No salgo de mi asombro al comprobar día a día que la superviral campaña de Wren no genera la más mínima controversia.
A priori, se diría que tiene todos los ingredientes para que el feminismo plante sobre él una lente violeta de máxima graduación: mostrar descarnadamente un hecho clave de la relación entre géneros, verse obligado a otorgar un papel porcentual a la diversidad, presentarse como un producto altamente persuasivo, y disimular su condición de estrategia publicitaria con tal éxito que ha logrado difundirse por la red bajo la presunción de que se trata de una creación artística o un experimento psicológico.
Pero, o la inspección feminista no ha descubierto nada especialmente reprobable, o, por razones que merece la pena descubrir, no le ha dedicado atención.
Y el caso es que sus pecados patriarcales son auténticamente de bulto.
En primer lugar, es notorio que, bajo un muy convencional barniz de diversidad física, los veinte participantes reproducen los estándares de belleza bajo cuyo peso la publicidad y, junto con ella, todo medio visual e, indirectamente, también auditivo, nos aplasta a todos, pero especialmente a las mujeres. Esta misma tolerancia a la diversidad políticamente correcta se aplica a la formación de las parejas, cuyo número de diez permite camuflar sin demasiadas molestias la necesaria cuota homosexual que, quizás sólo por casualidad, manifiesta un leve matiz de inadaptación.
Pero lo que debería haber desatado una fulminante campaña de detracción es la reproducción tradicionalísima de los roles de género entre los miembros de cada contacto sexual. Imposible detallar exhaustivamente todos los elementos formales e interpretativos que encarnan (y refuerzan, gracias, precisamente, a pasar desapercibidos) estos roles. Valga recordar que siete de las ocho parejas heterosexuales están situadas de modo que el hombre aparece a la izquierda, es decir, en el lugar visual de comienzo de lectura, o, por decirlo con más claridad, donde el espectador identifica de forma espontánea al protagonista (en la pareja en que se invierte este orden, la diferencia de altura es tan grande que, de trocar sus posiciones, el avance de la acción, de izquierda a derecha, habría generado una sensación de caída cuya connotación depresiva resultaría contraproducente para el efecto del anuncio). La mayoría de las mujeres se muestran inseguras (madres), defensivas (monjas) o exageradamente desinhibidas (putas), mientras que los hombres, normalmente, adoptan la actitud fría y contenida del cazador que, en este caso, está seguro de cobrarse la pieza. Cada beso será la historia de una derrota de la mujer a manos del hombre, tanto si ella parece una persona fuerte y segura (la mujer de la melena larga y rizada, que reconocerá, ruborizada, que se ha entregado más de lo que pretendía), como si parte de una situación de ventaja (la actriz que se supone acostumbrada a besar fingiendo y que, sin embargo, se ve desarmada por el ardor de su compañero), o como si parte de una predisposición a la entrega (la romántica, única chica situada a la izquierda, y cuya mirada es, desde el principio, un ruego amoroso).
¿Por qué nadie ha dicho que la chica más lanzada, la rubia del pelo recogido, está auto-objetualizada con su indumentaria, encarnando así el estereotipo de mujer fácil? ¿Por qué no ha escamado a nadie que el fotograma seleccionado para representar al vídeo sea el del momento en el que la mujer de la primera pareja se muestra completamente encogida por el rubor, mientras su compañero la mira desde la prepotencia de un Lorenzo Lamas? Y, sobre todo, ¿por qué nadie ha denunciado que el guión en sí es una concesión a la fantasía masculina, mucho más que a la femenina, y que su traslado a la vida real puede invitar a comportamientos que rayen con el acoso?
Está claro: porque la música es preciosa. Todo, en realidad, es tan bonito, que habría que ser un aguafiestas para venir a amargarlo. El conjunto es tan redondo, tan acabado, tan amable, que estamos dispuestos a hacer la vista gorda aunque quizás sea un poquitín, sólo un poquitín, tal vez, no lo sé, tendría que mirarlo, pero tampoco hay que pensarlo todo, qué aburrimiento sería entonces la vida, sexista.
