Ya iba siendo hora
de que la música popular, y su inmenso y a la vez muy específico poder
ideológico, ocupara su espacio en este blog. A través de la música popular el
enaltecimiento del amor y el patriarcado martillea ininterrumpidamente nuestra
conciencia y nuestras emociones a través de artefactos cuyo desmantelamiento no
siempre es fácil. Estos artefactos, a su vez, nos ofrecen claves privilegiadas
para la comprensión de ese mismo amor y ese mismo patriarcado que ayudan a
conservar y remozar.
Para inaugurar la
presencia de la música popular en “contra el amor” he elegido un fenómeno, o un
ejemplo de un fenómeno, que me resulta tan espectacular como siniestro.
Intentaré plasmar ambas propiedades con la intensidad con la que me impactan a
mí.
Habrá oportunidad
de hablar sobre las razones por las que la música popular recibe una crítica
tan desproporcionadamente tibia por parte del feminismo y, más aún, por parte
de la sociedad. Que la selección al azar de un disco, pertenezca al género al
que pertenezca, conlleve una alta probabilidad de ser incompatible con las
gafas violetas, es cosa sabida. Pero que se establezca una referencia de
exigencias mínimas, como hace el test de Bechdel con la narración audiovisual,
o que se divulgue el análisis de obras concretas a partir de una referencia
común del estilo del mencionado test, ése ya es otro cantar.
A través de la
música popular tragamos espuertas de machismo con una docilidad ejemplar.
La música latina de
baile social es, sin embargo, de las pocas (¿junto con El Fary?) que han
recibido algún toque de advertencia. Es muy probable que no lo merezcan más de
lo que lo hace el rock más machirulo que forma parte de nuestra sagrada
tradición occidental anglosajona (desde los Stones a AC/DC, temas de los que en
muchas ocasiones sólo se salvan los acordes), pero a cualquiera que haya
dedicado un rato a sus letras o a sus vídeos no se le escapará que se lo han
ganado a pulso, casi hasta el nivel de la provocación.
No voy a abundar
aquí en la crítica al reguetón, género que hasta ahora ha sido el centro de la
conflictividad, despectivo y cosificador hasta el hastío. Me desplazaré al que
cabría esperar que fuera su opuesto, romántico, caballeroso y seductor por
excelencia. Hablo de la inefable bachata.
Por razón de
espacio dejaré a un lado mayores consideraciones sobre quién es Romeo Santos y
la significación de su figura para la música latina y su expansión por el mundo
entero, así como su influencia en la música considerada (im)propiamente
occidental. Sólo diré que quien subestime esa significación comete un miserable
error que le impedirá valorar su importancia ideológica real.
Aunque el eje
indiscutible de la carrera de The King (que así se hace llamar, en eso no se
diferencia de sus colegas, la mayoría con sobrenombres no muy sobrados de
modestia) ha sido la bachata, sus estratégicas incursiones en géneros
colindantes le han permitido ampliar su ámbito de repercusión.
Así, ante la
emergencia de la kizomba, nuevo género romántico en el mundo del baile latino
(la kizomba, paradójicamente, es de origen angoleño, y su novedad es sólo en
cuanto a su difusión a través del canal de la música latina, pues sus inicios
se remontan a los años 70), Santos ofreció a sus admiradorxs la posibilidad de
adscribirse a la nueva tendencia sin tener que abandonar a su admirado bachatero.
Aquí dejo cuatro minutos para uso y disfrute, tanto de la canción como del
vídeo, ambos sin gota de desperdicio. Eso sí, hacedle caso a él, y atended a la
letra.
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