El domingo pasado Amelia Tiganus nos contó de primera mano
qué es la trata y cuál es su papel en lo que ella denomina “sistema
prostituyente”.
Se ha escrito mucho desde entonces, hace solo una semana,
respecto a lo impactante del testimonio, así que no me detendré en ello.
Mi intención es hacer hincapié sobre uno de los ejes de su
discurso, y que nos atañe especialmente en tanto que comunidad no monógama. Se trata del tan traído y llevado concepto
de “consentimiento”.
Cuando imaginamos lo que es una mujer traficada pensamos en
secuestros, armas, agresiones y encierros. Esa idea nos permite condenar con
determinación el tráfico, y nos permite, además, distinguirlo claramente de la
prostitución libremente elegida.
Amelia nos explicó que eso no funciona así, al menos en
nuestra sociedad. Ella nos confrontó con una realidad mucho más incómoda. La
trata aquí apenas incluye violencia. En muchas ocasiones la mujer nunca es
forzada directamente a nada, sino que en
torno suyo se crean las condiciones que hacen de la prostitución la mejor
salida posible, y la mujer la elige, a veces con entusiasmo.
Nos explicó que ella es una de esa mujeres que “eligieron”
la prostitución, y que ha necesitado del feminismo para comprender que nunca
eligió nada, sino que todo fue una trampa para que ella se convirtiera a la vez
en víctima y culpable. Se arriesgó, como lleva años haciéndolo, a plantarse
delante de la audiencia y decir “elegí, sí. Pero no soy responsable de esa
elección”.
Esta inquietante lección nos descubre dos cosas sobre el
manido consentimiento que deberían conllevar una nueva percepción del mismo. La
primera es que el consentimiento es
un continuo, y lo es también en la prostitución. El consentimiento depende de
la libertad real, y esta no es la
falta de coacción, sino la disposición
de las mejores opciones. Poder elegir entre más de 40 prostíbulos no
aumenta el consentimiento, ni poder elegir entre la prostitución o el rechazo
de tu comunidad por haber sido violada. Tampoco aumenta el consentimiento la
omnipresente alternativa entre fregar escaleras a 8€ la hora y
prostituirte de escort a 100€ el servicio. Si todas las opciones son malas
no hay libertad, y entre una mujer a la que el sistema patriarcal viola y una mujer
a la que el sistema patriarcal “solo” humilla haciéndole sentir que su cuerpo
puede venderse hay un continuo. Dónde empieza la libertad y dónde acaba el
tráfico debemos decidirlo nosotres, pero no podemos dejarlo en manos de la
simple conciencia de libertad, porque esa conciencia se construye con facilidad
mediante el espejismo de la elección.
La segunda es que
el consentimiento es necesario, pero
nunca suficiente. La cultura del consentimiento persigue el contrato
perfecto que libere al ejecutante de su responsabilidad con respecto al cuerpo
sobre el que ejecuta. La fórmula se revisa periódicamente para no dejar
resquicio a la crítica: lo último en contrato en blanco lleva el ridículo
nombre de “consentimiento entusiasta”.
Pero la responsabilidad es ineludible, consienta quien
consienta y consienta como consienta. Si no consiente, todo está claro. Pero si
consiente nada lo está, porque queda nuestra decisión, y esa decisión debe ser
renovada a cada instante. La fórmula del consentimiento genera esta ficción
ética que es el espacio donde podemos abandonarnos a nuestros deseos sin
preocuparnos por las consecuencias sobre la otra persona. Por eso queda patente
que el consentimiento es, en sí mismo, la objetualización. Conceder a alguien la capacidad de consentir hasta el punto de
liberarme de mi responsabilidad es objetualizar a quien consiente. Así se
explica la trampa de su supuesto empoderamiento.
