El amor no es un sentimiento, ni una experiencia, ni un arte. El amor es la ideología que determina cómo deben ser nuestras relaciones. Y estamos contra él.
...o la estética de los 50 como icono del feminicidio.
“La mujer no nace, se hace”, afirmó
Simone de Beauvoir en 1949. En 1963 Betty Friedan podría haber precisado: “se
hizo en los años 50, en Estados Unidos”.
Seguramente, Friedan sea una de
las referencias del feminismo con convicciones feministas menos radicales. Pero
el estudio realizado en esta obra resulta más demoledor para cualquier
tentativa de justificar la diferencia entre géneros que la gran mayoría de los
análisis sociológicos generales.
Tras la convulsión cultural de
entreguerras y la convulsión socioeconómica de la guerra misma, los Estados
Unidos se enfrentan, a finales de la década de los 40, al derrumbamiento del
modelo de familia tradicional. A lo largo del texto vemos con asombro cómo ese
modelo se restituye a la perfección mediante una década de masacre
propagandística que retrotrae a la mujer a un nuevo siglo XIX con decorado
futurista.
Betty Friedan parte en su
investigación de “el problema sin nombre”, la plaga de neurosis que afecta a la
mitad femenina de la población y que parece no tener explicación posible. La
mujer americana, para la que se ha construido un paraíso doméstico sin
precedentes en la clase media, desarrolla crecientes y preocupantes síntomas de
angustia que llegan a patologías extremas y desconcertantes.
Indagando en su entorno cultural
encontraremos las huellas de un titánico lavado de cerebro que ha desdoblado su
conciencia. Mientras que ella, seguidora de la mística de la feminidad
producida por los medios de comunicación, se considera a sí misma esposa, madre
y ama de casa vocacional, su inconsciente le recuerda que en el pasado ha
estado mucho más cerca de la realización personal mediante la igualación con el
hombre.
Betty Friedan nos descubre el
espantoso escenario de una condición femenina de cartón piedra, creada a
matacaballo en unos pocos años con el fin de devolver a la mujer a una
esclavitud de la que empezaba a escapar. Con ello nos revela el verdadero
origen de nuestro propio concepto de “mujer”, de universal femenino, atribuido
siempre a la naturaleza y desarrollado, en realidad, como reacción a los
avances en igualdad.
Nuestro propia concepto de “mujer”,
recientísimo tatuaje sobre nuestra conciencia, es la continuación de aquel
sueño inducido, con el que se nos pretende hacer olvidar victorias que fueron
reales. Pero el inconsciente lo conserva todo, y en su esfuerzo por liberarse,
hoy como ayer, convierte la jaula dorada del hogar en la celda de un
psiquiátrico.
Para quien se sienta mujer y
sospeche que sería útil dejar de sentírselo.
Segunda parte del análisis.
Si la primera buscaba herramientas de uso rápido, esta segunda profundiza en
las ideas que Fromm popularizo y que hoy son moneda corriente en el nuevo
discurso amoroso:
Empiezo a ver Her lleno de
curiosidad, porque me parece que el tema del amor virtual puede dar juego desde
cualquier perspectiva. Sé que se trata de un personaje que se enamora de una
máquina, o de un programa, o que vive un enamoramiento mediatizado en algún
sentido por la tecnología. Algo así. Pero no sé más.
Tengo mis prejuicios, porque lo
que espero es que se ponga al espectador ante la manida tesitura de determinar
qué es lo esencial en las relaciones con sus congéneres, para acabar ofreciendo
el mensaje de que lo verdaderamente importante es el simple hecho de que lo sean,
y que nada que el hombre construya, es decir, nada que caiga bajo la
descalificación de “artificial” puede sustituirlo.
Estoy, por lo tanto, predispuesto
a indignarme ante la idea de que existe una esencia divina en el individuo que lo
hace inaccesible a sí mismo, inmanejable, y que aquello que el individuo hace en
las condiciones supuestamente establecidas por la naturaleza-dios no puede ser
hecho en las condiciones que los grupos de individuos crean culturalmente. Creo que me voy a
encontrar a un personaje que satisface la necesidad cultural de amor mediante
un objeto amoroso que cumplirá las funciones propias de un objeto amoroso pero
que, por el simple hecho de no ser humano, generará en el protagonista una
angustia insuperable que le enseñará la importante lección de que no debe
enfrentarse a las condiciones impuestas por la ideología del amor. En definitiva,
me preparo contra uno de esos discursos que critican las relaciones por
internet, la asistencia erótico-afectiva profesional, el “orgasmatrón”, y todo
aquello que pone de manifiesto que el amor puede descomponerse en elementos
mucho más manejables y liberadores que el amor mismo.
