Ya sé que en otras ocasiones no he tratado a esta serie
precisamente como un referente feminista.
Sigo sin hacerlo (y me reafirmo desde
que he visto como le tiembla la voz a Daenerys cuando habla con Jon Nieve),
pero he encontrado un sentido en el que quizás nos pueda servir de ilustración
con alcance.
Imagino que el título incitará inmediatamente a pensar lo
obvio, aplicable a prácticamente cualquier tipo de conflicto mínimamente
complejo: nos estamos desangrando en guerras intestinas, tenemos que descubrir
lo que nos une en vez de hacer hincapié en lo que nos diferencia, hasta lxs
malxs son buenos comparados con el verdadero mal común, etc…
Pero no se trata de eso. No voy a decir que Cersei
representa también a un feminismo y que necesitamos entendernos con él, por
imposible que nos parezca, para poder enfrentar al terrible enemigo exterior.
No. Lo que voy a explicar es cómo uno de los feminismos en liza puede
identificarse con el mismísimo Ejército de la Noche (o como se llame). Veréis a lo que me
refiero.
Una vez transcurrida la mayor parte de la serie y desvelados
los misterios que subyacían a este ejército, conocemos aceptablemente sus
características. Sabemos que está formado por unos pocos seres poderosos, los
caminantes blancos, y por un inmenso contingente de resucitadxs.
Individualmente, los caminantes blancos, aunque fuertes, son vulnerables al
vidriagón. Su auténtico poder no es, por lo tanto, su fuerza personal, sino su
capacidad para traer de la muerte, una y otra vez, a hordas de cadáveres para
luchar a su lado. Ésa es su arma determinante y, hasta el momento, en la serie,
incontestable.
Así, encontramos, de un lado, al ejército de lxs vivxs,
formado por individuos razonablemente fuertes, pero cuyo número es limitado y
cuya cohesión depende de las coyunturas de sus rencillas.
Del otro, el ejército
de lxs muertxs. Su fuerza promedio es inferior, pero lucha como una sola
conciencia, y su número, sin ser infinito, es inagotable porque los muertos no
necesitan alistarse en él. Gracias al poder de los caminantes, los muertos les
pertenecen por defecto. Y ésta es la clave.
Apliquemos el esquema al feminismo.
Tendríamos un feminismo formado por un importante número de
mujeres (y algún hombre) conscientes y fuertes, sin demasiada cohesión, eso sí,
salvo en puntuales momentos felices donde aparecen objetivos muy claros. En ese
ejército habría de todo, desde heroínas extraordinarias hasta villanas de
libro. Su número crecería lentamente, como el del ejército de los vivxs, porque
estaría integrado por sujetos que, primero, deben ser formados.
En este feminismo están integradas, hoy por hoy, la mayoría
de las “baronías” feministas: sus Reinos. Es el feminismo de las instituciones,
de los partidos políticos, de buena parte del activismo de base, de otra
fundamental de la academia y, por supuesto, el feminismo de nuestra
legislación.
De otro lado tendríamos un feminismo masivo, de número
alucinante, fantástico (y con generosa dotación de hombres), que a veces parece amenazar incluso con convertirse en
ideología hegemónica y asimilarse a la normalidad. Un feminismo, como digo,
capaz de invocar a legiones de sujetos de todo tipo bajo la etiqueta de
“feminista”, y capaz de sepultar a cualquier opositor, feminista o no, bajo un
alud de consenso emergente. Sabemos que está liderado por un número reducido de
sujetos, cuya pertenencia a la categoría “feminista” (como la pertenencia a la
condición de “vivxs” de los caminantes) es discutible. Pero el número de sus
huestes crece y crece y, aunque ahora sólo resuena como un multitudinario grito
de fondo, como un lejano retumbar de cascos galopando, parece obvio que, tarde
o temprano, lo ocuparán todo.
A estas alturas del texto a nadie se os escapará que este
feminismo responde al nombre de guerra de “libfem”, feminismo liberal, ése
cuyas causas son, entre otras, la regulación de la prostitución, la
sexopositividad (que incluye la defensa de la pornografía en nombre de un ser
mitológico llamado “pornografía feminista”, del BDSM, y de las no monogamias
gámicas, es decir, neomatrimonialistas), la proliferación de identidades de
género autocomplacientes y, hoy, la legalización de los vientres de alquiler.
Del otro lado está el viejo, magullado “radfem”, feminismo
radical, verdadero cuerpo de hoplitas del feminismo, que sigue resistiendo, de
momento, los embates de ese enemigo espectral. Por el camino ha perdido una
parte vital de sus rasgos identitarios (¿alguien sabe en qué ha quedado su
lucha por la desaparición del género, más allá de la igualación de derechos, o
su, en otra época, feroz oposición al matrimonio?), pero conserva lo sustancial,
es decir, la inspiración colectivista: lo importante no es el derecho de una
mujer al uso de su capital sexual, o a la satisfacción de su deseo de ser
madre, o a que nadie juzgue el modo en que vive sus relaciones personales. Lo
importante es cómo afectan las decisiones individuales al colectivo de mujeres;
lo importante es no dejar nunca atrás a las más vulnerables.