No podemos, por lo tanto, refugiarnos en el consentimiento
para distinguir una prostitución legítima de una que no lo es, porque que la
persona que se prostituye consienta no basta. Queda para el potencial cliente
decidir si ese consentimiento se da en verdaderas condiciones de libertad. Y
para llegar a una conclusión no dispone del conocimiento de las condiciones
personales objetivas y subjetivas de la consintiente. Lo único de que dispone
es de la evidencia de una sociedad patriarcal que tiene a la prostitución como
uno de sus pilares fundamentales y que inscribe en la conciencia de las mujeres
su condición de puta.
Lo que he contado hasta ahora es solo lo que el feminismo
abolicionista está harto de contar y lo que, como digo, se ha contado en todas
partes y con más intensidad aún desde hace una semana.
¿Sabéis, sin embargo, dónde no se ha contado? En los
espacios no monógamos.
Resulta que la no
monogamia es un espacio franco para la prostitución. La no monogamia, que
presume hasta el empalago de su feminismo, de su deconstrucción y de su no
normatividad, tiene tan asumido que la prostitución es buena y empoderante como
lo pueden tener el mundo del fútbol o de los toros.
Así que para nosotres y nuestro mundo impermeabilizado al
abolicionismo esta ha sido una semana más.
Resulta llamativo que mientras que la sexopositividad, con
todo lo que implica (prostitución, BDSM, cultura del consentimiento, etc…)
desgarra al feminismo, no encuentre resistencia alguna en la no monogamia.
Parece lógico suponer, sin embargo, que si la no monogamia es verdaderamente
feminista debería reflejar ese desgarro en ella. ¿Qué lo impide?
Encuentro varias razones.
La primera es que la
no monogamia tiene una genealogía marcadamente sexual, originada en el amor
libre de la revolución sexual, el mundo swinger y el propio BDSM. En la mayoría
de las ocasiones lo que conocemos como poliamor es la versión civilizada y con
aspiraciones de estabilidad de esos orígenes. Esto quiere decir que en la no
monogamia el feminismo tiene un peso real muy por debajo del que tiene el sexo,
y que donde aquel cuestione a este (y lo hace en las numerosas ocasiones en que
el sexo es expresión evidente del deseo patriarcal) lo más probable será que la
no monogamia lo silencie. Es, exactamente, lo que ha sucedido con la agamia,
descalificada, desde el momento mismo de su aparición, con los mismos
apelativos con los que se descalifica al abolicionismo: puritana, mojigata, represora,
inquisitorial.
La segunda se deriva de la anterior. La no monogamia es, en gran medida, una práctica sexual, y es dicha
práctica lo que otorga poder en los espacios no monógamos. Las personas,
sobre todo hombres, con mayor capital erótico suelen ocupar los puestos de
visibilidad, poder y portavocía, nivel jerárquico al que también tienen fácil
acceso las putas felices, en su sentido más amplio (pornografía, etc…). Quienes
se definen a sí mismes como abolicionistas carecen de voz porque las
consecuencias de ese ideario sobre su propia vida sexual resulta aquí
desempoderante.
La tercera ya no es achacable, al menos del todo, a estas
comunidades. Es sabido que el feminismo abolicionista no tiene un discurso
relacional y sexual especialmente elaborado, y es sabido que en él la no
monogamia no goza del mayor de los prestigios. Desde los presupuestos
abolicionistas es complicado, como hemos visto, hincarle el diente a la no
monogamia, tal y como está, y se opta,
siempre, por postergar la tarea o, directamente, por considerarla innecesaria.
Pero la no monogamia no es una moda. La no monogamia es la consecuencia misma del feminismo y es, por lo
tanto, el signo de los tiempos. Es el resultado de que las mujeres descubran
que no quieren someterse a un hombre y de que los hombres descubran que una
mujer que no es esclava ya no interesa como compañera. Es, por lo tanto, el
lugar hacia donde se va a desplazar la batalla, que ahora no es tal por
incomparecencia de una de las partes.
Mirarla con desdén es un lujo que el abolicionismo no se
puede permitir. Mientras tanto, desde la no monogamia, les abolicionistas
resistimos como podemos, esperando que, de una vez, se escuche el toque de
clarín que anuncie la llegada de refuerzos.
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