(gracias a la estupenda gente del grupo AGAMIA por sus ideas para la confección de ésta y la próxima entrada. en grupo vamos más rápido y más lejos).
La agamia se fundamenta en la convicción de que la pareja no
sólo puede ser sustituida por una
comunidad relacional, sino que es
conveniente que lo sea, porque la
comunidad es el lugar en el que se satisfacen con verdadera eficacia aquellas
necesidades que, en los modelos gámicos, satisfacen las parejas.
Ésa es la convicción, pero ahora hace falta argumentarla.
Queda fuera de mi alcance exponer en un solo post las funciones
que la pareja realiza para nosotrxs (no para el sistema) y cómo todas ellas son
mejoradas en lo sustancial al pasar a la comunidad. Debo conformarme con una
idea general, y con la invitación a debatirla, ampliarla y refutarla.
El enfoque tampoco es fácil: Puedo intentar plantear el
problema desde una perspectiva humanista teórica, preguntándome qué es lo que
las personas necesitamos de nuestro contacto con las otras personas (aun así me
vería seguramente obligado a contextualizar un cierto modo de entender las
necesidades) o puedo saltar frívolamente al terreno de lo práctico y buscar
algún recurso para preguntarme por un aquí y un ahora que nos resulte muy de
aquí y muy de ahora.
Evidentemente, mi camino es el salto frívolo. ¡Hop!:
Mi pareja acaba de “disolverse” (aprovechando que es una
hipótesis evitemos los escabrosos detalles) y yo he decido que, en adelante,
viviré sin pareja en absoluto, apoyándome en alguna que otra idea ágama.
Aún no tengo claro si lo que estoy haciendo me va a llevar a
una revolución, a una resignación o, tal vez, a la sustitución de unos hábitos
por otros igual de frustrantes. Al menos sé que la repetición de lo que he
vivido hasta ahora no me parece un gran plan.
El sexo: la preocupación inmediata
Pasaré rápidamente sobre la cuestión del sexo, porque está prolijamente tratada
en otros mil textos, y porque la idea de que la violencia sexual que implican las relaciones fuera de la pareja
(normalmente de baja o muy baja intensidad, pero que lleva tarde o temprano a
añorar tener relaciones sexuales con alguien que “te quiera de verdad”) no tiene que ver con que exista una
violencia implícita en el hecho de que las personas tengan relaciones sexuales
fuera de la pareja, sino con que el gamos les obliga a acompañar la relación
sexual con el mensaje humillante “recuerda que no eres mi pareja”, humillación
que recae especialmente sobre las mujeres.
Hecha esa distinción definitiva, el resto tiene que ver
simple y llanamente con que las
expectativas sean siempre razonables (las relaciones sexuales no implican
ninguna otra cosa, del mismo modo que ninguna otra cosa implica tener
relaciones sexuales) y con que las
personas se traten perfectamente bien.
Otra cosa es si cabe esperar que mi vida sexual conserve un
mínimo de esplendor, dadas las condiciones culturales del sexo. Pero eso no es
lo que nos importa aquí. Aquí no nos planteamos si vamos a follar lo
suficiente, ni si es una opción tener pareja para poder follar. Lo que nos
preguntamos es si hay algo que impida igualar o mejorar la vida sexual propia
de la pareja una vez que decidimos abandonar el modelo relacional de la pareja.
Y nada lo impide, más allá de la voluntad de las personas. Lo que está claro es
que yo, que acabo de decidir cambiar de
modelo, puedo ofrecer las condiciones necesarias y suficientes para que esa
vida sexual en el seno de lo común sea mejor que la de la pareja.
Pues con eso es suficiente.
El afecto: la preocupación peligrosa
La verdadera pregunta se formula en torno a esa cosa tan
imprecisa que llamamos afecto. ¿Se
puede obtener el afecto que la pareja nos proporciona fuera de la pareja?
En otro lugar distinguí entre afectos funcionales y afectos sustitutivos. Dije, en resumen, que los
funcionales son aquellos que satisfacen la necesidad que atienden, y que los sustitutivos son los que consuelan por
no poder satisfacer dicha necesidad. Añado ahora que el afecto de pareja es fundamentalmente sustitutivo, y que el
afecto que temo no poder conseguir es justo el que no voy a necesitar, porque si mi entorno relacional es suficiente,
dicho entorno satisfará la mayoría de mis necesidades afectivas sin necesidad
de afecto sustitutivo explícito.
Un ejemplo: El
reconocimiento.
Decimos que necesitamos reconocimiento queriendo decir que
necesitamos un papel específico que nos haga, si no necesarixs, sí, al menos,
partícipes de la construcción de lo colectivo. Y que necesitamos que ese papel
sea reconocido.
Parece evidente que la sociedad (especialmente el entorno
laboral) no es muy de reconocer nuestro papel, sino más bien de transmitirnos
el mensaje de que no tenemos papel ninguno y de que cada día que nos levantamos
tenemos que demostrar que mereceríamos, tal vez, un cierto papel si nos
esforzáramos muchísimo más de lo que lo hacemos.
Es entonces cuando aparece la necesidad de reconocimiento
que atribuimos a la pareja.
Esa forma de afecto consistente en transmitirnos
reconocimiento es, claramente, un afecto sustitutivo. Sólo quien es testigo de
mi papel puede reconocerlo. Quien no lo es podrá decirme que está convencidx de
que lo desempeño con eficacia, pero no podrá reconocerlo. Por otro lado, sólo
quien deslegitima mi papel puede cubrir ese agujero que crea en su
reconocimiento (dejando de deslegitimarlo). Cualquier otra persona podrá decir
que la primera se equivoca, pero no podrá evitar la existencia de su opinión.
El reconocimiento como afecto funcional por parte de la
pareja aparece en aquello de lo que la pareja es testigo o participa. Por eso
la pareja ha sido y sigue siendo un agujero de reconocimiento para las mujeres:
porque su condición de trabajadoras por y para la pareja (trabajo doméstico,
crianza, afectos…) se realiza con la plena condición de testigo del varón, pero
sin su reconocimiento, o sin que éste sea suficiente. El reconocimiento
inverso, el de contar las cosas de la oficina para que nos digan lo buenxs que
somos en ella, aunque nuestrx jefx nos abronque a diario, es un afecto
sustitutivo.
El mismo reconocimiento repartido entre un grupo de,
digamos, diez personas, lo hace más eficaz y menos sustitutivo, por el simple
hecho de que la diversificación de opiniones lo vuelve más convincente (más
posibilidades de que existan en él fuentes de información directas o
autorizadas, por ejemplo, y, sobre todo, más impresión de opinión general).
Pierdo, eso sí, la existencia de una persona que dedica una gran cantidad de
recursos (los que luego se reparten entre diez) a mi reconocimiento. Pero el
hecho de que esos recursos estuvieran concentrados, lejos de ser una virtud, se
revela ahora como un defecto.
Razonamientos análogos son posibles para el resto de las
conductas que englobamos bajo la categoría de “afectos” y, aunque será bueno
desarrollarlos en otros lugares, aquí sólo adelantaré dos conclusiones. La
primera es que, a misma dedicación, el
grupo relacional es siempre más eficaz para la satisfacción de las necesidades
afectivas (es decir, que su afecto tiende a ser más funcional y menos sustitutivo).
La segunda es que no es cierto que sean
los afectos nuestra preocupación principal cuando abandonamos el modelo de la
pareja. Lo que genera la mayoría de nuestras angustias, y la mayor
necesidad de afecto sustitutivo, lo trataré en el siguiente texto bajo el pomposo
nombre de “sociabilización de la vida
íntima”.
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