Hasta no hace tanto nuestras relaciones se establecían de forma
automática, sin que mediara decisión alguna.
La relación se daba por inaugurada
y, a partir de ahí, funcionaba casi como un organismo vivo, que crecía,
enfermaba o moría según las condiciones del entorno en el que le había tocado
caer.
Ocurría, es verdad, que algunos hitos se convertían en
objeto de reflexión, y los individuos volvían a participar desde su libertad.
La convivencia, la boda, la reproducción… Pero incluso estas cosas a veces llegaban
“solas” y lo oportuno de su llegada venía avalado por el hecho mismo de llegar,
como la flor del almendro: si hay melones en la frutería, es que es tiempo de
melones.
Pero hoy disfrutamos de la cultura del acuerdo. Ahora sabemos que las relaciones se construyen
a través de pactos, y que los pactos se negocian.
Relacionarse incluye, por tanto, negociar las condiciones de la relación, y
dejar después esas condiciones bien recogidas y explícitamente clarificadas.
Y sucede que cuanto menos convencional es una relación más
va acompañada de la cultura del acuerdo, y más cosas deben explicitarse en ella
porque hay más peligro de que todo lo que se dé por sobrentendido se convierta
en un malentendido.
Y hemos llegado a la conclusión de que si hay una perfecta negociación,
y un pacto perfectamente claro, y todo está perfectamente recogido en cláusulas
de redacción cristalina, entonces podemos por fin disfrutar de la relación,
porque sabemos a qué atenernos y nuestro acuerdo nos protege.
Dicho así suena un pelín ingenuo. Pero lo es muchísimo más.
Vamos a ver muy por encima que es eso del acuerdo, en qué
consiste negociar, y en qué situación nos deja esta cultura de la emprendeduría contractualista a la que
hemos llevado las relaciones para, supuestamente, poder defendernos de ellas.
Lo primero que es necesario señalar es que un acuerdo, para que lo sea, requiere no
una, sino dos categorías de agentes. La primera es la de las partes que llegan
al acuerdo. La segunda es la de aquella otra que tiene la fuerza a la que estas
partes se encomiendan para que vigile el acuerdo, y que funciona como garantía.
Sin la primera, lógicamente, no hay contenido del acuerdo, y las partes siguen
actuando desde su individualidad opaca. Sin la segunda no hay modo de hacer que
el acuerdo se cumpla, y por lo tanto se trata, simplemente, de papel mojado. Un
contrato funciona porque sus cláusulas, una vez firmamos, pueden ser
reivindicadas ante la justicia, y porque la justicia, si es verdaderamente
justa, hará pagar a quien incumple obligándole, al menos, a restituir el daño a
la parte víctima del incumplimiento.
¿Cómo traducimos esto a las relaciones? Pues mal, porque en las relaciones no existe esa otra parte
externa. ¿A qué poder coercitivo interno
nos encomendamos entonces cuando decimos que estamos acordando algo?
Se me ocurren sólo tres, y los tres, vais a ver,
auténticamente precarios.
El primero es la
propia relación: su deterioro o ruptura. Si yo he acordado que el miércoles
me toca limpieza y el miércoles no limpio, lo justo es que la otra parte (doy
por hecho que pueden ser una o varias personas) tome medidas en forma de
deterioro de la relación. Las medidas podrán ir desde una mala cara, la
cancelación de algún plan, la reducción de los componentes de la relación o, si
se trata de un comportamiento reincidente, la finalización de la relación.
La justicia ha funcionado: he querido incumplir, pero la
ventaja obtenida por el incumplimiento es menor que el castigo que recibo, de
modo que comprendo que no me merece la pena y quedo disuadido.
No está mal, pero tiene dos defectos. El primero es que hacer pagar el incumplimiento de la
relación con deterioro en la relación aumenta el daño sufrido por la persona
víctima del incumplimiento. Por supuesto que un enfado puede servir de
desahogo, pero conllevará un mal rato para mí mismx, que se añade a que la
limpieza sigue pendiente. Lo único verdaderamente eficaz es un castigo en forma
de restitución voluntaria (te saltas una limpieza, ahora te tocan dos. Casi me
alegro de que hayas incumplido), pero para que exista alguna garantía de que
ese castigo se vaya a cumplir hace falta de nuevo un poder coercitivo último
que sólo puede ser el deterioro de la relación: “nunca cumples: Me voy.”
La segunda gran desventaja,
mucho más grave, es que esta
fuerza coercitiva sólo es eficaz allí donde se juegan cuestiones de importancia
claramente inferior a la relación. Si hablamos de cuestiones mayores nos
podemos encontrar con que la relación se rompe para beneficio, a pesar de todo,
de la parte incumplidora. La persona con la que tenemos una relación ha
acumulado una deuda cuantiosa hacia nosotrxs. Un día le decimos que ya está
bien, que necesitamos el dinero, que esto es un problema, que lo devuelva o se
acabó. Y nos contesta “Vale. Se acabó.”
La segunda fuerza
coercitiva es la palabra. La palabra de honor, sí. Va, no os riais. La
palabra de honor ejerce un papel fundamental a la hora de relacionarnos. Perder
la palabra es perder, precisamente, la capacidad de pactar, y eso puede ser no
sólo muy humillante sino incapacitante hasta el extremo. Pero, ¿para qué quiero
yo la palabra? Pues, precisamente, para gastarla. Si todo lo que vas a hacer es
dejar de fiarte de mí, lo que necesito es esperar hasta la ocasión en la que el
beneficio obtenido sea superior al perjuicio de perder tu confianza. Te pido
100 euros y te los devuelvo. Te pido 1000 euros y te los devuelvo. Te pido
10.000 y… doy de baja el teléfono.
Estoy hablando de dinero pero, ya sabéis, por no alargarme.
De vez en cuando poned ahí unos cuernos.
La tercera, por
supuesto, es el miedo. Da igual cuál. El miedo a que yo te agreda, el miedo
a que te deje, el miedo a que te difame… Si tienes miedo, entonces acatarás el
pacto, vaya si lo acatarás. Pero ese pacto ya no es un contrato, porque la única
parte contratante soy yo. Tu nombre, ahora, es “esclavx”.
Si el acuerdo es una ficción, entonces, ¿qué nos queda?
Pues aquí ya nada, porque se acabó el espacio. Pero habrá
otro texto.
De momento nos hemos quitado la candidez, que ya es mucho.
1 comentario:
No estoy de acuerdo en este aspecto, no necesitamos un poder coercitivo externo para poder llegar a la resolución de un conflicto, creo que la palabra que debería usarse es reputación, los individuos deben protegerla pues de su capacidad para sostener los acuerdos que establece de palabra depende el valor intrínseco de esta y es lógica la perdida del valor de esta si una persona incumple reiteradamente su palabra, llevándonos a no confiar en ella, de esto se desprende que el contrato debe ser roto por el bien de la parte afectada, obteniendo el beneficio de salir de una relación en la cual solo recibe insatisfacción.
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