¿Tan fáciles somos? ¿Tan superficiales? ¿Tan corruptos? Bueno, mostrémonos generosos con nuestra conciencia: lo que pasa es que han usado contra nuestras gafas violetas algo mucho más fuerte que ellas; les han lanzado el arma de destrucción masiva que el sistema tiene diseñada contra la guerra de guerrillas del feminismo: nos han contado una historia de amor.
Junto a todos los elementos que articulan el subtexto sexista de la pieza, conviven, en una corriente paralela, pero más profunda, los que la convierten en un discurso romántico.
A simple vista apreciamos que el número de diez es sospechosamente redondo. Con poco que nos pongamos en la piel de los creadores, veremos que viene impuesto por dos condiciones. La primera es la necesidad de simular espontaneidad, es decir, de ocultar el hecho de que se han grabado decenas, quizás centenares de besos, de los que se han seleccionado sólo aquellos susceptibles en convertirse en un relato amoroso. Si nos dijeran “estos son los diez mejores besos de un conjunto de cien” el supuesto experimento invertiría su tesis: de demostrar que los besos son reivindicables, infalibles generadores de armonía cuya escasez debe ser combatida casi indiscriminadamente, pasaría a recordarnos que son, ante todo, campo de batalla donde se dirime la relación de poder entre una mujer y un hombre. Un número no redondo, por su parte, habría revelado que se trata de una selección, de lo único salvable.
En segundo lugar, el exceso de personajes (la presentación de veinte personajes en minuto y medio que dura la primera parte del vídeo se opone, por excesiva, a cualquier criterio de eficiencia narrativa) viene forzado por el vacío de la historia que representan. Sólo disponiendo de un número muy alto de encuentros, cuya variedad formal compensa la homogeneidad del contenido, se puede dar a la historia del beso la entidad necesaria para hacerla parecer interesante, densa, elíptica. Nos quedamos con la sensación de haber visto una parte de cada una de las diez historias pero, si nos paramos a pensarlo, descubriremos como muy probable que no hubiera más que ver. Como en los stands de ropa, el atractivo de una camiseta se debe al efecto producido por el conjunto de todas las otras camisetas junto a las que se encuentra, lo cual es un reclamo fraudulento, pues, cuando nosotros la usemos, la separaremos de dicho conjunto, devolviéndola a su vulgaridad real.
La historia está contada en tres partes, la central de las cuales puede considerarse a su vez formada por otras tres, lo que da un total de cinco. Es normal contar las historias, contarlo todo, en un determinado número de actos; no se trata en sí de un recurso capcioso. Pero qué contengan éstos, cómo se haya troceado el contenido, es determinante en la formación de su significado.
En nuestra historia, el primer acto sirve para que los dos personajes tomen contacto, el segundo para besarse y el tercero para observar las consecuencias. Es decir que, si bien el centro de la acción es el beso, y eso nos anuncia la presentación del vídeo, el objetivo de la misma, el desenlace, no lo es (podría haberlo sido, como tantas veces en el cine clásico). A lo que la historia nos conduce es a esa especie de aparente escena extra, pero que constituye el verdadero desenlace, formado por las reacciones al beso. ¿Y qué es eso tan importante que contienen las reacciones? Pues la madre del cordero: el nacimiento de un amor. Apenas se puede decir de pareja alguna que no nos quede la sensación de que lo que Wren ha unido no lo va a separar el fundido a negro.
He aquí, por fin, el mensaje profundo del vídeo. El beso conduce al amor, a la formación de pareja, al gamos, de forma espontánea, como queda demostrado científicamente por observación directa y experimental. Lejos de ser un acto de liberación sexual o una forma de extender el buen rollo por el mundo, el beso es un acto mágico que contiene la semilla del amor. Si penetramos en el segundo acto para analizar su subdivisión, descubrimos algo sorprendente en su primera parte, constituida por la aproximación que, lejos de ser espontánea, propia de dos personas que han aceptado realizar un acto intrascendente para un vídeo por el que seguramente han sido pagados, que durará unos segundos y que, como dice el compañero de la actriz “ya se habrá realizado muchas veces”; lejos de esta disposición, decía, consciente y responsable que debería conducir a un acto directo, las parejas se encuentran con el problema de “romper el hielo”. La ruptura del hielo, momento clave en esta narración, cargará el acto inocente del beso de significado amoroso. El beso dejará de ser un beso descontextualizado, libre, y se convertirá en un beso cultural. Su contenido es más fuerte que la situación, que no consigue arrebatarle la carga gámica. El amor triunfa sobre la voluntad del artista, para regocijo suyo, e impone su aparición allí donde su hijo, el beso, se ha hecho materia. Esta transformación se pone especialmente de manifiesto en la pareja de mujeres, en la que una de ellas pide a la otra mirarse antes durante un momento. Esa mirada servirá para realizar el enamoramiento express que hará posible el beso. Ya que el beso no puede dejar de significar amor, la única manera de realizarlo es enamorarse antes.
