Sofía me ha propuesto tomar un café.
-Claro –digo. -¿Cuándo? ¿Dónde?
-¿Te apetece conocer mi casa?
Dos frases y ya ha empezado el hormigueo. ¿Qué significa
“conocer mi casa”? ¿Qué está tramando? ¿Qué ha tramado? Y, ¿qué sentido tiene
resistirse?
-Vale –contesto. Respondo con brevedad para poder sonar
natural. Antes de dejar el móvil ya sé que habría sido mejor manifestar
abiertamente mi estado de ánimo. He disimulado lo indisimulable, y al hacerlo
he hecho el ridículo. El primero. Veremos de cuántos.
No tengo, por supuesto, ni la más remota idea sobre lo que va a
suceder. Es, efectivamente, la primera vez que voy a su casa, y me pregunto si
eso significa que por fin “toca”. No sé si vamos a tener una relación erótica,
si me va a someter a uno de sus experimentos o si se tratará de alguna mezcla
de ambas cosas. En cualquier caso me parece una situación de alto riesgo
sexual, de modo que decido prepararme. Es sólo por si acaso. Por no estropear
la oportunidad si se presenta.
Sofía me convoca a las 5 del viernes. “¿Quieres que lleve
algo?” –le escribo. “No es necesario. Yo sí tendré algo para ti.”
Estar preparado para lo que pueda suceder, pero que esa
preparación no resulte demasiado evidente.
Como en tantas otras ocasiones, con
tantas otras personas, tengo la sensación de que se juega con mi deseo, y de
que se me obliga a realizar un trabajo que puede servir de algo o no servir de
nada, sin consideración hacia ese esfuerzo. Preferiría, y en realidad lo esperaría
de Sofía, que, si no va a expresar con claridad lo que quiere de mí, al menos
haga una insinuación que yo pueda entender. Algo como “no hace falta que te
afeites”.
Me resigno a realizar los aseos y arreglos propios de cualquier
salida de viernes, sin saber si volveré pronto o tarde, si tiene sentido o no pensar en un verdadero plan de viernes para después o si éste ya es más de lo que puedo manejar. Esa resignación incluye dedicarme a una cuidadosa selección de toda mi
indumentaria exterior y, claro está, interior. El momento de elegir
calzoncillos es especialmente ridículo. Me produce pavor la idea de tener que
desnudarme delante de Sofía y parecer un hortera. Y me resulta humillante
preguntarme cómo debo elegir una ropa que no verá nadie jamás. Acabo, por
supuesto, escogiendo los que más me gustan, los que más seguro me hacen sentir.
Ésos serán los que desperdicie, y de los que ya no disponga, si tengo que volver a arreglarme después.
Cuando salgo a la calle aún no he decidido, tampoco, si debo
o no debo llevar algo, ni el qué. En el éxtasis de mi desubicación, decido
comprar pastas.
Llego puntual, sin saber si me espera una tertulia de
filósofxs, una orgía, o las dos cosas. Ella me abre la puerta y enseguida me
doy cuenta de que no hay nadie más. Como es evidente que mis primeros movimientos
son inseguros, tiene la amabilidad de desplazar la atención hacia lo que aporto
al encuentro.
-¿Qué has traído?
-Pastas.
-Perfecto. Dámelas.
Me siento en su sofá mientras desaparece para reaparecer
inmediatamente con el café. Acto seguido vuelve a la cocina y regresa con dos bandejas
de pastas. Sólo reconozco una, pero la otra es casi idéntica. Las pone sobre la
mesa. En total debe de haber unas 80 pastas para dos personas. Sin embargo, no
hace ninguna referencia. Me parece propio de ella no dar opción a que se alivie
la incomodidad. Dejar que aquello haga su trabajo. Que duela.
Durante alrededor de una hora charlamos actualizando
recíprocamente información y pasando espontáneamente por temas diversos. Nada
que, ni por asomo, haga pensar que estamos en una situación más íntima de lo
habitual o que, quizás, incluso, se trate de algo así como de una cita sexual.
Pero con Sofía eso no tiene importancia. Sé que en cualquier momento todo puede
cambiar. Estoy expectante y, lo reconozco, esa expectación repercute en una
cierta falta de fluidez.
-¡Bueno! –exclama, por fin. –No te entretengo más.
No termino de tener claro si me está pidiendo que me vaya.
-No tengo prisa.
-Yo un poco sí, ya sabes: La vida.
-¿La vida? ¿El estrés, quieres decir? ¿Tienes mucho trabajo?
-No. La vida. La vida misma. –aclara, si es que eso es
aclarar algo, mientras se incorpora y avanza hacia la puerta.
Estoy tan sorprendido que obedezco como un autómata: Apenas
me he dado cuenta y ya estoy con un pie en el descansillo. “Por cierto, gracias
por las pastas”, me dice, mientras pone en mi mano una bolsa de papel con algo
envuelto dentro.
Hasta que me encuentro en el vagón del metro no empiezo a salir de mi
perplejidad. Realizo entonces los primeros esfuerzos por entender qué ha
pasado. Rastreo la cita buscando los elementos extraños que me sirvan de clave,
pero hoy todo está vacío. He tomado un café en casa de Sofía como podía haberlo
tomado en casa de cualquiera. Siento por eso mismo que, esta vez, el juego se
ha llevado demasiado lejos. Entiendo que nadie tiene la responsabilidad de
satisfacer mis expectativas sexuales. Pero no sé si es tan legítimo que la
única justificación para provocarlas sea el disfrutar de ver cómo se frustran.
