllevan un alto
precio que difícilmente puede considerarse saludable ni, por supuesto, feliz.
Veamos, con el tercer gráfico, ahora qué sucede en una relación ágama estándar.
Una relación ágama es, normalmente, un crecimiento
progresivo de la relación, adaptado, eso sí, a las circunstancias personales y
contextuales con las que esa relación se encuentra. Pero el crecimiento de la
relación no conlleva un crecimiento correlativo de las emociones positivas que
la relación genera. Llegada la relación a un cierto nivel de crecimiento, en el
que su capacidad para influir en nuestra vida afectiva es notable, la ausencia
de crisis e incertidumbre estructurales hace que no se generen ciclaciones amplias. El
resultado anímico de la relación se mantiene dentro de los márgenes de la
satisfacción emocional y frecuentemente próximo a la alegría. Se trata, como
vemos, de un dibujo similar al de la fase estable de la relación amorosa, con
la sensible diferencia de que se desplaza de menos a más, y de que carece de
fecha de caducidad. Esta tendencia al crecimiento tranquilo refuerza, cuando se
hace consciente, el propio estado de ánimo positivo, en contraposición al
efecto de relación provisional que se experimenta en aquellas que se rigen por
el patrón amatonormado.
Se dirá, con acierto, que cuando las relaciones no son
amatonormadas carecen del poder de condicionar significativamente la vida
anímica. De una relación ágama no se puede derivar el gráfico del estado
anímico de ninguna de las personas que participan en ella, porque lo normal es
que, a diferencia de lo que sucede con una relación amorosa, ese estado de
ánimo dependa sustancialmente de más personas y circunstancias.
Habría, por ello, que entender el gráfico como el de la
síntesis de los estados de ánimo generados por todas las relaciones (por
claridad no he incluido también otras circunstancias influyentes en el estado
de ánimo). Así lo he hecho en el cuarto gráfico que correspondería, no ya al
estado de ánimo de una persona que comienza una relación ágama, sino al de una
persona que comienza a relacionarse de manera ágama. Vemos que el resultado es
aún más positivo, porque la estabilidad dentro de los márgenes de la felicidad y
en el entorno de la alegría está aún más garantizada.
De hecho, este resultado es muy parecido a lo que el amor
nos estaba prometiendo. Solo que el amor lo hacía para llevarnos por un camino
que no conduce a ello, y que conserva su crédito solo gracias al culturalmente
omnipresente refuerzo de su relato.
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