¿Qué tal en tu primer día de cole? ¿Has hecho algún/a amiguitx?”
Más de la mitad de lxs niñxs que acaban de empezar las
clases habrán escuchado esta pregunta, tal vez tintada de cierta ansiedad. Y es
seguro que quienes más la habrán escuchado habrán sido lxs más jóvenes,
aquellxs que acudían al colegio por primera vez.
Eso no significa que lxs tutorxs no estén preocupados por la
inclusión de la niña de diez años que se acaba de cambiar de colegio y no
conoce a nadie. Significa que saben que esa niña ha madurado demasiado como
para establecer vínculos amistosos en un solo día.
Para lxs de 4, 5 o 6 años es mucho más fácil. La amistad se
establece entonces mediante la afirmación misma de la amistad. “-¿Somos amigxs?
-Vale.” También se dispone de la vía de los hechos consumados, pero esos hechos
tienen el carácter, también, de una asunción. “-¿Jugamos? -Sí.” Luego somos
amigxs.
A lxs adultxs no deja de producirnos cierta perplejidad este
salto. Lxs niñxs desconocidxs se rondan, se miran, se valoran, casi siempre con
más deseo que desconfianza. De pronto la relación se establece y, a partir de
ese momento, empieza a ejercitarse de manera completa. No es difícil, porque “de
manera completa” apenas incluye otra cosa que jugar. Pero, aun así, nos asombra
que el cambio de estatus sea súbito. Y nos asombra más aún que de ese cambio se
deduzcan conductas que no tienen que ver con el contexto conductual en el que
el cambio se produce: la/el niñx con quien he jugado ahora es mi amigx, luego
comparto con el/la la merienda.
Lo que realmente interesa aquí de este estilo de
establecimiento de vínculos es el hecho de que poco a poco lo abandonamos. Y lo
hacemos de un modo muy concreto: nuestro concepto de amistad deja de ser performativo y pasa a ser descriptivo.
Un acto de habla
performativo es aquel decir que constituye un hacer: “te prometo que
vendré”, o “te pido disculpas”. Pedir disculpas es decir “pido disculpas”, y
una vez que se dice (en el momento y circunstancia adecuadas) las disculpas
están pedidas.
Un acto de habla
descriptivo, sin embargo, no interviene sobre la realidad, sino que “sólo” la
traduce a lenguaje. “Este insecto puede volar” carece de repercusión alguna
sobre las facultades del insecto referido. Pero por eso mismo, el enunciado
adquiere una propiedad novedosa: puede decirse de él que sea verdadero o falso.
Algo de lo que el acto de habla performativo carece.
La amistad, entonces, con el paso de los años, deja de ser
algo que podamos construir al nombrarla. La amistad será o no será, y llamar
amistad a lo que no es no implicará el establecimiento de una amistad, sino,
simplemente, un enunciado falso.
Y eso no es porque hayamos perdido espontaneidad, ni porque
nos falten ganas de establecer vínculos, ni porque nos maleemos.
Es porque aprendemos.
En el proceso de aprendizaje vamos entendiendo que sólo
podemos depender de los vínculos cuya realidad hemos constatado, y jamás de
aquellos cuyo enunciado se adelanta a la constatación. Y este aprendizaje se va
haciendo más y más específico y sutil, hasta que un día descubrimos que el
concepto amigx prácticamente ha desaparecido de nuestro sistema de
clasificación de relaciones, porque no hay unas personas que son amigas y otras
que no lo son, sino que cada relación ha desarrollado un grado particular de confiabilidad.
El concepto de amistad se desprende de nuestro discurso como una hoja seca.
El resto del texto casi no hace falta escribirlo.
Efectivamente, el
gamos es un vínculo performativo, es decir, se constituye mediante un acto
de habla performativo. Y sólo este hecho debería ser suficiente para su
desprecio. Establecemos gamos por el mismo procedimiento por el que
establecíamos amistad a los cinco años. Pero ahora somos adultxs, y las
consecuencias no se reducen a compartir la merienda.
Veamos cómo funciona.
Las relaciones se forman, de un día para otro, mediante una
declaración recíproca. Solemne, sí, pero sin sustento empírico alguno: donde no
había pareja pasa a haberla sólo por el hecho de enunciarse. A partir de ese
momento todo el repertorio conductual se transforma, y lo hace a la máxima
velocidad posible. El comportamiento corre detrás del modelo de comportamiento,
imitándolo. La pareja copia su imagen ideal de pareja. Los sujetos tienen que
convertirse en aquello que no son pero que han dicho que son. Lo que habrán de
hacer les sorprenderá a ellxs mismxs, pero eso no debe disuadirlxs, dado que es
lo que corresponde a su nuevo estado.
Se dirá que, en realidad, el salto no se realiza normalmente
con esta brusquedad. Pero hay que matizar el matiz. La brusquedad original, la
de los primeros gamos, es tan grande como la que hay en un matrimonio
concertado. Pero los sujetos también constatan que esa manera de vincularse es
insatisfactoria, y aprenden a interponer ciertos hitos que dividen el
establecimiento del gamos en fases.
