Ya se puede decir, sin temor a exagerar, que, en los debates
sobre prostitución, la sensación de que la/el adversarie no dialoga es
universal.
Las dos posiciones principales (abolicionistas y
regulacionistas) así como cualquier otra, minoritaria, que matice o extreme las
anteriores, han llegado a la conclusión de que solo cabe la reflexión
endogámica y el proselitismo, porque del otro lado jamás se escucha.
Yo, como abolicionista, comparto esa idea: son les
regulacionistes quienes no escuchan. Aunque coincido en que hay tanta gente
ruidosa en ambos lados que se vuelve difícil escuchar para cualquiera, el
bloqueo del debate, en mi opinión, proviene de que el regulacionismo niegue,
incluso desconozca, el argumento abolicionista determinante: el sexo no es una
actividad más, expresado habitualmente en la forma “no se puede comprar un
cuerpo”.
No es que dios, obviamente, haya designado al sexo como un
espacio sagrado. En realidad yo no sé si lo ha hecho, porque no tengo
notificación. Tampoco creo que fuera a importarme demasiado tenerla. Lo que convierte
al sexo es un fenómeno “delicado” es que esa supuesta notificación, y cosas
culturalmente más ancestrales que esa notificación, como el control de la
progenie, han creado una cultura sexual que convierte al sexo, de por sí, en
una actividad de riesgo emocional, aparte del evidente riesgo físico, para las
mujeres.
Del otro lado, el regulacionismo “civilizado” aspira a
saltar por encima de este momento histórico y a actuar según una significación
igualitarista del sexo, donde no hay más que dos partes adultas y libres que
deciden llevar a cabo un determinado comercio desde una actitud profesional y
distanciada.
Ese regulacionismo habla como si las prostitutas vivieran en
un futuro feminista e ineludible, casi a la vuelta de la esquina. En la
reivindicación de ese superpoder para viajar en el tiempo se fundamenta la
mística de la puta como supermujer, especialmente dotada para disfrutar de sus
ventajas eludiendo sus desventajas, de la que el regulacionismo a veces echa
mano.
Sin embargo, la otra parte, los puteros, llegan desde un
presente que sistemáticamente determina la dirección patriarcal del
intercambio: ellos compran, ellas “se” (“se”, dado que seguimos en ese presente
patriarcal) venden. Para el regulacionismo, sin embargo, el putero también
viene un poco del futuro: un mundo en el que el sexo es “solo sexo” entre personas
igualitaristas por defecto, y en el que además el consumidor se encuentra en
desventaja porque, al fin y al cabo, no conoce los trucos del negocio.
Este putero deconstruido es el que nos presenta Chester
Brown en su autobiográfico Pagando por Ello. Apenas cabe esperar machismo de
ese hombre resiliente pero inseguro, firme en sus ideas pero frágil en su
aspecto. Opuesto y austero frente a la histriónica cultura amorosa, pero
sexualmente activo y deseante, todo aplastante secillez.
Y es su testimonio el que nos permite bajar al terreno
práctico para comprobar en qué consiste concretamente esta mitología, mucho más
esquiva en las generalidades de los debates.
Vemos ahora que la relación entre el cliente y la prostituta
es una competición constante en la que la autoestima de ambxs está en juego, y
ella tiene sistemáticamente las de perder. El aparentemente razonable nivel de
autoexigencia ética que el narrador se impone en su práctica de putero no le
impide tomar continuamente decisiones en las que hace prevalecer sus
necesidades emocionales por sobre la dignidad de las prostitutas.
Asistimos a turbias deliberaciones interiores sobre el
atractivo de las mujeres, al sometimiento de sus servicios intimos al juicio de
la fratría, al dilema legal de la edad, en el que la única preocupación son las
consecuencias judiciales, o a veladas vulneraciones del consentimiento. Todo
ello amparado por el derecho que otorga la condición de cliente. El dinero es
siempre el argumento definitivo: pago, así que puedo.
Dice Amelia Tiganus (y yo interpreto) que hay tres tipos de
puteros, diferentes según el tipo de estrategia que emplean para extraer del
sexo el máximo valor simbólico posible. El peor de todos es el “putero majo”,
porque su objetivo es demoler la diferencia entre el trabajo y la vida personal
que la prostituta levanta para defender la segunda y, por tanto, su propia
condición de sujeto. El putero majo la trata como si fuera su amiga, incluso su
novia, y espera cierta correspondencia. Es su forma de convertir el sexo sin significado
por el que ha pagado en sexo con significado pleno; es su estrategia de
posesión, su apuesta, su juego, su plan de robo.
Chester Brown se muestra como un putero majo de libro,
permítaseme el juego retórico. Obvia constantemente que todo lo que sucede,
sucede porque está pagado, y actúa como si entre él y la persona a la que paga
por estar con él se estuviera produciendo un espontáneo vínculo emocional; como
si, en alguna medida, ella también le hubiera elegido a él y deseara ese
encuentro. El afecto sobreentendido y los servicios debidos se imbrican en su
lucha por construirse una novia de diseño a un precio asequible.
Es interesante ver cómo a la obra, realizada en 2011 con
evidentes pretensiones activistas, le ha llegado la evolución del debate sobre
prostitución como un mazazo que la convierte en una reliquia de interés sociohistorico
sin autoridad política. Lo que aspiraba a ser un argumentario regulacionista
(alegalista en realidad) se ha convertido, sin cambiar una coma, en uno
poderosamente abolo.
Por eso recomiendo el libro a todo el mundo. A
regulacionistas porque verán ilustradas, y tal vez desidealizadas, algunas de
sus teorías. A abolicionistas porque, vista la mezcla contranatura que habita
el abolicionismo, habrá quien se encuentre un putero más humano, consciente y
responsable del que esperaban, y les toque todavía pasar por el regulacionismo
para ser abolicionistas madures. Pero sobre todo para que quienes lo son
dispongan de una casuística ilustrada de referencia, fácilmente utilizable para
talleres, charlas, debates, memes y, en definitiva, avance hacia la igualdad.
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