lunes, 5 de septiembre de 2016

los padres del amor (experiencia erótica en primera persona)


Son las bastantes de la mañana y he quedado de resto inmarcesible en una fiesta casera. Sólo lo mejorcito y yo, en torno a la mesa de la que un día nacieron las copas y ahora parece habernos convocado para que le sean devueltas.

Todos borrachos, todos de izquierdas, todos grandes sabios. Todos hombres.

Los temas importantes afloran como en ningún otro momento de la noche. Ya no nos preguntamos cómo nos va, ni qué tal, ni contamos chistes. Ahora arreglamos el mundo sin una frase de tregua. Los algoritmos metafísicos se suceden como respuestas compensatorias al caos del mundo. Cada fórmula aporta una precisión sobre la anterior. Cada intervención resuelve una guedeja suelta que antes había escapado. Cada flecha da justo en el centro de la precedente, partiéndola por la mitad tras una trayectoria errática y beoda.

Yo me callo, porque no sé tanta historia, tanta filosofía, tanta ciencia… De nuevo pierdo la cuenta de los nombres que oigo por primera vez. De nuevo me avergüenzo ante ideas que jamás había escuchado, y que para todos parecen elementales e imprescindibles. Otra vez tengo la sensación de que me pierdo en los malabares, y de que pronto dejaré de saber en qué cubilete está el garbanzo.
De vez en cuando el discurso se ilustra, se enriquece, incluso se esencializa, en una anécdota sentimental, erótica… en una picardía, en un episodio especialmente esclarecedor de la guerra de sexos. No sé cuándo ha ocurrido, pero hace tiempo que es el amor, y no el mundo, lo que está siendo arreglado. Y para sorpresa de cualquier posible testigo deslumbrado por la solemnidad anterior, el ambiente se ha animado.
Yo no sonrío porque ahora me sienta más en mi salsa, ni sonrío porque las anécdotas me hagan gracia, que no me la hacen demasiado, ni sonrío porque las desprecie. En realidad no sonrío, sino que se me apodera una risa floja que crece más rápido de lo que soy capaz de entenderla, incluso más rápido de lo que tardan los otros en sentirse incómodos con ella e, inevitablemente, en interpelarme.

-Israel es el público perfecto. Nadie aquí te ha reído el chiste como él.

No hace falta más. Tengo que explicar algo que no sé, pero que es, en realidad, tan obvio, que aparece escrito delante de mis ojos, dejándo que me concentre en entonar con un poquito más de solemnidad de la que me pide el cuerpo, pero un poquito menos de la que hace falta para que ellos abandonen la desconfianza.

-Todos nos conocemos, y todos conocemos nuestras especialidades. Todos sabemos de qué sabemos y de qué no sabemos. Por eso hablamos de lo que sabemos y escuchamos de lo que saben los otros. Pero cuando se trata de hablar de amor a nadie se le ocurre que pueda no saber. A nadie se le ocurre que haya algo que escuchar o que eso pueda ser de lo que alguien, y no él, sabe. No me digáis que no es gracioso.

No es que yo haya dejado de reírme, pero aun así el silencio es doloroso. Es el dolor que se experimenta ante la mudez de un jurado. El dolor que provoca ver que el jurado no es un jurado, sino un grupo de personas enfrentadas a ti mediante su condición indiscutible e irrevocable de jurado. Eso sí, para un borracho, como lo soy yo en este momento, es el dolor de la risa.

-Escuchemos – Irrumpe alguien. – Israel, experto en amor, nos va a sacar de nuestra ignorancia con una de sus grandes lecciones. Adelante, Israel. Habla.

La frase se abre paso en mi conciencia como por una autovía despejada, siguiendo un camino que, para mi sorpresa, conoce perfectamente. Esto ya pasó. Pero yo no era yo. Yo era ellos y en mi lugar estaba Sofía. Escucho su voz como si sucediera ahora mismo. Quiero imitarla. Quiero sonar exactamente igual que sonó ella.

-Lo que yo tenía que decir ya lo he dicho. Ahora ya te toca a ti estudiártelo.
Ha sido demasiada tensión. Rompo en una carcajada tan descompuesta que apenas entiendo sus respuestas ni veo sus gestos torvos entre las lágrimas. La fiesta se está desangrando a borbotones. Me la estoy cargando yo y es seguro que debo pagar un castigo. Supongo que mañana me preocupará. Hoy mi fantasía se dispara e imagino a mis compañeros dejándose llevar por la humillación y descargando sobre mí una de esas palizas de película, inesperadas, lógicas, y secretas para siempre. Imagino a la virilidad humillada y aferrándose desesperadamente a lo último que sabe hacer, y a mí feminizado bajo los golpes. Es tan delirante y tan real que la risa se mezcla con el placer y mi cuerpo queda entregado a un paroxismo convulso, riente, y casi silencioso. Me viene Sofía a la cabeza. Siento que cuanto peor acabe todo mejor estoy entendiendo lo que quiso explicarme. Éste es el dibujo que ella me pidió y esto es erotismo con y para ella.




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