La performatividad gámica reduce su apresuramiento, pero su
espíritu se conserva intacto: el propósito final aparece desde el primer
minuto, y cada fase va antecedida de un cambio de estatus repentino. Hemos
salido del colegio. Ahora estamos en Tinder (por ejemplo): Instalación, like,
match, chat, cita, rollo, “conocerse”. El proceso puede interrumpirse en
cualquiera de estas fases. El sentido del proceso, sin embargo, es inequívoco,
y cada fase implica unas conductas muy precisas dictadas por dicho sentido. La
función de cada fase no es otra que conducir a la siguiente. Nada que pueda
recordar al estilo maduro de amistad en el que el concepto mismo de amistad
desaparecía. Nada que implique un presente y que quede sujeto a ninguna descripción
posible. Es un vínculo en continuo esfuerzo por ser aquello con cuya categoría
ha sido investido. Un vínculo dedicado, ante todo, a obedecer la orden desde la
que se ha originado.
Y siguiendo por la senda del alejamiento tibio de la
performatividad nos encontramos con la elusión
del carácter precedente del enunciado. ¿Que a qué me refiero con esta
espantosa expresión? Me refiero a esos gamos que nunca dicen que lo son, pero que un día encuentran que ya lo son. Y entonces sí, entonces lo dicen, henchidxs
de orgullo, porque su gamos no se ha construido desde la performatividad. Su
gamos es empírico. Es el supragamos.
Pero, qué curioso, coincide con el performativo como un calco.
Resulta obvio que a este supragamos se ha llegado porque el
gamos performativo tiraba desde dentro, allí donde el lenguaje baraja ideas y
decide a cuáles da expresión y cuáles son confinadas al silencio. Vemos por lo
tanto que esta obviedad no se fundamenta sólo en que el gamos y el supragamos
son, como digo, conductualmente idénticos. También lo hace en que no realizar
explícitamente el enunciado performativo no implica que no haya expresiones
implícitas, ni que éste desaparezca del deseo o del hábito. A veces pido
disculpas con mis actos (no hago mención de la ofensa por la que debo
disculparme, pero invito a comer, por ejemplo), quizás por no convenirme
pedirlas abiertamente. A veces no las pido ni con un enunciado ni con mis
actos, pero las disculpas siguen en mi cabeza, condicionando mi conducta
(tiendo a expresiones y conductas que son formas inconscientes de disculpa que
pueden, además, ser perfectamente funcionales porque se traduzcan en un
“disúlpale, es obvio que se siente mal”).
No es que el supragamos sea peor. Pero sí es más más
peligroso, porque su estrategia es la más elaborada a la hora de eludir la
imagen infantil que ofrece la performatividad. Es el que mejor puede
convencernos de que el gamos es inevitable y adulto. Normalmente irá acompañado
de un discurso contra los estilos de ejecución del gamos abiertamente
performativos. También podéis detectarlo porque en muchas ocasiones hablará de “fluir”.
Este gamos se presenta con el título de amor libremente
elegido, y ésa es su performatividad específica, que se añade a la
performatividad gámica. Crítico con el gamos tradicional, el “gamos libre” el
“supragamos” es prácticamente idéntico, pero exigirá ser reconocido en su
condición performada: la libertad. Libertad performada, como digo, porque se
enuncia primero y después se realiza, contra el propio gamos, si hace falta, y
con el fin de salvarlo.
Se dirá, “¿y en qué
se diferencia esta evolución de la que experimenta la amistad?” Señalaré
sólo dos cosas. Creo que serán más que suficientes.
La primera es que
la madurez de la amistad implicaba que se desprendiera de nuestro repertorio
conceptual. La amistad se superaba en una falta de división entre amistad y no
amistad. Nada de eso puede decirse del gamos. Su división sigue tan clara como
siempre.
La segunda es que
la amistad jamás sufre rechazo. Su desarrollo lleva en sí mismo su abandono
como vínculo performativo cuyo concepto reviste utilidad alguna. En muchas
ocasiones el supragamos es el resultado de un rechazo explícito al gamos. No se
rechaza el procedimiento, sino el propio vínculo. Sin embargo, se huye de él
mediante un recorrido circular que devuelve al mismo sitio. El supragamos no
es, en definitiva, sino un ejercicio de mala fe.
Si hacemos un gamos es porque algo en nosotrxs sigue
queriendo un gamos, por más que hayamos llegado a la conclusión de que no
debemos establecerlo. Dejar que decida ese algo no es una forma superior y
profunda de libertad. Es, exactamente, renunciar a la libertad, porque ésta
reside en la consciencia y en su capacidad de elegir. Si eso otro se impone a
nuestra decisión, entonces no hay decisión alguna.
No separemos consciencia de inconsciencia, porque la
deconstrucción requiere, entre otras cosas, de la perpetua presunción de
inconsciencia. No señalemos gamos ajenos, por lo tanto, o no nos conformemos
sólo con eso, ni critiquemos su performatividad. Centrémonos en recordar que,
allí donde nuestra relación es también gámica, nuestra libertad es sólo una
medalla que el inconsciente le ha concedido a la conciencia para comprar su
silencio y encadenarla a la performatividad.
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3 comentarios:
Muy buen, Israel. Gracias
Bueno, quise decir
Diré una verdad de Perogrullo. La libertad no existe.Los condicionantes se hallan en cada decisión que tomamos. Por lo que decir que el supragamo y el gamo no son libres equivale a decir que el ágamo tampoco lo es.
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