Aparece en los medios de
comunicación la encuesta
sobre violencia de género en la Unión Europea. Un tercio de las mujeres de
la unión han sido víctimas, en al menos una ocasión, de este tipo de violencia.
Más, seguramente, porque el desglose por países da como sospechoso resultado
que son las sociedades supuestamente más concienciadas aquellas donde la
violencia es más frecuente. Es decir que, seguramente, la falta de concienciación
de los restantes está ocultando gran parte de los casos. Más aún, sin duda,
porque siempre hay que contar con un porcentaje de mujeres que prefiere ocultar
estas experiencias a los encuestadores.
Los medios de comunicación
manifiestan su indignación. ¿Cómo es posible que perviva esta lacra? ¿Cómo
puede mantenerse, pese a las innumerables campañas que ellos albergan, a los
programas donde se trata el problema, a las opiniones reprobatorias que emiten,
al desprecio que proyectan sobre la figura del maltratador? Hay que seguir,
afirman unánimemente. El trabajo no está terminado. Las mujeres lo merecen. No
se las puede abandonar. Aunque sean necesarios mil años de lucha.
Pero los índices no sólo no
descienden, sino que incluso repuntan. Hay más violencia que hace un año. ¿Qué
se está haciendo mal? Los medios manifiestan su disposición positiva hacia
cualquier mejora. Que no sea por ellos. Que no se diga que pudieron hacer algo y
no lo hicieron. Que no haya una sola víctima cuya responsabilidad caiga sobre
sus espaldas.
En el programa La Ventana (podcast
del 5 de marzo, franja de 16:00 a 17:00), de la Cadena Ser, todos los
participantes habituales de la tertulia están consternados. Insisten en que no
se puede tolerar, en que es una vergüenza para nuestra sociedad, en que es
comparable a la mayor de nuestras lacras, cualquiera que ésta sea. Como las
cifras son tozudas, la frustración de los contertulios, que se ven obligados a
abordar el problema día tras día, muerte tras muerte, va en aumento. Algunos
utilizan palabras gruesas, cuya función es no dejar sombra de duda sobre el contenido
de su mensaje. Mejor arriesgarse a saltarse la etiqueta que a transmitir la más
mínima condescendencia hacia los maltratadores. Llega el oyente a temer ser uno
de los violentos y encontrarse por accidente en el estudio, con ese Iturriaga
de 1,96, cada vez más amenazador, manifestando con gallardía su oposición a la
revisión de los teléfonos de las parejas, o el más pequeño pero robusto Francino, quien
compensa los menores tamaño y preparación del tema con una actitud más desafiante.
El oyente participa de la
frustración de los profesionales de los medios, y empieza a mirar a su
alrededor preguntándose qué debe cambiar. Mira su mundo, mira las
instituciones, mira la radio, se mira a sí mismo. Entonces entra en antena la
representante de una asociación que organiza talleres contra la violencia de
género. Una profesora: la autoridad última. El periodismo de investigación pone
ante el auditorio información de primera mano. La invitada confirma los datos,
la preocupación, la indignación, y refuerza el ánimo necesario para seguir en
la lucha. Su tono es compungido pero amigable. No podemos dejar de experimentar
la seguridad que nos transmite estar por fin en las manos que disponen de la
solución.
Los tertulianos se sienten presos
del ardor de la conversación y quieren saber qué está fallando y, sobre todo,
qué más pueden hacer ellos. La profesora los tranquiliza. Lo que ellos hacen
está bien. Es fundamental dar difusión al problema, y es fundamental apoyar a
asociaciones como la suya, que debe vivir de la caridad y las subvenciones
oficiales. Y estas fuentes sólo manan cuando la asociación tiene repercusión
mediática. “Normalmente tenemos que inventarnos la financiación. Que me
invitéis hoy aquí”, viene a decir, “es casi garantía de que recibiremos más
dinero. Los organismos oficiales se mueven así; es triste, pero es verdad.
Hacéis una gran labor. Seguid así”.
Lo tertulianos, algo sorprendidos
por la revelación, no tardan un momento en solidarizarse con la invitada, y con
el deshonroso papel comercial que el estado de las cosas le obliga a desempeñar
en bien de la defensa de las mujeres. La agresividad que palpitaba en la
transmisión se apaga ante la satisfacción de saber que, en la medida de sus
posibilidades, todos los presentes han cumplido con su deber. Se ha creado una
atmósfera mágica, como si, por un momento, se hubiera lanzado un conjuro sobre
el estudio que garantizara la expulsión de todo resquicio de violencia de
género.
El círculo, por lo tanto, ha sido
completado.
Ahora ya sabemos que la Cadena
Ser es un espacio de seguridad frente a la violencia de género, pues la
absoluta predisposición de los participantes ha sido sancionada por una autoridad de primer
nivel. Y esta sanción se contagia por toda la cadena, ya que la profesora no ha
elogiado la actitud de unos tertulianos expresamente invitados para hablar del
tema, sino de los tertulianos de plantilla, los que mañana opinarán sobre Sanidad
y pasado presentarán la gala de los Óscar. Es decir, que la política de
selección de personal de la Cadena Ser parece garantista con la lucha que nos
ocupa, lo cual no viene sino a ratificar nuestra previa confianza en esta
cadena que es, como todos sabemos, la nuestra, la que responde a nuestros
ideales, que son los correctos y que se equivocan, sí, como la propia cadena se
equivocará en mil cosas, pero que no por ello dejan de ser, con diferencia, el
referente más adecuado.
El círculo se ha cerrado, y es
firme como un eslabón de acero.
Recordemos que estos tertulianos
han hablado de absoluta intolerancia frente al maltrato. A juzgar por la
cordialidad con la que se relacionan con otros tertulianos de otros programas
de la misma cadena, y de cadenas de televisión afines, y de periódicos, e
incluso de medios no tan afines, sólo podemos entender que la programación de
la Cadena Ser al completo está limpia de cualquier cosa que un profesional de
la lucha contra la violencia de género considere contraproducente.
Podemos, por lo tanto, bajar
nuestras defensas. Ahora sabemos que no habrá nada malo cuando intercalen
publicidad de productos que fomenten la dominación patriarcal, o cuando nos
bombardeen con comentarios que refuercen los roles de género, o cuando se
alimente el culto al cuerpo como objeto sexual, o cuando se propongan el amor y
la pareja como solución universal a los problemas personales y sociales. Ahora
sabemos que sus sentimientos son sanos, que podemos empatizar con ellos, que
vamos bien encaminados si compartimos sus motivaciones y si deseamos lo que a
ellos les parece deseable. Ahora sabemos que el valor de las opiniones y los
actos no depende de la formación, ya que ninguno de ellos ha leído a Simone de
Beauvoir, sino de una sensatez especial, automática para quien sabe dar en el
clavo e imposible para quien porfía por encontrar la verdad. Ahora sabemos que
la razón por la que cobran mucho más que nosotros, aunque se refieran a sí
mismos como a uno más de nosotros, es porque ellos son capaces de proponer una
socialización igualitaria, y nosotros necesitamos que ellos nos den su ejemplo.
Ahora sabemos quiénes son ese tercio que no sufre violencia de género, y quiénes
somos los dos tercios que la producimos. Ahora sabemos que el aumento de la
violencia de género es un problema controlado, porque a ellos, al final de cada
programa, cuando están a punto de retomar su vida personal, se los ve
tranquilos.
Se ha cerrado el círculo, y nos
ha atrapado en un lugar aún más humillante que su opresivo interior: en su
contorno, cíclico e infinito.
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