Que el gamos es siempre performativo, por más que se
reivindique artesano, parece, por lo tanto, bastante claro.
Lo es mucho más si echamos un vistazo al marco conceptual en
el que se mueve. Descubriremos, espero que con horror, que la performatividad está por todas partes. El gamos no sólo es
performativo, sino que contagia su performatividad a todo su entorno,
estableciendo un gran espacio de búsqueda de coherencia a posteriori; de
conductas que, como Sancho a Don Quijote, siguen, remolona pero obedientemente,
el dictado de su normatividad propia.
Así, sabemos que la
identidad de género es performativa, y que “la mujer no nace, sino que se
hace”. Se hace, obviamente, tras la interiorización del mandato exógeno de que
quien es designada mujer debe construirse como mujer. Pero las nuevas identidades, ésas que supuestamente se eligen
libremente, son siempre, también, performativas. Salir del armario es algo más
que hacer pública una identidad. También es comprometerse con su
representación. Quien ha escapado de la identidad no deseada abraza la deseada
como un refugio que debe cuidar y del que aprenderá formas. Cuando los
conceptos identitarios se microfragmentan, cada uno de esos fragmentos pugna
por construir una identidad performable, esto es, suficientemente completa como
para reivindicarse como específica. Para que la identidad sea tal es necesario
que su aparatosidad obligue a entregarle las riendas. Lo que se es nunca es
mera descripción, sino siempre adscripción.
El ideal de las nuevas identidades es el absurdo de las colectividades unipersonales. Que cada
sujeto pueda tener una identidad coincidente con su conducta y, además, el
reconocimiento inclusivo en una comunidad que no puede existir porque estaría
formada por individuos con otras identidades. Todo podrá ser modificable, menos
el hecho mismo de poseer una identidad que satisfaga mi melancolía de género;
mi deseo de ser aceptado por la norma de género exógena y hegemónica. Necesito
ser algo definido desde fuera y, a la vez, que coincida conmigo. “Cuando
comprendí que era x sentí un gran alivio”. La descripción de la conducta no era
suficiente. Esa descripción tiene que encajar con una realidad supraindividual
de algún tipo. Nos reímos, a veces, porque alguien se atribuye una identidad descabellada,
como “pez martillo”, y después actúa en consecuencia. Pero no está haciendo
nada que no hagamos nosotrxs con la nuestra, menos descabellada, pero igual de
postiza. Uno de los extremos de la paradoja performativa identitaria aparece en
el llamado “género fluido”: personas que fluyen entre identidades pero que no
pueden dejar de fluir porque entonces perderían su pertenencia.
Un síntoma de esta performatividad es su coherencia general con la orientación
sexual, ambas mutuamente implicadas y, por lo tanto, performadas. Ésta, por
otro lado, no es más que otra performatividad. Lo que deseo debe tener una
norma que apunte a otra identidad performada (de género, de orientación, etc…),
y mi conducta fuera de la norma me deja sin orientación ni pertenencia. Allí
donde mi deseo no coincide no puede realizarse, o desearse, en paz, sino como
cuestionamiento de mi coherencia, de mi acierto, de mi lógica interna. Debo,
siempre, disfrazarme de mi deseo, para convertirlo en un lugar enunciable. Debo
poder decir qué me gusta, hacerlo a través de categorías generales y mostrarme
creíble con respecto a esos gustos, para ser aceptadx en el lugar específico,
quizás inexistente, donde esos deseos se satisfacen. Y esas categorías
encajarán con una identidad de género que tendrá, además, su propia lógica de
pareja. Debo hacer que mi deseo coincida con mi orientación enunciada para
poder ser entendido desde una determinada identidad y ser aceptado como pareja
potencial, pues ésta es la expresión máxima de la inclusión: si logro que mi
orientación se realice sobre una pareja, entonces estará suficientemente
performada.
De mi orientación sexual forma parte mi grado de deseo, cada vez más entendido como un parámetro aparte, un
nuevo eje performativo, una nueva dimensión con respecto a la que debo
establecer mi coordenada para disfrutar de la ilusión de que seré localizable.
Mi lugar entre los polos asexualidad-alosexualidad tendrá un nombre mágico,
capaz de generar identificación y realidad. Diré qué soy y después lo seré, en
la confianza de que la categoría, por sus virtudes categoriales, elimine las
diferencias generadas por la imprecisión de mi apuesta.
¿Hablamos del romanticismo
como performatividad? Para qué seguir. Todo debe ser subordinado a conceptos
performativos, porque todo debe tener un resorte que lo acerque automática,
performativamente, al gamos, que es la performatividad por excelencia y de la
que dimanan todas las otras. El encaje de características genera un porcentaje
de afinidad. Un determinado porcentaje de afinidad es un match, lo que las
aplicaciones para ligar llaman una “potencial pareja”. La potencia no es aún el
acto, pero define al acto posible. Ser una pareja potencial es tener la
posibilidad de ser eso, pero no otra cosa.