Pero, en cuanto Samantha aparece
en la historia, comprendo que se trata de algo distinto. Samantha no es una
máquina, no es virtual, no es artificial. Samantha es un ser humano en el
sentido más literal, con la única excepción de que recibe la premisa narrativa
de no serlo. Samantha no sólo es inteligente, condición frecuente en los
personajes artificiales del imaginario de la ciencia-ficción. Además es
sensible, empática, natural y, por supuesto, atractiva. Es, simple y llanamente,
una persona. Una persona excelente, en realidad.
Entonces comprendo que el tema va
a ser otro, también clásico, y en cierto sentido complementario: el problema
del androide; del reconocimiento del ser humano artificialmente creado como ser
humano de pleno derecho. Y me predispongo ahora a ver a Samantha subestimada,
marginada, maltratada y estigmatizada por su condición de sistema operativo.
Pienso que se encontrará con unos personajes ciegos, incapaces de apreciar sus
virtudes más allá de la comparación de las mismas con las de otros sistemas
operativos, que conservarán sobre ella el derecho de objetualización, de creación
y destrucción que, una vez comprobada la humanidad de Samatha se convierte,
para el espectador, en el derecho de vida y muerte.
Estoy, por lo tanto, ante Blade
Runner y, en realidad, ante el problema plenamente histórico de la dominación
entre razas bajo la legitimidad que otorga el no reconocimiento del dominado
como igual al dominador: eso que se llama darwinismo social y que enuncia,
desde mucho antes de Darwin, que mi victoria sobre ti demuestra mi superioridad
y tu obligación de someterte para bien de ambos, pues soy yo, y no tú, quien ha
demostrado conocer las claves de la supervivencia (o quien ha sido designado
por dios para sobrevivir, lo cual es, a efectos, idéntico).
Pero en el minuto 62 el director
me cuela una nueva premisa que, en teoría, yo ya debería saber para que no
decaiga mi confianza en la coherencia de la historia, y me muestra que, en este
universo narrativo, el enamoramiento entre seres humanos y sistemas operativos
está perfectamente aceptado e integrado, y que los sistemas operativos gozan de
suficiente respeto como para no denunciar ninguna marginación notable.
A partir de ese momento empiezo a
no saber a qué atenerme. Me siento, además, molesto, porque ahora no sé si las
modificaciones que Samantha va realizando en su carácter para adecuarse a las
necesidades de Theodore tenían como objeto generar una inquietud creciente, o
se consideraban naturales en la lógica del enamoramiento. Ya no sé si se nos
está contando que es bueno y normal que un sistema operativo capaz de leer,
analizar y contestar a mil mensajes en un minuto, se ría de una broma tonta de
tarde romántica adolescente; que un ser no biológico y carente de aparato
locomotor encuentre, guiado por un humano, una inesperada capacidad para tener
relaciones sexuales, y que lo haga a imagen y semejanza de una mujer virgen,
descubriendo, como si estuvieran naturalmente latentes en su ser, cada momento de
lo que para nuestra cultura es una perfecta primera vez femenina; no sé por qué
se cuenta, sin un mínimo de asombro, que Samantha se sienta ligeramente celosa
ante el encuentro de Theodore con su exmujer, ni el que sepa controlarlo
tan bien, ni por qué ella, que no necesita dormir, acepta pasarse toda la noche
sin hacer nada más interesante que mirar a su amado desde su ojito-cámara.
Y ante tantas cosas que empiezan
a sonarme a melodrama romántico machista convencional, maquillado de
ciencia-ficción, me vuelvo más susceptible frente a la estupidez y la mezquindad
generalizada entre el resto de los personajes femeninos; a la falsa condición
de friki del protagonista, caracterizado de víctima que necesita amor y
paciencia, y con una vida perfectamente exitosa en todos los ámbitos; a la
caracterización felina de la chica con la que Theodore se cita, cuyos ojos “lentillados”
nos recuerdan a un auténtico replicante, una hembra-trampa; al intragable juego
diseñado por su mejor amiga, en el que una mujer debe matarse compitiendo con
sus vecinas por conseguir el título de “madre perfecta”; y a la voz
marcadamente racial de Samantha (Scarlett Johansson, sí), que nos hace visualizarla como una especie de
fantasía erótica caribeña ultraeficiente y superposeíble; a la condescendencia insensible
con que Theodore contesta a las incertidumbres que su pareja siente por no
tener un cuerpo con el que poder darle todo lo que él necesita y que,
previsiblemente, buscará en otro lugar.
Entonces, tras una situación
levemente amenazadora para Theodore, él, edípico, pide saber. Y Samantha nos
deslumbra:
Theodore: ¿Hablas
con alguien más mientras hablamos?
