¿Qué
tiene que suceder para que el ser humano reconozca la existencia del otro como
ser también humano?
¿Qué le
hace descubrir en el otro una conciencia como la suya y, por ello, actuar en
función de esa igualdad?
O,
invirtiendo la pregunta: ¿Hasta dónde puede el ser humano llevar la negación de
la condición humana allí donde ésta se hace evidente?
Čapek
sólo responde, en realidad, a esta última pregunta: hasta que el reconocimiento
se impone por la fuerza.
Según
la pesimista visión del escritor checo, el ser humano está especialmente dotado
para anteponer su interés a su empatía o, dicho de otro modo, para utilizar su
empatía sólo cuando ésta ofrece la ventaja de hacer aumentar el poder.
Si esto
es así, debemos pensar que nosotros mismos, orgullosos habitantes del s XXI,
estamos negando la condición humana a todo aquél colectivo que no haya
encontrado el poder para imponérnosla. Se nos abre, por lo tanto, un inmenso
trabajo de identificación y comprensión de lo humano en aquellos espacios,
precisamente, en que ningún interés particular nos hace ir a buscarlo.
La
mujer es, tal vez, el paradigma de esos colectivos, presente en toda nuestra
historia como evidentemente igual y, a pesar de ello, carente de ese
reconocimiento, aún hoy, salvo cuando su poder o el interés del hombre ha
logrado imponerlos.
Pero
conformarnos con “mujer” como otredad a identificar es negligir la oportunidad,
precisamente, de incorporar la más inclusiva categoría de “otro”. La clase
genera a ese otro, sobre todo la superclase producida por las fronteras
económicas. Hoy día, África está habitada por “salamandras” cuya muerte
sistemática trataremos un día con la hipócrita indignación con la que nosotros
tratamos la esclavitud americana del XIX. En los ancianos que potencialmente contenemos,
es decir, en nuestro mismo futuro, en nosotros, fragmentados por el tiempo, somos
capaces de establecer esa misma otredad. E incluso el género masculino es
simplificado como el otro opresor de un modo que permite su deshumanización
instrumental.
El ser
humano lo es, y el no reconocerlo como tal constituye una confusión de
identidad, es decir, un recurso humorístico clásico que La Guerra de las
Salamandras utiliza con una inteligencia deslumbrante, ofreciéndonos, en cada
carcajada, la oportunidad de recordar, no lo que somos, sino en lo que nos
convertimos al no reconocer lo que son los demás.
Lo más
frecuente es desaprovechar esta prodigiosa oportunidad.
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