No es raro que en el discurso general, incluso plenamente
amoroso, se hable de “embriaguez” al buscar símiles con el enamoramiento.
En mi opinión esta comparación es muy rescatable para
resiginificar y gestionar el enamoramiento desde la agamia. Veamos en qué
sentido.
Como tanto el enamoramiento como la embriaguez son estados
psíquicos proclives a escapar al control de la conciencia moral (ave maría purísima), entendemos que sólo pueden ser asumidos por personas capaces de sustituir temporalmente dicho
control por otro de emergencia. Eso deja fuera a toda aquella a la que
coloquialmente podamos calificar de irresponsable. Ni niñxs (independientemente
del daño que el alcohol puede causar en el organismo joven), ni personas que no
sepan controlar la situación.
Qué interés pueda encontrar el resto en
enamorarse no es objeto de este post. Tal vez no lo sea de ninguno, porque yo
no se lo veo demasiado. Si se trata de conocer la experiencia, bueno, es
posible que venga bien perder el control una vez y ver hasta dónde nos lleva, pero,
¿qué hacemos con el daño a tercerxs? Si se trata de disfrutar, entonces el
mejor mecanismo no es el enamoramiento, sino un sub-sub-enamoramiento, de
segundo, tercer, o cuarto grado, al que ya podamos llamar “ilusión razonable”.
Pero volvamos a dar por supuesto que el interés por el
enamoramiento existe.
Cuando se relaciona al enamoramiento con el concepto de
embriaguez se interpreta con frecuencia que establecemos una simple diferencia
cuantitativa: El enamoramiento sería “sólo” una embriaguez. No es así. La
verdadera diferencia es de jerarquía. Como decía, el enamoramiento pasa a ser
considerado una enajenación lúdica, subordinada a la responsabilidad, cuyas
consecuencias hay que saber controlar.
Quienes añoran el enamoramiento, o no quieren renunciar a su
intensidad, nos piden dejarse llevar por sus excesos, interpretando éstos como
los máximos placeres que puede proporcionarnos. ¿Qué pensaríamos si alguien que
reivindica la embriaguez nos pidiera no perderse el gran placer de tirarse por
un barranco pensando que vuela? “Si no puedo dejarme llevar me pierdo lo mejor
de la borrachera”. Vale.
Traslademos, a pesar de reproches tan sólidos, la forma que habitualmente
adquiere la responsabilidad madura sobre la embriaguez (alcohólica) a la
conducta enamorada. Nos encontramos en ella con algunas recomendaciones muy
interesantes, tanto por lo sensatas como por lo bien afianzadas que están en
nuestra cultura social. Vamos, que no se puede decir que estemos ante una
utopía más allá del entendimiento de cualquier persona que sepa lo que es un/a
borrachx.
Veámoslas.
Si te emborrachas/enamoras:
1-no te pongas pesadx, no molestes, no hagas daño a otras
personas. Allí donde empieces a molestar, sólo a molestar, ya eres, mucho antes
que una persona enamorada, una persona molesta.
2-procura no hacerte daño a ti. Recuerda, además, que
hacerte daño aumenta el riesgo de que se lo hagas a tercerxs. Con respecto al
daño a tercerxs consulta el punto anterior.
3-si te haces daño, no habértelo hecho. O sí. Tú sabrás.
Pero, en principio, es asunto tuyo. Si no te pregunto es que no me interesa. Tu
enamoramiento no justifica contar tu enamoramiento (puede, por cierto, que si pierdes
el privilegio de contarlo, el enamoramiento mismo pierda atractivo para ti).
Contar tu enamoramiento, si no es del interés de tu interlocutor/a, entra en el
terreno de lo molesto, por lo que debes remitirte, de nuevo, al primer punto.
4-si no sabes no hacer/te daño, no te enamores. Es el
homólogo del viejo “si no sabes beber, no bebas”.
5-si no sabes no enamorarte, busca ayuda. Es el homólogo del
viejo “tienes un problema con el alcohol. Lo primero es reconocerlo”.
6-finalizada la enajenación, asume tus responsabilidades.
Toda esta mierda es tuya. Recógela y deja todo como lo encontraste. Y si hay
algo que no se puede devolver a su estado original, te toca pagar. El precio no
lo determinas tú. Haber estado enamoradx no es un atenuante.
Efectivamente, este código implica una inversión del estatus de "persona enamorada", que pasa, con él, de ser una persona privilegiada, centro de atención y objeto de cuidados, a ser una persona que está haciendo uso de un privilegio, y que, por lo tanto, debe cuidadxs al resto.
Efectivamente, este código implica una inversión del estatus de "persona enamorada", que pasa, con él, de ser una persona privilegiada, centro de atención y objeto de cuidados, a ser una persona que está haciendo uso de un privilegio, y que, por lo tanto, debe cuidadxs al resto.
Aceptadas sus normas, la pregunta por la cantidad de
alcohol o enamoramiento óptima en cada ocasión recibe una respuesta muy alejada
de la adolescente, o hooligan, idea de que hay que beber hasta desplomarse.
Nadie dice, por tanto, que no haya que enamorarse (ni, por
supuesto, es este texto un alegato contra la ambriaguez). Lo que se dice es que
hacerlo con responsabilidad cambia radicalmente el significado de la práctica.
Es cierto que enamorarse en sentido estricto implica poner al enamoramiento por
encima de toda responsabilidad. Así que en el fondo sí, es verdad: no hay que
enamorarse. Hay que hacer otra cosa que, por economía del lenguaje, viene bien
no llamar “enamorarse”.
Pues nada. Dicho queda.
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