No sé
si algunx de vosotrxs se habrá topado ya con este concepto, si ha alcanzado una
enorme difusión y es la alternativa de moda, o si me llega a mí porque,
lógicamente, tengo una propensión algo más alta de lo normal a enterarme de
estas cosas.
El caso
es que cuando me lo encontré en algún artículo de algún sitio que, de rebote en
rebote, había dejado un reflejo en mi muro de Facebook, me produjo la
aprehensión que os podéis imaginar.
Reid
de la crisis de narcisismo, tenéis todo el derecho. Pero también había alguna
razón para la preocupación desinteresada. Convencido como estoy de que la
agamia no es ni un matiz sobre un modelo anterior, ni una transición a un modelo
futuro para llegar al cual la agamia deberá ser matizada, sino que se trata de
una alternativa con entidad propia que establece una diferencia sustancial con
todos los modelos anteriores (la ausencia de gamos) y que, de alcanzar algún desarrollo, será a partir de
matices sobre sus principios sustanciales, y no de la sustitución de los
mismos; convencido de todo eso, me parecía preocupante para la eficacia del
concepto que empezaran a surgir variantes sexosentimentales que aprovecharan el
mismo lexema. Si la cultura de los modelos de relación se puebla de ambigamias,
contragamias, pregamias y heterogamias, aunque nada de esto afecte al sentido
de la agamia, sí afectará a su legibilidad. Una ventaja comunicativa del
término, a día de hoy, es que es el poliamor el que sigue derivando nombres y
formando una sopa de letras de la que la agamia, de momento, permanece al
margen.
Una vez
hojeado el tema, la conclusión es que hablar de ambigamia en un blog sobre
agamia es tan pertinente como hablar de cualquier forma etnológicamente exótica
de matrimonio. El tema es el mismo, pero la diferencia es radical y, de hecho,
la ambigamia forma parte de la oleada reactiva que el sistema del amor produce
como defensa frente a las consecuencias en tromba de su crisis, mediante la
estrategia adaptativa de aparentar la generosa entrega del terreno perdido de
facto.
La
teoría, más bien una terapia, del “especialista en teoría evolutiva”, o
“evolutionary epistemoligist” (sic.), Jeremy Sherman, es una concesión a la
realidad de la vivencia del amor, es decir, a la constatación ineludible de su
imposibilidad y su condición de fraude premeditado.
Así, la
ambigamia (la verdad es que el término suena bien, promete) no hace referencia
a ningún tipo de ambigüedad entre relaciones, es decir, a la posible
alternancia o indefinición entre varias relaciones gámicas, a una especie de
estado intermedio entre lo gámico y lo no gámico (ahora revivo mi angustia) que
proyectara a los individuos, además, fuera de la ambigua pareja generando otras
ambigüedades a su alrededor. No estaría mal esa idea, a decir verdad.
Pero no
es eso lo que propone su creador (de hecho, en el artículo que ha sido matriz
de su reproducción viral empieza desligándose de la bigamia con tanto pavor
como yo he desligado la ambigamia de la agamia: “¡¡¡suenan parecido pero no
tienen nada que ver!!!”). Esta gamia es “ambi” porque sustituye los principios
ideales de la filosofía del amor por dialécticas que los convierten en soportables
sin destruirlos. En lugar del principio amoroso de la fidelidad, Sherman
propone la dialéctica “amar-dejar ir”; en lugar del establecimiento del
proyecto reproductivo (lo que la filosofía del amor suele llamar “compromiso”)
se nos propone alternar entre la “libertad” y la “voluntad”. Y, así, se nos va
aligerando la carga ideal a lo largo de seis pares que son otros tantos ensanchamientos
de la jaula amorosa.
En
realidad, la ambigamia no consiste más que en aceptar la contradicción entre
las exigencias ideales del amor y las posibilidades de su aplicación material.
Dicha contradicción, sin embargo, no llega a resolverse; sólo se enuncia y, con
ello, se admite. Es un paso, pero el habitual en una ideología problemática y
en regresión: admitiendo un cierto margen de tolerancia en el cumplimiento de
los preceptos, gano tiempo con respecto a la espantada de fieles. Esta escaramuza
del subsistema del amor se entiende mejor en el marco de una guerra ideológica
en la que alternará la tolerancia con las tentativas de vuelta al rigorismo.
Como buen dictador, el amor nos da lo que no puede evitar darnos, procurará que
olvidemos que lo hemos logrado nosotros y, al menos descuido, nos lo arrebatará
de nuevo.
La
ambigamia puede considerarse progresiva en el ámbito de las libertades, pero
regresiva en el de la conciencia, pues su reforma esquiva el peligroso escollo
de la crítica radical al amor. Dado que no sabemos cuántas de estas estrategias
pueden ser suficientes para que el amor supere el actual periodo crítico y
construya un nuevo modelo hegemónico con el que oprimirnos de forma renovada,
es importante no admitir soluciones de conveniencia.
Tras la
paradoja como principio, tras la condición “ambi”, suele esconderse la
concesión mutua, la admisión de dos intereses contrapuestos: el del ciudadano,
que necesita un modelo de relaciones vivible, y el del sistema, que necesita
someterlo a la disciplina de la explotación reproductiva.
Uno de
esos intereses es ilegítimo, y la solución “ambi” suele ser indicio de que la
ilegimitidad no ha sido erradicada.
Dada la
poca originalidad de la propuesta, la crítica a la ambigamia nos sirve más como
un ejercicio de reflexión que como una verdadera práctica activista. En
realidad, su momento de gloria en las redes sociales españolas se ha saldado
con una victoria pírrica: ahora la ambigamia no es tan desconocida, pero habría
que ver la cara de Sherman al comprobar que todos los artículos aparecen
ilustrados con fotos de tríos. En el paso del texto a la imagen, la ambigamia
se ha convertido en su némesis: la bigamia. Premonitorio.
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