Son las bastantes de la mañana y he quedado de resto
inmarcesible en una fiesta casera. Sólo lo mejorcito y yo, en torno a la mesa
de la que un día nacieron las copas y ahora parece habernos convocado para que
le sean devueltas.
Todos borrachos, todos de izquierdas, todos grandes sabios.
Todos hombres.
Los temas importantes afloran como en ningún otro momento de
la noche. Ya no nos preguntamos cómo nos va, ni qué tal, ni contamos chistes.
Ahora arreglamos el mundo sin una frase de tregua. Los algoritmos metafísicos
se suceden como respuestas compensatorias al caos del mundo. Cada fórmula
aporta una precisión sobre la anterior. Cada intervención resuelve una guedeja
suelta que antes había escapado. Cada flecha da justo en el centro de la
precedente, partiéndola por la mitad tras una trayectoria errática y beoda.
Yo me callo, porque no sé tanta historia, tanta filosofía,
tanta ciencia… De nuevo pierdo la cuenta de los nombres que oigo por primera
vez. De nuevo me avergüenzo ante ideas que jamás había escuchado, y que para
todos parecen elementales e imprescindibles. Otra vez tengo la sensación de que
me pierdo en los malabares, y de que pronto dejaré de saber en qué cubilete
está el garbanzo.
De vez en cuando el discurso se ilustra, se enriquece,
incluso se esencializa, en una anécdota sentimental, erótica… en una picardía,
en un episodio especialmente esclarecedor de la guerra de sexos. No sé cuándo
ha ocurrido, pero hace tiempo que es el amor, y no el mundo, lo que está siendo
arreglado. Y para sorpresa de cualquier posible testigo deslumbrado por la
solemnidad anterior, el ambiente se ha animado.
Yo no sonrío porque ahora me sienta más en mi salsa, ni
sonrío porque las anécdotas me hagan gracia, que no me la hacen demasiado, ni
sonrío porque las desprecie. En realidad no sonrío, sino que se me apodera una
risa floja que crece más rápido de lo que soy capaz de entenderla, incluso más
rápido de lo que tardan los otros en sentirse incómodos con ella e,
inevitablemente, en interpelarme.
-Israel es el público perfecto. Nadie aquí te ha reído el
chiste como él.
No hace falta más. Tengo que explicar algo que no sé, pero
que es, en realidad, tan obvio, que aparece escrito delante de mis ojos,
dejándo que me concentre en entonar con un poquito más de solemnidad de la que
me pide el cuerpo, pero un poquito menos de la que hace falta para que ellos
abandonen la desconfianza.
-Todos nos conocemos, y todos conocemos nuestras
especialidades. Todos sabemos de qué sabemos y de qué no sabemos. Por eso
hablamos de lo que sabemos y escuchamos de lo que saben los otros. Pero cuando
se trata de hablar de amor a nadie se le ocurre que pueda no saber. A nadie se
le ocurre que haya algo que escuchar o que eso pueda ser de lo que alguien, y
no él, sabe. No me digáis que no es gracioso.
No es que yo haya dejado de reírme, pero aun así el silencio
es doloroso. Es el dolor que se experimenta ante la mudez de un jurado. El
dolor que provoca ver que el jurado no es un jurado, sino un grupo de personas
enfrentadas a ti mediante su condición indiscutible e irrevocable de jurado. Eso
sí, para un borracho, como lo soy yo en este momento, es el dolor de la risa.
-Escuchemos – Irrumpe alguien. – Israel, experto en amor,
nos va a sacar de nuestra ignorancia con una de sus grandes lecciones.
Adelante, Israel. Habla.
La frase se abre paso en mi conciencia como por una autovía
despejada, siguiendo un camino que, para mi sorpresa, conoce perfectamente.
Esto ya pasó. Pero yo no era yo. Yo era ellos y en mi lugar estaba Sofía.
Escucho su voz como si sucediera ahora mismo. Quiero imitarla. Quiero sonar
exactamente igual que sonó ella.
-Lo que yo tenía que decir ya lo he dicho. Ahora ya te toca a ti estudiártelo.
Ha sido demasiada tensión. Rompo en una carcajada tan
descompuesta que apenas entiendo sus respuestas ni veo sus gestos torvos entre
las lágrimas. La fiesta se está desangrando a borbotones. Me la estoy cargando
yo y es seguro que debo pagar un castigo. Supongo que mañana me preocupará. Hoy
mi fantasía se dispara e imagino a mis compañeros dejándose llevar por la
humillación y descargando sobre mí una de esas palizas de película,
inesperadas, lógicas, y secretas para siempre. Imagino a la virilidad humillada
y aferrándose desesperadamente a lo último que sabe hacer, y a mí feminizado
bajo los golpes. Es tan delirante y tan real que la risa se mezcla con el
placer y mi cuerpo queda entregado a un paroxismo convulso, riente, y casi
silencioso. Me viene Sofía a la cabeza. Siento que cuanto peor acabe todo mejor
estoy entendiendo lo que quiso explicarme. Éste es el dibujo que ella me pidió
y esto es erotismo con y para ella.
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