Tengo poco que
hacer, y aún así lo dejo todo pendiente, porque he descubierto el placer de
regodearme en las estupideces que no cometo. Apenas se me ofrece cosa alguna
que me lleve a alguna parte, y menos aún las obligaciones, las cuales me dejan,
más que todo lo demás, bien quieto en mi sitio.
Así, me dedico más
bien a dejar que hagan otros, en la convicción de que, de no ocuparme yo de
esta tarea, quedaría por todos olvidada. He de decir que me muestro en mi
oficio tan ineficaz como cualquiera, pues si inacabable es el trasiego que
observo en torno mío, no menos prolongado es mi reposo, que además entiendo
siempre inconcluso y pendiente de ser retomado a la menor oportunidad.
Y de entre las cosas
que presencio, soy especialmente aficionado a las conversaciones, pues tienen
en común con mi labor que, acabada ésta, no queda de ella huella que diga “aquí
se coció un guisante”.
No hace mucho,
dejando morir la tarde en y con un café, tuve la suerte de que tomaran asiento
casi a mi lado tres individuos a las que pude catalogar como un hombre
monógamo, una mujer poliamorosa, y alguien que comulgaba con los principios de
la agamia y que, a mi escasa pericia, no me pareció que se visibilizara como
perteneciente a género alguno, conocido, inventado, o pendiente de invención.
Consideré valioso el logro de éste último, y sólo me preocupó que dejarse el género
por el camino le hubiera conllevado algún esfuerzo.
Descubierta, como
digo, su condición, me apresuré a aplicar la oreja, y enseguida el lápiz,
porque surgió en mí el inesperado deseo de hacer públicos sus pareceres sin
atenerme en lo más mínimo al respeto de la privacidad.
Según mis notas, fue
el monógamo quien arrancó, en términos parecidos a estos:
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