Y podemos dejarnos cegar por la sororidad, si queremos, pero
la realidad es que estos dos grupos, a día de hoy, están tan enfrentados entre
sí como supuestamente lo está cada uno con el patriarcado, porque ambos
identifican al otro como el caballo de troya de aquél.
Así parece que está hoy el campo de batalla. Un ejército
limitado y voluntarioso que resiste, uno ilimitado e irracional que asedia. La
estrategia de ambos es confiar en el tiempo. A lxs últimos les traerá la
victoria. A lxs primeros una estrategia que permita invertir la situación antes
de que sea demasiado tarde. Pero esa estrategia no llega, y el tiempo se acaba.
¿De qué estrategia estamos hablando? Sin duda, de aquella
que anule la capacidad del ejército libfem de alinear a su favor a la sociedad
entera, por poco feminista que sea. Necesitamos quitarles el poder de convocar
a lxs muertxs. No podemos seguir permitiendo que, a un gesto suyo, rebaños de
machunos purpurados clamen contra el feminismo radical como si éste fuera el
verdadero problema de las mujeres.
Este poder es el sexo. La apropiación sistemática y sin
resistencia del sexo por parte del libfem es lo que convierte a éste, ante la
mirada lega, en el feminismo de la vida, de la ilusión, de la motivación, de la
alegría y de la fuerza, frente al feminismo radical, que pasa, paradójicamente,
a ser el feminismo de la represión y la muerte.
El sexo, como principal motivación específica de nuestra
cultura (el dinero sería inespecífico), como principal razón por la que vivir,
es capaz de dar vida y convocar fuerza de la nada. La vida sin sexo carece de
fuerza de vida, y nada, en esta cultura, tiene fuerza suficiente como para
responder a su llamada. El feminismo radical, en definitiva, sólo tiene poder
de convocatoria a través de la concienciación que, como sabemos, es un proceso
lento e incierto. El feminismo liberal levanta a los muertos aquí y ahora, porque
les transmite el siguiente mensaje: este feminismo no amenaza tu libido, tu
gasolina; es más, te llenará el depósito satisfaciéndola.
Los tics de sexopositividad son los identificados por la
masa social no feminista o vagamente feminista para determinar de qué lado del
feminismo debe dejarse caer. De ahí que cuando la evidencia de la injusticia
hace que esa masa social no termine de decantarse por el libfem (como sucede en
el caso de la defensa de los vientres de alquiler) éste emita señales aún más claras,
amenazando con la deseaxualización a la que conduce el apoyo a las radicales: “¡si
no defendéis la gestación subrogada os ponéis del lado del rancio abolicionismo
antiprostitución!” Ante luz tan cegadora las volubles polillas deciden de una
vez la dirección de su aleteo.
El radfem se ha conformado hasta ahora con despreciar esta
cultura de la libido hipersexualizada, señalando que es un eje más del
sometimiento patriarcal. Que acierte en el diagnóstico no significa que lo haga
en la solución. Haber dejado la libido en manos del enemigo es una decisión
estratégica de primera magnitud que sólo es eficaz si dispones de un plan de
victoria relámpago. Si el conflicto se estanca, la derrota es segura.
Evidentemente, el feminismo radical no puede ofrecer lo
mismo que ha ofrecido el libfem. Para éste último es muy fácil convertirse en
adalid de la exacerbación de la sexualidad machista sin caer en
contradicciones. El radfem necesita reinterpretar el sexo. Necesita una mirada
profunda, sincera y transformadora sobre el sexo, que no se conforme con
criticarlo ni con devolverlo a la caverna, sino que realice una propuesta
suficientemente construida como para ser atractiva; es decir, no con el
atractivo como guía, sino con él como consecuencia de la coherencia. Necesita confiar en que mirar en el sexo profundamente no
llevará a una doble hipersexualización, sino precisamente al rescate de la
libido para la vida.
Para eso tendrá que ser muy valiente, claro, y desempoltronarse
mucho en lo privado. Tendrá que abandonar la autocondescendencia del descanso
del/a guerrerx, que llega a casa a perdonarse para sí mismx aquello que acaba
de combatir. Tendrá que abandonar muchas fantasías cómplices y muchos
privilegios secretos.
Pero es que de eso se trata.
Se trata de que el radfem, para serlo, haga honor a su
nombre y vaya a la raíz del sexo, o a la raíz de sí mismo, que es,
precisamente, la radicalidad, prácticamente abandonada. Quizás encuentre en
ella una fuente de energía incluso más poderosa que el sexo: aquella que, en
vez de convocar infinitos turbas de babeantes y descerebrados zombis
patriarcales, sea capaz de devolverlos a la verdadera vida consciente del
feminismo.
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