“Yo supliqué a mi amo que me impusiera más prohibiciones."
Pamela (1740) Samuel Richardson
La idea de construir relaciones fuera del gamos no ha caído
del todo mal.
A veces se ha propuesto su identificación con alguna de las modalidades
no monógamas previas y conocidas, pero en general ha sido respetada incluso en
el nombre que se daba a sí misma, ha sido considerada amable y enriquecedora, y
hasta ha llegado a despertar cierta curiosidad.
La idea de rechazar abiertamente el gamos ha recibido una acogida
muy diferente.
“¿Rechazarlo? ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo que alguien lo
elija libremente? ¿Es que no puede ser la fórmula adecuada para nadie? ¿No es
mejor disponer del mayor número de opciones posibles?” Y, por supuesto: “Decir
qué es lo que el resto de la gente debe hacer, ¿no es fascismo?”
Es curioso que el término “agamia” ha sido, como decía,
aceptablemente respetado allí donde ha sido leído como “vivir al margen del
gamos”. “Soy ágamx. YO no establezco parejas. Podría llamarme anarcorrelacional
o polisolterx, pero ME IDENTIFICO MÁS con el término ‘agamia’”. Todo bien.
Sin embargo, el derecho a la especificidad se ha perdido
allí donde se ha entendido la agamia en sentido completo, no como libre opción,
sino como pronunciamiento ético y político contra la pareja. Es entonces,
insisto que esto es curioso y divertido, cuando se dice con vehemencia que “la
agamia no es nada. Sólo es anarquía relacional con un nombre más pretencioso”
(¡¡¿más pretencioso?!!). Si la agamia no se diferencia de los modelos previos,
entonces puede disfrutar de un nombre propio. Seguramente se le deje incluso
elegir color y bandera. En el momento en que se distingue radicalmente debe ser
asimilada. El término exacto sería, claro, “fagocitada”.
Justo aquello que se considera inaceptable es lo que se dice
que ya estaba antes. Entonces habrá que destruir lo que ya estaba antes, ¿no? Y
si es algo que se está destruyendo, ¿a qué se va a sumar la agamia? Bueno… no
seamos abusones con las contradicciones ajenas. Suficiente tienen.
Voy a intentar contestar a la pregunta sobre la conveniencia
del rechazo al gamos más allá de la máxima liberal de que nada debe ser
rechazadx porque todo está bien y todo enriquece.
Empecemos por el principio:
¿Qué es el gamos?
El gamos no es la pareja.
No es desencaminado asimilar los dos conceptos (yo lo hago a
veces para facilitar la comprensión de los textos más enrevesados), pero el
gamos es un categoría mucho más amplia. La pareja sólo es una forma de gamos.
Concretamente es la forma de gamos que decide llamarse a sí misma “pareja”.
Pero hubo gamos antes de la pareja y queda gamos en abundancia incluso allí
donde el término “pareja” ha desaparecido o se considera superado.
El gamos es el vínculo por el que, en cualquier cultura y
sociedad, quedan unidas de manera específica las personas que se disponen a
reproducirse.
No soy etnólogo, y lo de “en cualquier cultura y sociedad”
me queda grande. Pero me parece más que válida la hipótesis de que una cultura
sin gamos es, por lo menos, algo absolutamente excepcional.
Así que el gamos es una especie de asignación, por la que al
menos una mujer y un hombre quedan unidxs con un fin concreto. Esta asignación,
para que tenga efecto, deberá ir envuelta de una normatividad concreta.
¿Cómo es el gamos?
Profanada la etnología, aprovecharé también para hablar de
etimología como si supiera. Lo que voy a exponer es sólo una curiosidad
imprecisa y circunstancial que agradecerle a wikipedia, nada más. Si la
reflejo aquí es porque me parece, incluso con ese lastre, reveladora.
Nuestro lexema “gamos” proviene, sabemos, del griego
clásico. Su traducción más aceptable es, precisamente, matrimonio. El
matrimonio griego se parecía ya al nuestro en que se realizaba sólo entre dos
personas, por entonces necesariamente mujer y hombre.
El término utilizado para el contrayente (hombre) era
“gametos”. El feliz gametos, por lo tanto, desposaba a la… ¿gamea? ¿gametai?
¿gama?. No. Su nombre era “upametos”. Así, el gametos y la upametos formaban un
gamos. O, como la relación etimológica invita a pensar, la upametos se asimilaba
al gametos en el gamos, mientras que el gametos permanecía prácticamente
inalterado. El gamos era, por lo tanto, algo que sólo le sucedía al hombre,
porque el hombre era el sujeto.
Obsérvese que, si esto es así, el sentido del lexema se ha
invertido desde entonces. Hoy llamamos “poligamia” al establecimiento de varias
asimilaciones gámicas, normalmente poligínicas (varias mujeres asimiladas a un
hombre). Sin embargo, y siendo rigurosxs con la etimología sugerida, la
poliginia seguiría siendo monogamia, porque el gametos permanece único. Es precisamente
el poliamor el que hace estallar realmente la monogamia. No, como se defiende a
veces, porque introduce la pluralidad, sino porque introduce la pluralidad de
gametos, de amos. El polidrama sería, en muchos sentidos, el conflicto entre
gametos dentro de una institución, el gamos, que los entiende como
incompatibles.
Sombras, pero también luces, del poliamor.
El gamos moderno.
Bueno, pero esa asimetría está ya superada. No hay más que
leer a Carole Pateman para comprobar que, efectivamente, el advenimiento de la
burguesía y la ciudadanía universal obligó al gamos a convertirse en matrimonio
igualitario por el que ambas partes contraían las mismas obligaciones y
preservaban los mismos derechos.
Si, es broma. Lo que nos cuenta Pateman es que el matrimonio
burgués adaptó la esclavitud gámica de las mujeres a los nuevos valores de la
libertad y que, inspirado en otras esclavitudes “libres” previas, desarrolló un
discurso que conciliaba lo irreconciliable, es decir, libertad y esclavitud; un
sujeto que se objetualiza a sí mismo convirtiéndose en algo así como un “objeto
animado”. La más completa expresión de ese discurso, y esto ya lo digo yo, se
llama “amor”.
Conclusión.
Nuestro gamos, es decir, el “matrimonio”, y su alternativa
seglar e informal, la “pareja”, tienen estos ilustres antepasados.
Pocos argumentos tan jugosos se pueden esgrimir contra el
gamos (al menos contra el nuestro, aunque suena lógico pensar que, en lo que se
refiere al sometimiento de una parte por la otra, la mayoría habrán tenido y
tendrán mucho en común) como que es el heredero de una institución esclavista.
Empeñarnos en organizarnos mediante la readaptación de una forma de esclavitud,
seguir intentando que las rejas sirvan de alas, parece algo más que irracional.
Pedir respeto frente a la equidistancia entre agamia y
gamos suena a una de esos debates sociales que resultan extremadamente
controvertidos mientras el sentido común y la legislación igualitaria no logran
imponerse. Pero, cuando lo hacen, el debate queda, de pronto, obsoleto e irrecuperable,
como si la sociedad hubiera dado un salto en el tiempo.
Y es que, sinceramente, ¿podemos imaginar una sociedad sin
gamos que decidiera, como forma de progreso y de ampliación de opciones
deseables, inventar el gamos?
Pues ése es el asunto.
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