El mundo de la diversidad sexual está de enhorabuena. Al
prolijo abanico de orientaciones, filias y parafilias que vamos añadiendo al
catálogo de lo visibilizado se ha sumado recientemente la asexualidad. Las
autoridades en tolerancia se han apresurado ya a darle la bienvenida,
ofreciéndole, incluso, un lugar en la cada vez más extensa sigla, LGTBetc… ,
donde todas ellas ocupan un mismo e igualitario lugar.
Lxs asexuales han dado, por lo tanto, el primer paso para su
correcta y completa integración sociosexual, y su trabajo consiste ahora en
seguir organizándose, dándose a conocer, y en contribuir, con ello, a su
absoluta normalización. El ideal es que la asexualidad acabe siendo vista y
entendida como una forma de sexualidad más. Este proceso y esta aspiración son
expresadas con frecuencia mediante la siguiente y ya clásica fórmula: “Antes
pensaba que tenía un problema. Ahora he comprendido que no me pasa nada;
simplemente soy x (asexual, en este caso).”
Lo único en común que tiene cada instancia de “lo diverso”
es su equivalencia moral. Este principio, que parece fácilmente rebatible, es
sin embargo el rector contemporáneo en el reconocimiento a las alternativas
sexuales. El pantano de la legitimación moral de la diversidad, que se
convierte por extensión en el de la igualación de los significados de cada manifestación
de esa diversidad (todo el sexo es idéntico en el fondo y tiene las mismas
causas y finalidades) daría para muchos textos propios. Si queremos centrarnos
en la asexualidad habrá que alejarse de él o, al menos, vadearlo. El mejor
camino que se me ocurre para pasarlo sin perderlo de vista es una
particularidad con la que esta nueva tendencia nos sorprende: La cuantitativa.
Las cifras de asexuales detectadxs o presuntxs por quienes
las han estudiado oscilan entre un 1 y un 3% de la población, de donde quiera
que ésta sea. Se trata de una proporción singularmente alta para constituir un
descubrimiento tan reciente. ¿Dónde habían estado lxs asexuales hasta ahora? Y,
más importante: ¿En qué medida se les había confinado allí? Se diría, por pura
deducción, que estamos ante otro caso de represión de una orientación sexual.
Pero no ante un caso cualquiera, sino ante uno que afectaría, sólo en España, a
medio millón de personas. Y nosotrxs sin enterarnos.
Pero la biología acude, como casi siempre, en el auxilio de
nuestra mala conciencia: La asexualidad está también presente en el
comportamiento animal, en el que se ha observado un porcentaje coincidente con
el de la especie humana. La asexualidad animal se define como la ausencia de
manifestaciones de deseo sexual y, hechas las oportunas matizaciones que
nuestra especie, por dignidad, exige (hay quienes tienen algo de deseo, aunque
muy poco; hay quienes sólo desean a un determinado número reducidísimo de
personas; hay quienes experimentan deseo, pero sólo hacia sí mismos; y un
infinito etc…), se podría decir que la asexualidad humana no es más que una
continuidad en el proceso evolutivo.
Como vemos, la asexualidad no sólo es otra alternativa sexual
más (biológicamente acreditada), sino que además presenta la ventaja de ser
fácilmente gestionable porque, estrictamente hablando, nada necesita para ser
satisfecha, ya que nada desea. Lxs asexuales “humanxs”, como lxs otrxs, no eran
conocidxs, entre otras cosas, porque su orientación no pide pan. Desde la
perspectiva de la integración social estamos ante ese caso: El chollo. Como
cuando nos enseñaban la tabla de multiplicar y nos decían “si se multiplica por
0, da igual el número, el resultado siempre es 0”. Entrañable, el 0: el único
que nunca da problemas. Recuerda a esa inmensa parte de la población que nunca
se plantearía siquiera comprarse un yate, así que no hay que plantearse tampoco
el repartir con ellxs los que ya existen.
Pero otro hecho viene a despertarnos de este sueño de paz
social con lxs simpáticxs asexuales.
Citaba aquí
Alba Rico un documental que yo no he visto, pero que no necesito ver para creer
en la magnitud de lo que expone. Se decía en él, por lo visto, que en el Japón
actual un 70% de la población no mantiene ningún tipo de relación sexual con
otras personas.
El 70%.
Creo sinceramente que habría que hacer el ejercicio de
probar a llamar “asexuales” a este 70%, sólo por ver a qué conclusiones nos
lleva. Sólo por ver si nos estalla la cabeza.
Si el 70% de la población de algún sitio, no importa cuál,
se mantiene al margen de ese superproducto del merchandising contemporáneo, de
ese alfa y omega del consumismo, que es el sexo; si un porcentaje tan inmenso deja
fuera una mercancía que no sólo se presenta como todo bondad hasta en los
intersticios más replegados de la comunicación social, sino que dispone de una
infraestructura que la naturaleza ha universalizado más de lo que cualquier
sociedad de consumo puede llegar a hacer jamás (siempre ha habido más gente sin
pan que sin genitales), entonces es que ese producto, digámoslo claramente, y
que me desmienta cualquier publicista, es una auténtica mierda.
