Así, el corazón parece demasiado tonto para llegar a conclusiones tan efectivas. ¿Quién le está pasando constantemente chuletas?
Está claro que debe ser un
pensamiento. Y está claro que es un pensamiento hábil, porque es capaz de
vencer al pensamiento consciente con frecuencia. Además, es un pensamiento
generalizado. La última pista que nos conduce definitivamente al criminal es
que se trata de un pensamiento castrante.
No cabe duda: El corazón piensa
mediante las consignas de la propaganda sistémica.
Aquí intuimos renacer de sus
cenizas al mundo de la autoayuda y la inteligencia emocional para dummies,
ahora producto de algo más que una simple moda. Pero, si sólo fuera ésta su vía
de divulgación, no estaríamos ante una verdadera estructura propagandística.
Toda nuestra cultura está impregnada de violencia simbólica contra el
pensamiento. Apenas merece la pena esbozar un recorrido, porque lo encontramos
allí donde miremos, y se lo oiremos decir a cualquier ficción con la que se
esté construyendo nuestra realidad. Vivimos en la cultura del “no pienses,
siente”.
El despliegue propagandístico en
contra de nuestra capacidad para razonar tiene ya una implantación social que
le confiere un notable automatismo. La sabiduría popular se ha plagado de
aforismos dignos de ser recordados por todo aquel a quien el uso de su razón
conduzca a una de sus característicos callejones sin salida. Nunca nos faltará,
no ya una película, un anuncio o un presentador de telediario, sino un buen
amigo que se siente con nosotros a escuchar nuestros problemas y nos acabe
diciendo “piensas demasiado”. Si se implica lo bastante, pasará inmediatamente
a ofrecernos una colección de claves que nos ayudará a pensar menos, a resolver
nuestro problema mediante un mecanismo netamente distinto y superior. Esa
intuición no pensativa, ese sabia flexibilidad, ese humilde “dejar ser” es,
simple y llanamente, la devolución de nuestra capacidad de decidir a la clase
capitalista.
Este sistema mediante el que
debemos dejar hablar al alma apetitiva, mediante el que el alma apetitiva debe,
a decir verdad, actuar sin intermediario, se simplifica a nuestros oídos
mediante la inversión de la jerarquía razón-emoción. La emoción debe saltar por
encima del pensamiento y dominarlo; ordenarlo mediante su condición de verdad
superior. Cuando el pensamiento no coincide con la emoción, el pensamiento se
equivoca. Una vez que hemos logrado esta inversión de modo consistente; una vez
que la emoción adquiere el poder sobre la última palabra en la conciencia del
individuo, ésta queda perfectamente conectada con el ordenador central del
sistema. El sistema no sólo tiene una notable capacidad para confeccionar
nuestros deseos y, a partir de ellos, nuestra completa disposición emocional.
Además, identifica al alma apetitiva como su aliado natural; su infiltrado en
la conciencia.
En este entramado ideológico, la
joya de la corona es el subsistema del amor. El amor es la destilación de esta
filosofía, su expresión más amplia, perfecta y desacomplejada. Es además, por
supuesto, su aplicación más necesaria para el sistema. Cuando el resto falla,
cuando la “alternativa” intuicionista, en realidad simplemente apetitiva,
empieza a fallar repetidamente, cuando empieza a dar muestras de no ofrecer
mejores resultados que la desprestigiada razón, el sistema nos recuerda que
todo cobrará sentido con el broche final del amor, que requerirá, eso sí, de un
último, radical y definitivo acto de fe en los propios deseos. Si queremos
alcanzar el triunfo y la felicidad debemos terminar de cruzar el umbral de la
confianza; descubrir en nuestro interior el apetito máximo, aquél que
identifica a un solo individuo con el objeto de consumo que saciará el hambre
de la vida entera, y lanzarnos sobre su posesión desgarrándonos definitivamente
de las restricciones con las que el sentido común nos anuncia el desastre. Una
vez rotos tantos lazos con la apuesta por la razón, la inversión es demasiado
grande como para abandonar ya nunca el empeño por rentabilizarla.
La agamia promulga la restitución
consciente de la jerarquía razón-emoción, especialmente en el santuario del
alma apetitiva que es el mundo del amor.
Dejaremos de “pensar con el
corazón” porque pensar con el corazón es tan imposible como bombear sangre con
el cerebro. Dejaremos de atribuir al corazón atributo caracterológico alguno, y
recuperaremos la representación mental de las emociones para el sistema
nervioso. Este sistema nervioso integrado, y no necesariamente contradictorio,
dispone de un regulador general con una capacidad no infalible, pero
privilegiada, para distinguir la verdad de la mentira: la conciencia. El
pensamiento consciente es la cúspide de las facultades intelectuales, y ése
debe ser su lugar. Nótese que no estoy diciendo más que lo que hemos sabido
siempre, lo que de manera espontánea tendemos a pensar, y lo que la propaganda
ideológica nos incita perseverantemente a dejar de lado.
Negándose empecinadamente a quitarse sus gafas de sol, Ezra Furman da forma al que puede ser un símbolo eficaz de la rebeldía contra el corazón.
Su vídeo, marciano y a contracorriente, es la perfecta ilustración de este inspiradísimo tema.
Recuperada la razón, la
inconsistencia de las máximas de comportamiento del amor quedará al descubierto
lo suficientemente pronto como para que el individuo pueda construir sus
relaciones en un plazo proporcional a la duración de su vida. El amor nos conduce
a equivocaciones tan duraderas y tan repetidas que llegamos sólo al
descreimiento cuando es demasiado tarde, o cuando el amor nos dice, él mismo,
que se nos ha hecho demasiado tarde y ya no merece la pena fijarse en nosotros;
cuando ya hemos dejado de ser una referencia, cuando ya “no estamos en el
mercado”.
La recuperación de la razón como
instancia judicativa última es condición necesaria, y producirá de por sí la
recuperación de la ética para el amor, de la cual ha estado siempre exento. Se
disolverá la contradicción entre los artificialmente ennoblecidos deseos
espontáneos del corazón y las acciones justas, que debían ser decididas hasta
ahora a través del voto de calidad del amor.
Asimismo, la articulación del
deseo amoroso y sexual, expresado mayoritariamente mediante el valor de la
belleza, se volverá también accesible al juicio crítico, a la contradicción, al
análisis de su origen y, por supuesto, a su reconsideración, a su
replanteamiento, al acceso a un concepto diferente de belleza, produciendo
bellezas diferentes, más funcionales y socializadoras.
En dicha reconsideración, todas
las definiciones clásicas de género propio y deseado, así como de patrón de
pareja adecuado, son también puestas en tela de juicio.
La propia práctica sexual es
devuelta a la libertad mediante la capacidad de juzgar y elegir en función del
juicio. Se libera así de las significaciones culturales ancestrales que han
determinado su papel, se mira a sí misma y se responsabiliza de su noción y
práctica emancipadas, transformándose de sexualidad en erotismo.
La restitución de la razón al
nivel jerárquico máximo en el ámbito de las relaciones es el movimiento
revolucionario que derrumba todo su entramado ideológico. Porque el sistema
socioeconómico es irracional necesita de un subsistema compensatorio que actúe
en el ámbito de la vida privada. Porque este subsistema debe ser aún más
irracional, su desarrollo ideológico principal debe ser un ataque furioso
contra el papel de la razón. Si este ataque fracasa, el subsistema se resquebraja
y, con él, la pieza clave con la que se completa el puzle
socioeconómico.
Contra
el “no pienses, siente” del amor, la agamia dice “piensa lo que sientes”.
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