Descubierto esto, huelga decir que en la segunda parte del segundo acto, en la que muestra la plenitud del beso, la cosa se va de las manos para todos y por todas partes, porque ha dejado de tratarse de un beso entre desconocidos para convertirse en un beso de amor, y que la tercera, la separación, es siempre una trágica despedida entre dos amantes cuya historia ha sido creada por Wren y debe ahora concluir para siempre. Aquí vemos ahora perfectamente la necesidad de la escena extra, verdadero desenlace y moraleja: cuando el amor surge, algo queda. Dos personas que se han besado están marcadas para siempre por ese beso, puesto que el beso, antesala del sexo y confirmación mutua de la aceptación del mismo, es un acto sagrado.
Por todo ello, el feminismo es ciego al verdadero contenido de este vídeo y, como a él, al de todos los que acompañan al sexismo con el discurso amoroso. Porque en la medida en que satisfaga mis aspiraciones, un cierto sexismo, una cierta injusticia ejercida sobre mí mismo es tolerable. Porque he aprendido que la voz que habla a mi corazón es más importante que la que habla a mi conciencia. Porque la mayoría del feminismo sigue sin comprender que el amor es, en sí y de por sí, un sistema sexista de chantaje individual, y no un compañero de viaje circunstancial del patriarcado. Porque, demasiadas veces, el feminismo se conforma con el feminismo ideal, es decir, el pronunciamiento a favor de la igualdad, y olvida el feminismo material, que es la aplicación de esa idea a cada una de las realidades que conforman nuestra vida, y que nos incluye a todos. A TODOS, por más feministas que nos consideremos. En un mundo patriarcal, machistas, en diverso grado, somos todos, desde D. H. Lawrence hasta Simone de Beauvoir, desde Alberto Ruiz-Gallardón hasta Amelia Valcárcel, desde el criminal de género hasta la activista de Femen.
No lo olvidemos: Wren es una marca de ropa para mujeres. Comprar Wren es comprar amor.
El gráfico piramidal mediante el que se pretenden representar las raíces socioculturales de la violencia de género, cuya cúspide son los asesinatos y cuya base son los micromachismos, debe profundizar una planta más, superando las manifestaciones sintomáticas del patriarcado para llegar al nivel de sus cimientos. Y en ellos, junto con la discriminación salarial y el libre discurso mediático y publicitario, debe aparecer el amor en toda su extensión, en su trono dorado.
1 comentario:
el caso es que el efecto es irresistible. Yo me emocioné. Confieso que con veinte años lo flipé con El Paciente Inglés por lo que puedo autoinculparme por poseer antecedentes. Me pregunto dónde reside la fuerza de esa ideología, es decir, si la ilusión que me hace proyectar la campaña viendo esas escenas del 'tú eres la persona que mediante mi amor has cambiado mi vida' como narración conmovedora, como vivencia transformadora, es una construcción... es una ilusión tan potente que incluso arrastra a pensadoras como J. Butler o B. Preciado... aunque siempre nos desdigamos una vez el desengaño asome Lo que me pregunto es: ¿es únicamente el patriacado? Ese dualismo ¿de dónde arranca? Y el caso es que una vez fuera de esa situación emocional local nos reconocemos ajenos a ella y comprobamos su condición de ilusión... pero cuando caes funciona.
El rollo es para mí es ese: es una construcción con fines propagandísticos que funciona, es una narración que cuando se construye apropiadamente arrasa, es una construcción en la que personas no sospechosas de patriarcales se han visto protagonistas.
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