Podíamos imaginar, o al menos entender, cómo designificar los significados tratados hasta ahora.
Pero somos casi incapaces de imaginar un sexo sin él morbo que genera la posesión. Tan profundamente está el sexo identificado con la posesión que apenas alcanzamos a detectarla en el significado de la mayoría de nuestra motivación sexual. Para nosotros, sexo y posesión son casi sinónimos, y nos gusta el sexo, sobre todo, porque deseamos poseer.
Sin embargo, la degeneración que en el trato sexual conlleva su significado como posesión convierte su designificación en una necesidad moral.
Tras ella, en teoría, el sexo perderá todo su encanto. Será el momento de recuperarlo desde el verdadero desinterés.
La designificación por partes: 4_la eliminación del significado posesivo
Pero somos casi incapaces de imaginar un sexo sin él morbo que genera la posesión. Tan profundamente está el sexo identificado con la posesión que apenas alcanzamos a detectarla en el significado de la mayoría de nuestra motivación sexual. Para nosotros, sexo y posesión son casi sinónimos, y nos gusta el sexo, sobre todo, porque deseamos poseer.
Sin embargo, la degeneración que en el trato sexual conlleva su significado como posesión convierte su designificación en una necesidad moral.
Tras ella, en teoría, el sexo perderá todo su encanto. Será el momento de recuperarlo desde el verdadero desinterés.
La designificación por partes: 4_la eliminación del significado posesivo
Si nos paramos a pensarlo, podemos adquirir una primera intuición diferenciadora:
Nos podemos sentir atraídos hacia un acto sexual aunque este no conduzca a la reproducción, qué duda cabe. Sólo en determinadas ocasiones tomamos conciencia de nuestra aspiración fusional y, si la elimináramos, el deseo no se vería gravemente mermado. El envolvimiento afectivo, la donación y recepción de afecto compensatorio, es un factor marcadamente de género, de modo que podemos decir que la desaparición de su expectativa reduciría notablemente el deseo femenino (habrá quien diga “la capacidad de liberar éste”, considerando que hay un deseo “natural” hacia el otro que es previo al descubrimiento del vínculo entre el deseo y la satisfacción) mientras que el deseo masculino no se vería sensiblemente afectado. Tal vez nos sorprenda que la eliminación de la expectativa misma de satisfacción erótica, de experimentación de placer estrictamente sensual, tampoco logre disuadirnos de modo claro de seguir buscando relaciones sexuales (no debería, sin embargo, sorprendernos tanto. Carezco, como para todo, de datos originados en investigaciones científicas específicas, pero a nadie que haya prestado oídos, tanto a su entorno como a sí mismo, se le puede escapar que la decepción erógena asumida es un componente casi omnipresente en nuestra vida sexual).
En estas lamentables condiciones, tan próximas, en realidad, a aquellas en las que nos encontramos cada día, la avidez sexual experimentada y expresada por el conjunto de la sociedad no quedaría lejos de la que a día de hoy manifiesta.
El placer que el acto sexual reporta proviene fundamentalmente, como he explicado en otras entradas, del componente simbólico de constituir un acto clave de posesión profunda, ya sea en la forma original de posesión de un esclavo por un amo, en la recíproca de un amo por un esclavo en tanto que el esclavo adquiere así reconocimiento de su valor como tal, e incluso en todo tipo de formas sucedáneas en las que amo y esclavo invierten o componen de forma mixta su rol con el fin de optimizar el poder en dicho rol cuando se pone en uso social.
En el acto sexual, también quedó dicho, la entidad de lo simbólico sobrepasa a la de lo fáctico, subordinándola. Lo que el sexo quiere decir es más relevante que lo que el sexo hace, por más que, al hacerlo, esta jerarquía pueda excepcionalmente ser amenazada por la realidad individual del acto. Y de entre lo que quiere decir, por encima del significado específicamente reproductivo o afectivo, prevalece la abstracción de ambos en la forma de un valor.
