Espero hayan
disfrutado de la fineza.
Como se aprecia sin
sombra de ambigüedad, la canción no nos está contando otra cosa que una vulgar historia
de seducción. A golpe de arreglo perfecto, el videoclip desgrana los pocos
pasos de los que cuenta la seducción tipo que la canción representa: Te veo, te
elijo, te abordo, te resistes, te convenzo, te follo. Mientras tanto, Romeo se
dedica a engatusar con su vulnerable voz aniñada y su ajustado ensamblaje de
lugares comunes de donjuán, entre los que destacan la sacralidad del amor a
primera vista (que debe ser honrado con la entrega sexual decidida) y el
principio del carpe diem, regla sagrada de los espíritus libres que saben
agarrar las oportunidades al vuelo. El Rey se permite incluso apremiar un poco,
y recuerda a la afortunada que nada garantiza que, a pesar de su meloso
ofrecimiento, vaya a haber una segunda oportunidad. Ese punto extra de presión
sobre la paciente seducción tradicional es lo que representa el tema
ferroviario de la canción. Ese tren-pene está a punto de salir (después echará
montañas de humo, entrará en un túnel, saldrá del túnel… en fin, cada tópico
ocupa su lugar). El “All aboard!”, grito de revisor que da título a la obra y
que se oye de vez en cuando como un eco lejano, viene a significar “¡Follandito,
que es gerundio!”. El peligro de explicar las metáforas.…
Todo va ordenado y
bien. Primera estrofa para el flechazo. Una cierta anticipación en el estribillo.
En la segunda estrofa la seducción surte efecto y la plaza es conquistada.
Tanto la historia como la indignación del/a espectador/a siguen el proceso
previsible.
Y, entonces,
sucede.
Ante nuestros
asombrados ojos aparece un tiparraco canijo y vestido de fantoche que, desde su
dentadura grotescamente forrada de oro (o lo que sea eso) nos dedica una
sonrisa burlona y despectiva. Mientras, nos extasía describiéndonos el acto
sexual, culminación de la historia, de la forma más grosera, más asquerosa… más
real. Del gorro que lleva, de esa borla que desafía cualquier armonía, gusto,
estilo… de esa borla es difícil hablar, porque se diría que está expresamente
elegida para ofender a lxs espectadores; para dejar a nuestra dignidad en
estado de shock.
Si en ese momento
te dicen que a Romeo Santos se le ha colado un espontáneo, no ya en el vídeo,
sino en la propia ficción, chafándosela, jodiéndosela, arruinándosela… te lo
crees. Casi te quedas esperando a que el musculoso dominicano de Nueva York
agarre al gusarapo por el cuello al grito de “¡que me jodes el rollo!” y lo
estampe contra la vía.
Pero nada de eso pasa, claro. Muy al contrario, vemos a Romeo dar esos cabezacitos de
asentimiento con que en el hip hop se refuerzan las afirmaciones versadas del
cantante de turno, y que parecen decirle “¡Lo estás clavando, tío!”. Se trata,
vamos poco a poco aceptando, de una “colaboración”, y habría que entenderla
como un momento privilegiado de la obra que aporta valor a la producción. Una
especie de regalo para lxs consumidores.
Pero, ¿qué sentido
tiene buscar como colaborador a un aguafiestas?
Ésa es la clave: El
sentido.
Porque en un cierto
“sentido”, Lil Wayne está cargándose la faena de su amiguete cachas, es verdad.
Pero si las dos partes de un antagonismo aparecen del mismo lado, entonces es
que tenemos que buscar en otro sitio al antagonismo verdadero. Y este segundo
antagonismo, más allá del amoroso, por fin, es el de género. Lo que Wayne nos
ofrece es la faceta con la que se completa al narrador. Wayne y Romeo son el
mismo, claro, pero ante distintas audiencias. Romeo habla a la mujer a la que
busca seducir. Wayne lo hace a la comunidad masculina, a la fratría frente a la
que se reivindica como triunfador. Romeo es el trabajador; Wayne el gestor, el
agente, el que realiza el valor de cambio de la captura en el mercado para la
que ésta se efectúa: La verdad profunda de la conquista de Romeo.
Ahora se puede
entender de qué va eso de poner a Gollum a adornar una historia de amor. El
rapero nos ilustra con claridad que todo lo que ha hecho la “primera voz” es
sólo una puesta en escena, y que para llevarla a cabo hace falta que subyazca
un depredador. Esta “segunda voz” actúa, habría que decir “en apariencia”, como
un inconsciente hablante. En apariencia, insisto, porque seguimos dentro de un
producto cultural conscientemente construido. Este falso inconsciente es el
verdadero “yo” desde el que se teje la historia. De ahí su triunfalismo, su
descaro, tan contrastantes con la continua cara de cordero degollado del
victimista Romeo, que se autoelabora como un sujeto pasivo ante la fuerza del
amor.
“En apariencia”,
vuelvo a insistir, para llegar a la última conclusión lógica, teniendo en
cuenta que el principal destinatario y consumidor del tema son las mujeres. La
única explicación posible de que a ellas se les expongan abiertamente las dos
versiones y que éstas aparezcan sin un atisbo de autocrítica, sino, antes al
contrario, como firme propuesta de construcción de roles de género, es que en
dicha construcción se da un paso difícil de contemplar sin escándalo: Ellas no
están siendo sólo engañadas por el discurso amoroso patriarcal, que les augura
una seducción con final feliz y amor eterno, sino que están siendo
disciplinadas en su condición neomachista y neorromántica de objeto de consumo
para usar y tirar. Tienen que saberlo, para que no pongan demasiados problemas,
y tienen que aceptarlo y sentirse satisfechas, porque ése debe ser su papel.
Apenas hemos oído
los últimos ecos de la amorosa, galante, traicioneramente súbdita voz de Romeo
cuando ya su otro yo, el de después de follar (¡aquí el de antes de follar!)
está diciendo “si te subes a este tren, baja en tu parada”.
Vamos, que me la
chupes y te pires.
Amor mío.
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