Parece que nuestro mayor problema a la hora de abandonar el
modelo relacional de la pareja está relacionado con ese cajón de sastre que
llamamos “afecto” o “satisfacción de las necesidades afectivas”.
Qué sea el afecto que necesitamos y qué afectos esperamos que
nos sean proporcionados por la pareja son preguntas que abren un agujero de
espesa oscuridad en cualquier teoría o modelo relacional.
Se habla del afecto, se le pone en el centro de todo lo
imprescindible, pero apenas se concreta qué es (salvo algunas definiciones o
listas sumamente generales), hasta el punto de que prácticamente queda
identificado con la pareja misma. El afecto, en el fondo, sería aquello que nos da la pareja y que no nos
da nadie más porque nadie más está en situación de darlo. Casi da igual en
qué consista, afecto es “resultado de la pareja sobre mi vida emocional”.
Desde esa perspectiva está claro que la pareja es
insustituible, porque nada que no sea la pareja puede serlo tan bien como ella.
Pero lo que hemos decidido preguntarnos testarudamente es si podemos obtener
fuera de la pareja, no una imitación de la pareja, sino aquello que de la
pareja nos parece digno de ser deseado. Y nos lo preguntamos porque sospechamos
que la pareja es, tal vez, un pésimo medio para conseguirlo.
Ni éste, ni éste, ni el presente texto pueden ser una
exposición sistemática de esas necesidades ni de esa sustitución. Pero cada uno
de ellos pretende dar un bocado sustancial a los cimientos que sustentan la
idea de que fuera de la pareja no hay más que tentativas agónicas y
contrahechas de reproducir el paraíso perdido del gamos.
En este caso quiero proponer una categoría que considero
útil como herramienta teórica y práctica, y que puede desmitificar
definitivamente la idea de que somos un pozo de afecto que sólo la pareja puede
llenar. Tal vez se pueda decir que no se trata más que de otra forma de afecto,
o tal vez tenga tanta autonomía y ocupe el espacio de tanto afecto que el
afecto mismo quede reducido a un ámbito de acción sorprendentemente pequeño.
En cualquier caso, creo que podemos afirmar que el afecto
que los modelos gámicos, especialmente la monogamia, hacen recaer sobre la
pareja, quedan satisfechos mediante la sociabilización
de la vida íntima, es decir, mediante lo que coloquialmente conocemos como
“compañía”.
Cuando la pareja acaba hay una gran masa de vida privada e
íntima que queda repentinamente aislada. El espacio destinado al gamos es
inmenso, y a medida que nuestra vida relacional se desarrolla (dado que nos
alejamos progresivamente del núcleo familiar de origen, de lxs amigxs, de la
convivencia colectiva…) ese espacio se incrementa y se hace específico. A
partir de cierto momento la mayor parte de nuestra vida está formada por un
gran espacio que a nadie interesa salvo a una posible pareja. Somos,
literalmente, el andrógino demediado de Platón. Seres deformes que sólo pueden
recuperar una forma armónica mediante la fusión con otro ser deforme. Sin pareja no existimos, porque carecemos
de testigos.
La angustia generada por ese vacío, por esa repentina
inexistencia para el mundo, es el origen de uno de las necesidades afectivas
más importantes que la pareja viene a satisfacer. Ella la crea y ella la cubre.
Y ella es tan eficaz comparada con cualquier otra cosa conocida para cubrirla
que pensamos que ella es la necesidad misma. Pero nosotrxs somos gente suspicaz…
¿Qué pasa con ese espacio? ¿Cómo está constituido?
¿Necesitamos llenarlo todo? ¿Cuánta de esa necesidad es real y cuánta es un
espejismo creado por la idea y forma de la pareja? ¿Está a nuestro creativo
alcance hacerlo de un modo más eficaz del que utiliza la pareja?
Bisturí.
No es ninguna idiotez la necesidad de testigxs en nuestro
espacio íntimo. No es narcisismo, ni inmadurez, ni inseguridad. Es sociabilización de una parte de nuestra
vida que es constitutiva de su conjunto, que es causa, que es consecuencia y
que es imprescindible. Si la pareja no acaba (¡ah, que no lo hace!) con
nuestra sensación de soledad íntima no es porque se trate de una mala pareja y
no sea el testigo adecuado de esa vida, sino porque no es testigo suficiente; porque una sola persona no presencia, no
explica, no se empapa de la parte suficiente de esa vida, o desde una
perspectiva suficientemente amplia. Necesitamos otra persona, y otra, y otra
más, con las que compartir nuestra manera de ducharnos, el orden del cajón de
los calcetines, la actitud al despertar, la frecuencia con la que fregamos el
baño, para entender nuestro propio comportamiento, para mejorarlo, para conocer
su historia, para que adquiera valor, para que deje de ser el relleno de la
vida y pase a ser parte de la vida.
Y necesitamos el
laboratorio de la soledad en el que diseñar nuevos experimentos, en el que
llevar a la práctica lo aprendido en compañía, en el que corregir errores y
perfeccionar virtudes, en el que fraguar las revoluciones de nuestra vida
relacional. Necesitamos que nuestra vida íntima no sea secuestrada hasta su
disolución en vida con pareja. Necesitamos no renunciar a lo construido en
nuestra intimidad, no tratarlo como un caparazón vergonzante del que
deshacernos y del que olvidarnos tan gravemente que somos incapaces de
encontrarlo cuando la ruptura de la pareja nos hace echarlo de menos.
Por eso, también, estamos solxs en pareja, porque aquella intimidad ha sido abandonada, y con
ella parte de nosotrxs que ya nadie puede testificar ni reconocer, ni ayudar a
mejorar, ni hacer formar parte de nuestra historia. Y por eso es tan fácil
cerrar el círculo de acusaciones contra la pareja: porque ni es suficiente donde la necesitamos, ni es invitada donde la
tenemos. Porque lo que la pareja hace se hace mejor de otras formas.
Ahora, qué formas sean ésas, bueno… pensé que con mil
palabras le haría una brechita al tema. Pero apenas le he rascado la pintura.
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