El acto sexual es valor de poder; valor abstracto, universal y polivalente, gracias, en parte, a la universalización del andamiaje de funciones que, como un ingeniero integrador, le articula el discurso del amor. El amor actúa de valioso intermediario entre los diversos usos del sexo, la simbolización de esos usos, y la integración de todos los símbolos en uno sólo que los sustituye a todos y prolonga su extensión hasta constituirse una omnisignificación que, a nivel subjetivo, posee tanta abstracción como el dinero. Los movimientos económicos realizados con este “dinero subjetivo” explican gran parte de nuestras patologías sexuales. El adicto sexual, por ejemplo, no sólo ha sustituido al resto de sus intereses en una espiral de creciente tolerancia-necesidad hacia el placer erógeno originada en un vacío existencial propenso a cobrar sentido mediante una adicción. El adicto es, además, un economista del valor simbólico subjetivo del sexo que, como un comprometido trabajador, invierte todos sus esfuerzos en aquel negocio en el que, por haber encontrado a su favor ventaja comparativa, le permite un ahorro acumulativo de valor simbólico mediante el que persigue alcanzar progresivamente una razonable seguridad existencial. La inapetencia sexual, por su parte, así como determinadas formas de frigidez no dominadas por trauma sexual o emocional alguno, son la consecuencia económica lógica de la conservación del valor sexual propio ante el peligro de que éste sea sustraído en la relación sexual (y ello en casos en los que no se cae bajo el influjo directo de la moral conservadora que considera verdaderamente perdido el valor de la mujer una vez que tiene relaciones sexuales no matrimoniales, ya sea porque no se ha recibido predominantemente esa educación o, directamente, porque se es un hombre), o de exponerse a una valoración, no en función de la condición de objeto sexual, sino la de poseedor de una determinada fortuna sexual cuya concreción pública forzará al individuo a entregarse a su incremento.
Queda así descubierta la hipócrita dialéctica cultural entre la inmoralidad del sexo masculino promiscuo y consumista, y la de moralidad del sexo femenino, estable y afectivo. En tanto que en ambos se establece un conflicto por el poder, el primero pierde interés por el poder adquirido y demostrado, abandonándolo, mientras que el segundo persigue la repetición periódica como demostración de que el valor, en tanto que objeto capaz de otorgar poder, permanece. En ambos casos, el valor fáctico del acto sexual, lo que el acto hace, es descuidado a favor de la ceremonia mecánica de la reproducción de un símbolo.
Invirtiendo la intuición expresada al comienzo del texto, descubrimos que la desaparición de este valor sí reduciría de manera efectiva la tendencia social a buscar la “obtención” de relaciones sexuales. Si dicha obtención no fuera acompañada de un incremento de autoestima, de un aumento del valor personal en el sentido más general y polivalente, de un crecimiento en la capacidad de obrar (en el sentido en el que lo explicaba Spinoza en su Ética), el valor sensual mismo sería incapaz de mover a la realización de grandes esfuerzos por superar los obstáculos que nos separan de la realización del acto sexual, del mismo modo que una fiesta que no garantiza diversión es incapaz de motivarnos para coger el coche y desplazarnos 30 kilómetros.
2 comentarios:
Bueno, yo me he leído casi toda la serie completa y ya he llegado al límite. Entiendo que el autor quiere separar las necesidades sexuales de las afectivas, que me parece muy bien, pero que básicamente equivale a una práctica muy extendida entre conquistadorxs, ligonxs de una noche, cónyuges infieles, y determinadas personas que son capaces de practicar encuentros sexuales como el que queda con alguien para jugar al tenis y despedirse y quedar tan amigos.
Todo eso está muy bien; hay quien lo hace y le va bien, hay quien lo hace y acaba con la frustración típica de los donjuanes empedernidos, hay quien lo intenta y no le sale, y hay quien por más que lo intenta, no le sale. Y hay muchxs que no conciben el sexo sin afectividad, o que simplemente no consiguen cubrir sus necesidades afectivas, ni con sexo, ni sin él. Y luego está el problema de la falta de tiempo que decíamos antes, o el aburrimiento, o la rutina. Sin olvidar que, dado lo complicado de los rituales de apareamiento de nuestra especie, es francamente difícil conseguir y mantener una pareja.
- ¿Bailas?
- No
- Entonces, de follar, ya ni hablamos, ¿no?
Claro, claro, a todos (por lo menos a algunos) les gustaría que todo el asunto no fuera tan complicado y cada uno lo resuelve como puede. Unos componen sonetos, otros se suicidan, otros van tirando como pueden, hay quien se desahoga con lxs amigxs, quienes van al terapeuta, quien escribe ensayos.
