Descubriremos el verdadero valor de cada una de estas experiencias cuando dejemos de follar con los ojos. A este descubrimiento acompañará la liberación con respecto a los patrones mediáticos de belleza inútil.
Pero un mundo descubierto al tacto será un mundo completamente nuevo...
Debemos entender que difícilmente alcanzaremos una paleta de primarios eróticos (valga el paralelismo cromático, ya que el fenómeno del color es, al menos según se conoce, irreductible a componentes del todo primarios) que conviertan el erotismo en una mecánica del placer sensual y, menos aún, del significado a través de dicho placer. Nuestro objetivo no será la reducción hasta lo irreductible, sino hasta lo manejable. Eliminadas las grandes placas de significado, y ejercitada la conciencia en descubrir las relaciones significantes, nos encontraremos en el terreno de un erotismo libre y consciente, es decir, el de una práctica erótica técnica y ética.
Aceptando, por tanto, las limitaciones del modelo explicativo simplificado que persigue encontrar los elementos básicos del erotismo (las experiencias sensuales objetivamente placenteras), adelantamos una conclusión que se revela de sentido común y, sin embargo, resulta ya radicalmente transgresora. El placer erótico está estructurado en torno al tacto, y el placer erótico al que se accede a través del resto de los sentidos es sólo excepcionalmente elemental. Es decir, que la gran mayoría de los placeres eróticos no táctiles están, de algún modo, asociados al tacto o dependen directamente de él.
Sólo desde esta afirmación queda en tela de juicio toda la funcionalidad erótica de la belleza y, especialmente, de la belleza física, del cuerpo bello, del atractivo erótico del cuerpo. Debemos, para empezar a manejarnos en el terreno de lo práctico, llevar a cabo una separación que, si en el futuro resultare haber sido provisional, hoy es urgente. Buscaremos la sensualidad elemental en el tacto, que es como decir en el cuerpo ciego, insensible al aspecto de aquello por lo que es tocado. La función del sentido de la vista es crucial en el reconocimiento, en la denominación específica de aquello indefinido que nos toca, y de lo que sólo recibiríamos un contacto anónimo. Así, podemos aventurar que la función de la vista es la lectura del valor sensual del contacto erótico a experimentar, del que el placer sensual táctil, en sí, es sólo una comprobación. Es la vista la que determina que dos caricias similares son muy diferentemente sensuales según quién posea la mano.
Descubrir la verdadera capacidad de producirnos placer de un contacto, independientemente del valor social de ese contacto, debe ser nuestro objetivo como investigadores eróticos; eliminar este prejuicio, tan rígidamente aprendido que llega a eclipsar la realidad del placer mismo por más que intentemos centrarnos en él. La vista es, como digo, nuestro mecanismo clave de reconocimiento del valor erótico prejuzgado (muy por encima del oído, que actúa como reconocedor una vez que la vista ha atribuido un valor).
Entendemos que, en gastronomía, el papel de la vista es el de anticipar el sabor, de adivinarlo, de reconocerlo en el momento previo a degustarlo a partir de las anteriores degustaciones. Mediante sucesivas experiencias, la vista corrige sus expectativas, ajustándolas cada vez más a la realidad de la experiencia gustativa. Del aspecto de la fruta se espera discernir su dulzor como una traducción entre los lenguajes de los distintos sentidos, y será la mirada más experta la que pueda establecer expectativas más realistas. No sucede así en el sexo. Un cuerpo musculoso o depilado no genera la expectativa de caricias más placenteras. La satisfacción sexual que se le atribuye es la de la posesión misma, es decir, la del acto simbólico, no sensorial, que la vista contribuye a determinar. La discrepancia entre la expectativa creada por la vista y el placer producido por el tacto no será siquiera interpretada como un error técnico en la atribución, sino como un defecto paralelo, de la misma categoría. Se es guapo pero torpe o feo pero hábil, como si la belleza de por sí tuviera alguna otra función erótica que no fuera la de determinar el valor social del triunfo obtenido mediante la posesión; como si la belleza no fuera el marketing del producto erótico, y la insatisfacción de la expectativa creada no fuera simplemente un fraude.
Tendría sentido, aunque tal vez algo extravagante, que la capacidad de producir experiencias eróticas placenteras pudiera revestirse de indicadores visuales que se reconocieran como auténticas promesas de placer, o que la práctica nos proporcionara el descubrimiento de indicadores certeros. Mientras no sea así, la belleza nada tendrá que ver con el placer erógeno, y mucho, sin embargo, con el marketing del producto sexual. Nótese, por cierto, que, a medida que la gastronomía se esfuerza por convertir en objeto de consumo generalizado eso que llama “alta cocina”, los productos de la misma desarrollan un lenguaje visual publicitario que oculta la información gustativa más que la esclarece. El buen color del vino es sólo bueno porque se entiende que ese es el color de un vino que sabe bien. Si el buen color fuera sistemáticamente seguido de un mal sabor, se convertiría enseguida en color malo. Por otra parte, el color es inútil a la hora de generar, y sobre todo estructurar, una experiencia satisfactoria en la degustación del vino, y el crecimiento de su importancia tiene que ver con la generación de una “cultura-mercado del vino” que eleve artificialmente dicha importancia como experiencia sensible con fines comerciales mal-disfrazados de culturales.
De nuevo, una simplificación nos permite meternos en faena. Ignoramos si sentidos que no sean el tacto tienen la capacidad de generar experiencias genuinamente sensuales (y no sólo placenteras). Pero sí sabemos que el tacto es depositario de la gran mayoría de ellas, dado que el tacto de por sí es tanto necesario como suficiente para lograr el orgasmo. Sabemos, asimismo, que la vista es depositaria de la gran mayoría de las etiquetas clasificatorias de valor sexual, de modo que, mucho más que una función de generación de placer, ejerce la de un filtro de placeres legítimos, admisibles por la conciencia, e ilegítimos (la vista no es necesaria ni suficiente para lograr el orgasmo, pero es plenamente suficiente para cohibir el placer sensual, es decir para impedirlo). Para nosotros, que estamos redeterminando la legitimidad e ilegitimidad de los placeres sensuales, la vista es sólo un obstáculo que representa al guardián de viejas clasificaciones o, por mejor decir, al jefe de la guardia (que lo es también porque su experiencia es mucho más socializable que la del tacto, pues se comparte de manera inmediata). El papel que jueguen otros sentidos, o incluso determinadas experiencias táctiles, debe ser reconocido y situado en función de su condición de experiencia o de reconocimiento prejudicativo.
Porque los elementos básicos del erotismo serán mayoritariamente táctiles, y el contenido semántico será predominante visual, estableceremos esta diáfana, aunque permeable, barrera que dejará a la vista fuera del ámbito de lo genuinamente erótico. Nada cuantitativamente determinante habrá cambiado a la hora de ser excitados por lo que habitualmente entendemos como belleza física. La novedad que conducirá a ese cambio es el desplazamiento del centro de atención. Entenderemos que el placer que “nos llegue por los ojos” será mayoritariamente una atribución o predicción de placer, y no un placer directo. Sólo el actuar desde esa conciencia mermará progresivamente la presencia de la vista y su capacidad para sojuzgar lo que, verdaderamente, nos esté pasando.
1 comentario:
Con permiso aventuro que todos los órganos mantienen una respuesta a su equivalente en los de la pareja: piernas o dedos entrelazados, piel contra piel, nariz con nariz etc. Si hace falta cerrar los ojos para desimaginar, esconderse de la persona con quien tenemos el contacto o quererestar en otro sitio, es decir si no admitimos el contacto ojo-ojo con ella, más vale dejarlo....
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