A veces
intento hacer uso de iconos infrecuentes en mis textos. Les encuentro mucha
utilidad a los más habituales, pero me intriga la larga lista de los inútiles.
Siempre pienso que deben de estar ahí por algo y que, para descubrir sus
imprevistas y extraordinarias posibilidades expresivas, sólo tengo que forzar
un poco su aparición al principio, como si tratara de incorporar nuevo
vocabulario verbal.
En
algunas de esas ocasiones, lo que hago es sustituir el uso ortodoxo de un icono
emocional convencional por uno de esos personajes, de disfrazados, que aparecen
más abajo: el indio, el alien, el chico con el gorrito de lana que resulta que
es un guardia de esos del palacio de Buckingham. No puedo recomendarlo, porque
no siempre funciona.
El caso
es que escribía por Hotmail a una amiga y quise adelantar su reacción a mi
última frase con un icono “de personaje”, para lo que necesitaba, eso sí, que
éste representara, además, a una chica.
Como
todos sabemos, los iconos “neutros” representan indistintamente a chicos, pero
sucede que (en el más igualitarista de los casos), cuando están genéricamente
especificados, se añade al femenino el atributo “pelo largo”. Este cambio suele
complementarse con el del bigote para el chico. Un análisis muy inmediato de
este lenguaje visual nos revela una sospechosa asimetría: un gran porcentaje de
mujeres en nuestra sociedad tiene el pelo largo, pero, ¿cuántos hombres llevan
hoy por hoy (en España, no en Turquía) bigote? Al feminizar al icono neutro nos
acercamos al verdadero aspecto de una mujer. Sin embargo, al masculinizarlo,
nos vemos obligados a alejarnos para que el cambio en el significante sea lo
suficientemente claro. Conclusión: el icono supuestamente indefinido está mucho
más definido hacia la masculinidad que hacia la feminidad. En los iconos, como
en el lenguaje verbal, la mujer debe definirse a sí misma como hombre y sólo
mediante un movimiento de construcción separadora, nace su secundaria identidad
de mujer. También en el novísimo lenguaje de los emoticonos, la mujer es el
segundo sexo.
Pero esto
ha sido sólo una observación alcanzada una vez que la sensibilidad feminista
estaba activada y a pleno rendimiento. Antes, mientras buscaba
despreocupadamente una chica con disfraz, he encontrado algo mucho más
chocante. Acostumbrado a elegir entre mis policías, indios, emos, chinos y
bomberos, esperaba encontrar algo similar para las chicas (similarmente
sexista, es decir, próximo a al discurso sexista políticamente correcto, que
ofertara, por ejemplo, una ejecutiva sexy junto con una enfermera o escotada, o
infantilizada o, por qué no, las dos cosas).
Sin
embargo, esto es lo que me he encontrado:
Me
intriga especialmente la rubia del final: esa especie de vuelta a la
normalidad, tras pasar por el museo de los horrores constituido por el conejo
play-boy y esa alternativa obligada en que se convierte la princesa. Me
pregunto si la función de esta chica “normal” (casi feminista, en comparación,
por la frescura de su arreglo -con un toquecito de color en los labios, sí,
pero es que no hay que confundir “frescura” con “abandono”-) es rebajar la
carga sexista del ambiente (“pon una normal, tío, aunque no sirva para nada,
que si no canta mucho”) o, realmente, completa algún tipo de visión de la
condición femenina internamente coherente.
Inevitablemente,
viene a la memoria la tríada conservadora clásica: la puta, la madre, la monja
(me gustan así, ordenadas en progresivo perfeccionamiento de su renuncia sexual
forzosa, porque no es el orden de su función social, según el cual la madre
debería anteceder al resto, sino el de su presentación a la atención, a la
demanda del hombre, cuyo interés por la monja es nulo, y máximo por la mujer
constituida en objeto sexual). Es evidente que la puta está perfectamente
representada y, si entendemos que la princesa corresponde al príncipe, y que su
condición es la antesala del reinado, está claro que, mediante un
desplazamiento romántico poco sutil, estamos ante la madre. Pero, ¿cómo puede
ser monja la rubia? ¿Será Julie Andrews en Sonrisas y Lágrimas?
Mi
sensación es que la monja no está porque, efectivamente, no tiene despliegue
sexual y, por tanto, no interesa. La monja es el sumidero por el que se vierten
todas aquellas mujeres que ya no deben tener relaciones sexuales, de modo que
tan bien están en el convento como en una colonia espacial cubierta de huevos
atrapa-caras. La realidad obliga a una solución final y ésa es la del amor por
dios, que de paso las convierte en trabajadoras espirituales y domésticas a
mayor gloria y beneficio de la élite eclesiástica masculina. Cualquier
modernización de su figura conserva su invisibilidad para el lenguaje. No sé
cómo se dibuja a la monja actual, pero no la he encontrado en los emoticonos de
Hotmail. Como se puede prescindir de ellas, se prescinde. La terna se reduce a
par, y tal vez esa ausencia influye en la caracterización de la princesa, entre
cuya gama disponible se elige a Blancanieves, la más asexuada y monacal. Así,
la prostituta play-boy es una forma de multiplicidad, de presentación de una gama
completa: donde hay un conejito hay una madriguera; la chica play-boy nunca va
sola. La princesa-madre es, sin embargo, singular, es decir, mucho menos
cuantiosa, y en la misma proporción se reduce la presencia de la monja, que
apenas es ya la sombra de una presencia.
Nos sigue
faltando explicar a la rubia.
No
dispongo de esa explicación, así que estoy abierto a sugerencias. Mi única idea
es que, seguramente de forma involuntaria, constituya una síntesis de las dos
anteriores (formadas por cien putas, una madre y un trocito de monja). Puede
que sea, claro, la nueva mujer empoderada, cuya presencia ha sido exigida por
una asociación feminista vigilante del diseño de lenguajes visuales. Pero a lo
mejor sólo es “la mujer”, el icono que debe utilizar aquella que no tiene el
día de princesa ni tiene el día de puta. Aquella que se siente integrada e
identificada con el conjunto completo de las funciones que le atribuye la
mirada masculina. La “rubia tonta”, maciza, disponible, pero con un toque
maternal, que no sirve para convertirla en heroína de película, pero sí en
fondo femenino sobre el que el héroe construye su dominación. Está ahí, no
siendo, tan femenina, tan aquiescente, tan silenciosa.
3 comentarios:
Se te va mucho la olla.
Venía a decir lo mismo. Es muy duro querer ser original y subirse al carro del postfeminismo
Iba a leer la entrada, pero he visto que usas x para escribir el plural que se refiere tanto al género masculino y femenino (cosa que se hace usando el masculino)
Así que como he visto que no sabes escribir, ni me he molestado en leerlo.
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