Ahora, calificar un ensayo es como comentar un soneto. Puede gustar el fondo, pero no la forma, o al revés… Hombre, yo de filosofía no entiendo tanto como vosotros. A mí todo eso de las deconstrucciones y designificaciones, pues, me parece que es como si la zorra no dijera “Están verdes esas uvas” sino “Es que eso que hay ahí, no son uvas.” (Como el tipo que negaba la existencia de la silla en el examen final de filosofía) Y bueno, en ese sentido: Meritorio ejercicio de filosofía. De aplicación práctica: pues, a quien le sirva, bienvenido sea.
Me permito concluir esbozando aquí mis opiniones personalísimas:
1. Hay que practicar más y mejor sexo. ¿Cómo? Pues, no sé, cada uno que ponga de su parte.
2. Es muy bueno quitarse todas las telarañas mentales y clichés referidos al sexo, al amor, a la afectividad, y a la posmodernidad.
3. Oiga, se lo juro, que a mí la posesión de otra persona no me da morbo, ni tampoco asocio el sexo a la posesión. Otros morbos y aficiones tengo, pero aquí no se los voy a contar.
4. Creo que habría potenciar una actividad sexual plena y satisfactoria, para lo cual habría que dar a conocer desde los colegios y los medios de comunicación conceptos tales como la importancia, función y estimulación del clítoris y las bondades del sexo oral.
5. Lamentablemente, la educación sexual que tenemos en España es muy, muy poco efectiva, como demuestran los miles de casos de embarazos no deseados, anorgasmias, machismos y violencias cotidianas, y suma y sigue. Con que no hemos llegado a incorporar aún el uso correcto del condón, quererse uno a sí mismo, tratar a la pareja con cariño y respeto… pues hasta que no completemos esta etapa, ¿cómo vamos a emprender con éxito unas resignificaciones tan ambiciosas?
Un abrazo a todos, perdón por el rollo.
Confío en no cogerte por sorpresa si te digo que estoy de acuerdo con la mayoría de tus afirmaciones. De hecho, pienso que “contra el amor”, y todo esto de la transformación del sexo en erotismo, sólo pretende ser una alternativa integradora y radical a los problemas que tú mismo enumeras.
Afrontar esos problemas sin un replanteamiento desde el marco conceptual desde el que se afrontan es condenarse a reproducirlos. Nuestra intención de resolverlos está considerablemente desactivada porque con dicha intención conviven ideas que contrarrestan ese esfuerzo desde una aparente alianza fortalecedora (aumento de la importancia concedida a los factores biológicos, deslegitimación indiscriminada de los celos…), así como ideas sagradas que permanecen intocables y fuera del ámbito de la reflexión crítica (belleza, bondad inmaculada del amor…)
La designificación, que como método está pobremente explicada, suena algo barroca, pero, aceptado el término, que no es más que la primera parte de un simple cambio de significado, entiendo que el conjunto se vuelve más claro que si se hablara directamente de sustitución de un significado por otro. Además, sería adelantar acontecimientos, porque el nuevo significado del sexo sólo puede aparecer mediante una previa focalización directa sobre el sexo mismo como herramienta, como fin, o como lo que revele ser. Y esto debe construirse con la experiencia.
Discrepo principalmente en un par de puntos.
La primera discrepancia es que la designificación afectiva no es un enfriamiento afectivo de la relación sexual, sino la adquisición de libertad sobre el uso, tanto del sexo como del afecto, con el objetivo de satisfacer mejor las funciones de ambos. La crítica de que se trata de un camuflaje para el donjuanismo sólo se hace eco del discurso femenino del patriarcado, que reivindica un sexo afectivo para controlar su fidelización y compensar la carga de violencia cultural posesiva que el discurso masculino complementario impone.
La segunda es que el morbo, como he denominado el complejo emocional surgido ante la expectativa de la posesión sexual, es una constante clave de nuestra forma de tener relaciones sexuales. Lógicamente, yo no puedo valorar si tú sientes o no sientes morbo, o deseo de poseer. Pero, en nuestro sexo, el componente tradicional de tabú o sacramento ha evolucionado en el de valor susceptible de ser poseído o, si se quiere, profanado, transformando a su vez el temor reverencial en morbo. Follamos desde una sobrevaloración codiciosa que el placer sexual obtenido, normalmente escaso, no explica de por sí. Decir que se trata de morbo sólo es extraer la consecuencia lógica a una teoría de dominio público que, sin embargo, no siempre se lleva hasta la consecuencia de replantearse el sentido del atractivo del sexo; la teoría de que la mujer es objetualizada por el patriarcado, y el sexo es el acto en que dicho objeto encuentra dueño.
Gracias por el rollo y por haber leído casi toda la serie completa.
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