El gamos, por
cierto, se rodea de performatividad
también para concluir. La ruptura del gamos es, de nuevo, algo que se dice
y después se hace. Cuando las personas que forman una pareja separan o alejan
sus residencias hay cosas que dejan de poder hacer. Cuando una pareja deja de
serlo puede seguir haciendo prácticamente cualquier cosa que antes hacía, pero
debe dejar de hacerlas. Su no gamos también debe ser performado. La finalidad,
por supuesto, es que un nuevo gamos pueda volver a formarse.
¿Y qué hay de los modelos
relacionales? ¿Son también performativos? ¿Y la agamia, entonces? ¿Es algo
así como otra pauta ciega que arrastra a la coherencia gratuita y a declararse
fuera o dentro? Cabría pensarlo. Veamos.
Todavía encontramos actitudes militantes en las no
monogamias. Todavía hay quien dice, como hace no tanto era habitual, que el
poliamor es mejor que la monogamia porque resuelve el problema de la
infidelidad. Desde esta perspectiva, el poliamor adquiere carácter de deber.
Pero no de deber inconsciente e impuesto, como la performatividad gámica, sino
de deber moral, determinado por el juicio y asumido por la voluntad consciente.
Cada día más, sin embargo, el discurso oficial de la no
monogamia es “todos los modelos relacionales
son igual de válidos” (y se usa este término espantoso, “válido”, que
generaliza la validez, igualando los ámbitos éticos y no éticos). La necesidad
de no competir entre modelos (o de no cuestionar la hegemonía del poliamor) así
como la de no amenazar directamente a la monogamia para que ésta te conceda
espacios visibles, ha producido este discurso del entendimiento universal entre
modelos. Y, con él, la asimilación a la performatividad. El deber vuelve a ser
sólo deber de pertenencia, de identidad representada. Cualquier modelo está
igualmente bien, pero yo debo determinar a cuál pertenezco para ser
identificable por quienes pueden convertirse en mi pareja. Es necesario que la
gente me vea y me identifique como representante legítimo de un modelo, de modo
que puedan realizar su pertenencia a dicho modelo sobre mí.
Todos los modelos son igualmente válidos, pero a la vez yo
defiendo con uñas y dientes que debo pertenecer al mío, desde la moral
arbitraria en la que educa la afición deportiva: Barcelona contra Madrid, hasta
la última sangre y, a la vez, tan amigxs. “El deporte es bueno porque une”, y
lo hace mediante la separación. Une, por lo tanto, en la enemistad. Todxs se
reconocen mutuamente en la que es su única condición sustancial: la identidad incompatible.
Hoy ya no se es poliamorosx. Hoy se dice “estoy
poliamorosx”. Pero el reconocimiento de que no se es carece de importancia. Lo
verdaderamente relevante es señalar el lugar de la identidad, preservando en él
el derecho a la incoherencia. La sucesividad de espacios identitarios es, por
supuesto, el resultado de la expansión del espíritu de la monogamia secuencial.
Cada identidad debe ser vivida como eterna mientras dure. Del mismo modo que el
amor. La ética queda fuera de la partida. Las relaciones personales no son su
tablero. El nuevo espacio identitario aspira a incluirlo todo, menos la ética.
La agamia, sin
embargo, no sólo no se ha bajado jamás del carro de definirse a partir de
principios éticos, sino que se podría decir que es una ética de las relaciones.
La polémica generada por el vídeo “Prejuicios en la no monogamia (I): ningúnmodelo relacional es mejor que otro”, lo pone de manifiesto. La tesis del vídeo
era muy poco ambiciosa. No se decía en él que la agamia fuera mejor que otros
modelos. Se intuía, claro, pero parece absurdo esperar que mi opinión fuera
otra. En el vídeo sólo se defendía el derecho a comparar modelos. Nada más. La
idea de que los modelos pueden ser comparados y situados en una escala ética
donde unos ocuparan posiciones superiores o inferiores que otros. Por supuesto
fue considerado anatema y, por supuesto, poco se dijo para rebatir sus
evidentes y sencillísimos argumentos.
La incompatibilidad
de la agamia con el resto de los modelos, incluida, por encima de
cualquiera de ellos, la monogamia, no es, por lo tanto, identitaria, sino
ética. Esto revierte en que su
adscripción no es performativa, sino militante. Declararse ágamx no implica
correr tras los requisitos caprichosos de una identidad para ser señalado como
un estereotipo de la misma, sino considerarse afín a una determinados
principios relacionales éticamente fundamentados y aspirar a llevarlos a la
práctica de la manera más completa posible. Ser ágamx es, en ese sentido, una
declaración intencional. Al contrario que la elección de cualquier identidad,
orientación o modelo gámico, que aspira a demostrarse a sí misma como
descubrimiento de una naturaleza propia que marcará destino, ser ágamx es un acto
de auténtica libertad.
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