Y que nadie me diga que el sexo mueve montañas. El deseo lo
hace, sin duda. Pero no hablamos del sexo con el que la gente fantasea y por el
que se deja la piel con la que pretendía disfrutar de él. Hablamos del que
obtiene. De ese que aborrece hasta tal punto que abandona definitivamente por
él, no sólo a él, sino a las fantasías mismas.
Si dejamos la biología donde le corresponde, tendremos que
establecer un vínculo entre el 1% de asexuales y el 70% de personas que no
practican sexo (en Japón. Cuidado con hacer el estudio aquí, no nos llevemos un
susto) que vaya más allá de la adjudicación de una nueva etiqueta o franja en
la colorida bandera de la diversidad.
Si no queremos apelar, al estilo de Rajoy, al civismo de “la
mayoría silenciosa” asexual, que demostraría con su asexualidad no activista
que ésta les resulta satisfactoria, tendremos que reconocer lo que desde el
primer momento parece una evidencia ensordecerdora: La asexualidad visibilizada
es sólo una representación, aún insignificante, de la asexualidad verdadera en
nuestra sociedad; del rechazo mayoritario de nuestra sociedad a tener
relaciones sexuales tal y como nuestra sociedad las ofrece.
Como esto ya me va quedando largo dejaré sólo apuntadas dos
razones a cual más golosa para que este rechazo general al sexo esté, hoy y
aquí, teniendo lugar.
-La primera la mencionaba Amelia Valcárcel en una de sus imprescindibles
intervenciones en la XII Escuela Feminista Rosario Acuña a finales del pasado
Junio. Venía a decir, reforzando el testimonio de otra ponente, que cada vez se
encontraba más casos de chicas que necesitaban plantearse el lesbianismo como
modo de mantener alguna forma de sexualidad que no las sometiera a las humillantes
y traumáticas experiencias a las que los hombres estábamos cada vez más
educados a someterlas. Estas mujeres, normalmente con formación feminista,
habían descubierto que las relaciones con los hombres, tal y como nosotros las
llevamos a cabo, son sistemáticamente degradantes, y se vuelven intolerables
para quien se ha puesto las tan necesarias gafas violetas. No puedo estar más
de acuerdo. ¿Cuánta resistencia a ser degradadas se oculta tras lo que los
hombres solemos llamar “puritanismo”? Pues habría que decir que, en teoría, y
si el feminismo consigue seguir progresando en su expansión como sería
deseable, cada vez más.
-De la segunda he hablado aquí mil veces. El sistema
amor-sexo se ofrece como parte indispensable del entramado capitalista y
arrastra su jerarquización competitiva, produciendo, bajo una inmensa masa de
desfavorecidos en condiciones límite de superviviencia, otra aún mayor de
marginados sexuales que, como no necesitan el sexo para mantenerse con vida,
aceptan de buena gana dejar de luchar en una liga en la que cada enfrentamiento
es una derrota por goleada.
Por eso, entre otras cosas, la asexualidad no es la más
amable de las orientaciones sexuales, sino uno de los más sangrante síntomas de
la injusticia de nuestra cultura sexual. Nuestra tarea es no permitir que, ahora
que empieza a visibilizarse, sea confinada a la ruin, aséptica e insonorizada
jaula zoológica que le ofrece la cultura de la diversidad (“pasado el recinto
de los espectaculares trans, la jaula de las feroces lesbianas, y el espacio en
el que los amigables gays pueden correr en semilibertad, allí, en su ciénaga
natural, amontonadxs e inactivxs, una manada de grises asexuales. No se
molesten en darles de comer, porque su reacción es inapreciable y decepcionante”).
La emergencia de la asexualidad es un puñetazo en la cara de
la monogamia heteronormativa, pero no sólo de ella. La asexualidad tampoco
encuentra su sitio en el tedioso catálogo de alternativas que a aquélla se
ofrecen desde los supuestos márgenes del sistema. Esta “abstención”, como la
otra, presenta al sistema la paradoja indigerible de su rechazo pasivo y
masivo. Y, como la otra, sólo en una pequeña proporción adquiere conciencia y
se reivindica como opción significante. Pero su significado no es, y no puede
ser, la libre no participación. Canalizar la asexualidad hacia la libre
elección de la insignificancia es usurpar su voz para decir, en su nombre, que
quien no tiene lo que yo tengo y quiero es porque no lo quiere como yo. Es, por
antonomasia, la negación de la desigualdad mediante el encierro de los
desiguales en una jaula insonorizada.
Así que, bienvenida la asexualidad. Pero una asexualidad valiente,
reivindicativa, descarada, peleona y, por qué no, revolucionaria.
Lxs asexuales parten de una ventaja moral e intelectual, y
es que contemplan la posibilidad de renunciar a follar. Frente a la gran
mayoría de lxs activistas de las sexualidades alternativas y diversas, para
quienes, en demasiadas ocasiones, primero es follar y después vienen los
principios, un auténtico superpoder.
1 comentario:
¿Por qué no quiero tener relaciones sexuales?:
http://elpais.com/elpais/2015/10/12/ciencia/1444662630_695793.html
“Ni siquiera me acuerdo de que el sexo existe”:
http://elpais.com/elpais/2015/02/17/buenavida/1424186745_415697.html
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