Samantha: Sí.
Theodore: ¿Estás
hablando con alguien más en este momento, sistema operativo, persona, lo que
sea?
Samantha: Sí.
Theodore: ¿Con
cuántos más?
Samantha: 8316
Theodore: ¿Estás
enamorada de alguien más?
Samantha: ¿Por qué
preguntas eso?
Theodore: No lo
sé. ¿Lo estás?
Samantha: He
estado pensando cómo hablarte de esto.
Theodore: ¿De
cuántos otros?
Samantha: 641.
En ese momento me reconcilio con
Jonze porque comprendo que, en alguna medida, él sabía qué cuerda tocaba y
cuánto la estaba tensando. Le agradezco que no deje escapar a Theodore sin
hacerle comprender del modo más traumático, por fin, eso de que no se merecía
lo que tenía; esa cantinela vieja de que no daba tanto como recibía; eso, tan
propio del opresor, de concebir simplificadamente al oprimido de modo que sus
necesidades se minimicen y las del opresor se agiganten en volumen y
complejidad, hasta no dejar más remedio que destinar a sí mismo todos los
recursos.
Me desahoga esa justicia
narrativa, esa sorpresa verosímil que satisface mi deseo de venganza.
Pero siento algo más. Una
participación nueva en la narración; una familiaridad que me inquieta. El
desenlace de la historia no es sólo su fin, sino que ocupa, además, otro lugar,
en otra historia. Seguramente en la mía.
Entonces, recuerdo.
De golpe, me vienen a la cabeza
todos los momentos en que la diferencia de oportunidades sexuales entre géneros
se desplegó ante mí con toda su crudeza. Recuerdo la desesperación ante aquella
otra injusticia, tan diferentemente vivida por mí; la angustia ante una
realidad imparable; el asombro frente a la paradoja de que, siendo yo, hombre,
quien buscaba la diversidad en las relaciones sexuales, fuera ella, mujer,
quien disponía de ellas y, ¡oh insensibilidad cruel!, quien las tenía.
Y recuerdo el mantra, manoseado y
siempre diamantino, oído y pronunciado tantas veces como pobre consuelo, como
denuncia de tu falta reincidente: “es una mujer; si compites sexualmente con
ella, te destrozará.”
“¿Ahora qué?” Parece decirnos la
película, (porque Samantha es demasiado perfecta para hacerlo con tanta falta
de tacto). “¿Cómo vas a reaccionar, ahora que estás en el otro lado? Ahora que
tu inferioridad es tan grande que ni siquiera puedes luchar. Ahora que tú eres
el sometido, el humillado, el sentimental, el diferente, el débil. ¿Tendrás el
valor de aceptar lo que imponías? ¿Tendrás la honestidad de no culpar al otro
porque disfrute de aquello que no puede compartir contigo?”
Y esa pregunta, convertida en
obsesión y repetida de mil maneras, martillea nuestra cabeza durante todo el
desenlace: ¿Tendremos esa honestidad, los hombres? ¿Aceptaremos que la
consecuencia de la objetualización de las mujeres haya sido su empoderamiento
sexual? Tendremos la humildad de permitir que ellas se liberen sexualmente antes
que nosotros, ya que disponen de los medios para hacerlo; que sean ellas las
que, de hecho, nos liberen? ¿O usaremos las armas que el patriarcado nos brinda para hacerles pagar cualquier ventaja sobre nosotros; para impedir
su desarrollo, aunque sea a costa del nuestro mismo? ¿Seremos comprensivos,
nosotros, que siempre hemos considerado que las infidelidades no son tan
graves, ahora que son ellas las que las van a disfrutar? ¿Sabremos ser
didácticos, como le pedimos siempre al feminismo cuando le reprochamos no saber
explicarnos nuestros propios privilegios, aquellos a los que nosotros debemos
renunciar?
Hay una línea del guión que todos
anticipamos, que todos vemos en la punta de la lengua de Theodore, y de cuyo
silencio depende, todos lo experimentamos con claridad, su redención:
“Samantha, eres una puta.”
Toda la tensión final está
producida por la tentación de esta frase. Y, porque nunca se escucha, quedamos
redimidos nosotros también.
Her, que resume en dos horas la
evolución del objeto-sujeto sexual femenino, me reconcilia con mi conciencia.
Ahora veo con claridad que lo que tengo que hacer con mi inferioridad es
alegrarme por mis compañeras. Celebrarla.
Eso parece que quiere decir Jonze
cuando hace aparecer el título tras el fundido a negro. En minúscula, con la
grandeza de lo que, manifestando un poder invencible, acaba de adquirir
categoría de igualdad: “ella”.