Otros días he comprendido que me proponía una experiencia interesante. Pero no
veo qué saco yo de lo que ha pasado hoy. No veo el sentido y, lamentablemente,
no veo el respeto. Como una caricatura de mi propia indignación, o como una
burla que parece llegar directamente desde Sofía, me vienen a la cabeza mis
calzoncillos seleccionados y desperdiciados. “¡Qué guapo vas!” me digo, con
toda la crueldad que logro reunir.
Quiero pedirle explicaciones. Me parece extraño haber tenido
que llegar a este extremo con Sofía, pero mi deseo de hacerle responsable es
más fuerte que mi extrañeza.
Me decido a escribirle:
-¿Por qué me manipulas?
Veo que está en línea e, inmediatamente, me invade la
sensación de haber pisado un cepo.
-¿Manipular?
-¿No crees que manipulas mis expectativas de tener
relaciones sexuales contigo?
-No te entiendo. Continúa.
-Siempre nos vemos en la calle. Esta vez me invitas a tu
casa, pero no comprendo para qué. ¿Tan extraño es que yo conciba una esperanza
a partir de ese cambio? Le he dado mil vueltas a lo que podía pasar, he venido
preparado para mil porsiacasos, ¿qué utilidad tenía ese esfuerzo? ¿Comprobar tu
poder? A eso llamo “manipulación”. A que me trates como si fuera un trozo de
barro. Si voy a ser un trozo de barro, al menos haz algo conmigo. No digo que
tengas relaciones sexuales. Cuando te has burlado de mí me has ayudado a
crecer. Pero, ¿para qué hemos quedado hoy? ¿Te aburrías?
-Ya veo a qué llamas “manipular”.
-¡Me alegro! ¿Y te parece bien que…
-Llamas “manipular” a que no te manipule.
-…?
-Te he preguntado si te apetecía conocer mi casa.
-¿Y?
-¿Qué es lo que más te ha gustado de ella?
-
-:D
-Enhorabuena. Acabas de darme otra lección. Gracias. Haces
bien en reírte.
-No me río por eso. Es que me chocaba tu enfado, pero acabo
de descubrir qué es lo que lo provoca. Y es gracioso.
-No estoy muy seguro.
-Lo es. Estás enfadado porque piensas que tú has puesto
mucho de tu parte y yo no he puesto nada.
-Hay algo de eso. Al menos hoy.
-Haces mal las cuentas.
-¿Por?
-No tienes que calcular lo que has puesto de tu parte, sino
lo que has puesto de tu parte para mí.
-¿
-No pienses en cuánto nos hemos sacrificado, piensa en
cuánto nos hemos dado. Tú no me has dado nada. No has pensado nada sobre qué
podía yo necesitar, sobre qué era adecuado hacer… Y lo que has pensado lo has
pensado mal.
-Lo siento.
-No. Está muy bien. Es lo que esperaba. Por eso yo no te he
dado nada a ti. Casi. J
¿Sabéis cuando llevas todo el tiempo atento a una fecha
importante que no quieres que se te pase por nada del mundo y, de pronto, en tu
mente, la repasas, la miras con atención, y comprendes que la estabas leyendo
mal, y que esa fecha es ayer? ¿Ese escalofrío? Ese escalofrío.
Vuelvo a mirar el teléfono esperando leer en él mi propio
pensamiento. Y ahí está.
-Has salido tan perplejo de mi casa que no se te ha ocurrido
mirar dentro de la bolsa. Así que te has enfadado cada vez más, sin nada que lo
parase. Gracias por el buen rato. Me refiero, obviamente, a éste.
Me quedo embobado mirando el paquetito. No llego a
plantearme abrirlo hasta que todas las especulaciones han terminado por fin de perturbarme. “Sofía ha pensado en mí”, “aquí está lo que ella
me da”, “aquí hay algo que ella sabe que deseo, que necesito”, “aquí está ella,
para mí, de algún modo sorprendente que Sofía me ha preparado”, “este objeto es justo lo que ella sabe que transformará mi malestar”.
El papel se resiste, como pasa siempre que lo manosea un
impaciente. Consigo abrirlo y desplegar el montoncito de tela que encuentro en
su interior. Lo sostengo, extendido, ante mis ojos.
Unos calzoncillos.
Bonitos. Todo hay que decirlo. Más bonitos, incluso, que los
que llevo puestos.
Y más aún que me lo resultarían si no me estuviera mirando el
vagón completo.
En fin. No tengo de qué quejarme. Ya puedo decir que hoy me han visto los calzancillos. Y además siguen limpios.
5 comentarios:
Y justo apenas estaba pensando en, valga la redundancia, qué pensaría alguien si solo quiero tomar un café y compartir el rato... Si la otra persona querrá y si será suficiente solo un café -y tal- para dicha persona.
Entrar en los derroteros de pensamientos que no nos pertenecen es en donde, creo, a veces nos liamos xD
Por dios! Te sigo. He aprendido mucho de algunos de tus planteamientos. Con este relato aparece una dimensión nueva. No es racionalidad, es inmadurez. Pensar por el otro. Esperar de él lo que a nosotros nos pasa por la cabeza. Enfadarnos cuando nos sorprendre su libertad. Ayer me quitaba el sombrero. Hoy que ya no lo llevo puesto, me llevo las manos a la cabeza. Tendré que repasar todo lo leído. Me pasa, quizá, por esperar de ti lo que tú no has dado.
no sé si tu comentario es una crítica o un elogio, ni en qué consistiría exactamente.
ojalá no me dejes con la duda.
Jajajaja...me ha encantado! :)
Hoy después de muuuucho tiempo, he vuelto y he llegado a este post.
Leerte, como siempre, es una delicia. Bs
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