Esta moral en continuo derrumbe
que construye el amor, cuyo horizonte es el crecimiento del algoritmo
“subjetivo” hasta la “relativización” completa de la moral, hasta la ocupación
completa del espacio moral por las normas personales nacidas de la biografía
adaptativa del individuo, carece de sostén ético alguno.
Puede afirmarse que en el amor no hay más ética, es decir, más
distinción entre el bien y el mal según principios que el individuo pueda
entender y valorar, que la simple adaptación creciente a las necesidades
sexosentimentales del individuo mismo. En el crecimiento de la ira crítica
frente a las traiciones del amor, el individuo se individualiza, se disocia
moralmente de los restantes miembros de la sociedad, para aprender a reconocer
y ocultar sus exigencias. Descubre así que la moral del amor adquiere
coherencia sólo en el individualismo radical, es decir, allí donde el bien y el
mal empiezan y acaban en el apetito de la misma conciencia que juzga.
Descubrir la coherencia
subyacente a la ética contradictoria del amor es sustituir los principios
contradictorios por el deseo subjetivo, por la “subjetividad” y el
“relativismo” completos, para encontrarse con que, una vez realizada dicha sustitución,
los principios contradictorios adquieren sentido conjunto. Su abandono como
principios rectores de la vida colectiva los grana de sentido porque aporta el
único principio que ellos no reconocen: la moral del amor no es la moral de una
convivencia, sino del enfrentamiento de unos contra otros en pos de la satisfacción
del apetito sexosentimental.
Tras la regla del “todos contra
todos” deben necesariamente ocultarse
condiciones generadoras de ventajas que determinen una dinámica de
explotación. El “todos contra todos” sólo puede ser un juego de cartas marcadas
donde la victoria caiga siempre del mismo lado. El otro lado de la ética
poética del amor es la explotación capitalista y patriarcal. El amor es
presentado por el sistema como el ámbito donde logramos escapar del sistema,
donde los principios rectores del sistema son abandonados a favor de una utopía
moral en la que no sólo merece la pena refugiarse cuando el sistema nos concede
una tregua, sino en el que merece la pena creer como alternativa sobre la que
construir la oposición al mismo. Sin embargo, construir el sistema del amor es
avanzar en el desvelamiento del sistema explotador que se pretende estar
abandonando. El otro lado del sistema es el sistema mismo, dándonos la espalda.
Mediante los principios
contradictorios que nos condenan al relativismo, el sistema nos discapacita
paulatinamente para toda armonía social. A medida que ocultamos las
adaptaciones personales de la moral del amor tras el telón de la subjetividad;
a medida que acumulamos elecciones en favor del interés propio a costa de los
principios que parecía proteger el interés común, y que lo hacemos legitimados
por el relativismo amoroso; a medida que el amor nos descubre que su búsqueda
es la búsqueda del interés personal, y que el amor es amor por el objeto de
deseo propio; a medida que todo esto sucede, nos desligamos de nuestro
compromiso con el bien común, de nuestra conciencia de colectividad, de nuestra
condición de seres sociales. En el retraimiento de nuestra dedicación, del bien
común al deseo individual, éste empieza a adquirir relieve. La auténtica
ciencia del amor se convierte en descubrir las características de lo deseado.
Saber de amor es, en última instancia, saber qué se quiere y, una vez
“descubierto”, lanzarse a lograrlo con todos los medios que la amoralidad pone
a nuestra disposición. Si hacemos un
balance de nuestro entorno descubriremos con frecuencia que son las personas que
más aman (junto con aquellas que menos lo hacen), quienes exhiben un egoísmo
más fraguado.
Es curioso que lo deseado deba
ser descubierto. Se diría que si algo se desea con tanta fuerza como para que
merezca la pena poner en ello todo el esfuerzo, incluso a costa de la eliminación
definitiva de la moral, que si un deseo resulta tan perturbador y obsesionante,
al menos en la mayoría de las ocasiones debería presentar un objeto evidente.
Sin embargo, el apetito omnipotente
sacado a la luz por la amoralidad del amor desea con fuerza, o al menos con
perturbación, pero no con claridad. El apetito omnipotente no reacciona a su proclamación con la
expresión de un deseo, sino con la manifestación de una angustia. Esta
angustia es conducida de manera nada
espontánea hacia la determinación de un objeto de deseo del que se esperará que
sea su satisfacción.
Ante la necesidad de conformar un
deseo por el que pronunciarse de manera determinante, el apetito se vuelve aún
más permeable a la influencia externa. En su condición de rey absoluto de las
facultades del individuo, a cuyo servicio quedan todas una vez que la moral ha
sido extinguida, el apetito se convierte en aprendiz desesperado de la escuela
más reputada que encuentre a su disposición. El rey busca un maestro, un
consejero, alguien en quien declinar su poder y sus decisiones hasta que él sea
capaz de tomarlas desde la madurez, desde la asimilación del conocimiento que
dicho maestro imbuirá en él. Así, el individuo amoralizado por el amor, en la
exacerbación de su condición de individuo amoroso, vuelve su entera mirada
hacia la propaganda del sistema y le entrega, desnuda, desprotegida y
desesperada, su capacidad de desear. El sistema, cuyo aparente mensaje
autodescriptivo es “debo conseguir convencerte de que desees lo que te ofrezco”
recibe, gracias a la culminación del trabajo de amoralización inoculado por la
moral del amor, un mensaje, no sólo mucho más poderoso que el que el sistema
emite al individuo, sino capaz de reaccionar con dicho mensaje para multiplicar
su efecto como una enzima nuclear. El individuo busca a la voz autoritaria y
prestigiosa de la propaganda del sistema y le inquiere: “¡Dime qué debo desear!”
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