A priori, el único afecto que, en buena lógica, debe acompañar al erotismo, como a cualquier otra actividad que prometa placer, es alguna forma de alegría.
Las emociones melancólicas, a las que habitualmente lo asociamos, son el resultado de una ofensa previa que el sexo tiene la tarea de desagraviar.
Los "mimos" como preliminar distraen emocionalmente del erotismo y son burdos parches genéricos frente a las heridas, muy concretas, de la socialización.
Las afinidades entre erotismo y gastronomía nos ayudarán a imaginar la designificación del afecto.
La relación que siempre se ha intuido y cultivado entre los placeres del gusto y los del erotismo nos puede servir a modo de rudimentaria orientación a la hora de despejar el erotismo mismo de expectativas emocionales que encontramos asimiladas a él de modo sistemático y forzoso.
La expectativa simple de sentir placer erógeno es espontáneamente acompañada de una conciencia anticipada que genera una cierta alegría. Una cierta alegría es necesaria también para la mayoría de actividades, como emoción capaz de producir energía y concentración sostenibles durante un tiempo prolongado. Así, la alegría con la que una conciencia sana, implantada en un entorno también sano, afronta las actividades cotidianas, sumada a la alegría con que se afronta la satisfacción de un deseo, ya sea éste fruto de una necesidad o no, será nuestra emoción sexual de referencia, como lo será también de una comida apetitosa o a la que nos disponemos tras haber acumulado una notable cantidad de hambre.
Alegría será, asimismo, lo que provoque el transcurso de la relación, como el transcurso de la comida, y ésta en intensidad y extensión proporcionales a la necesidad acumulada o la exquisitez y delicadeza con que ambas cosas logren responder a los receptores sensibles táctiles y gustativos.
Que una relación sexual pueda llegar a producir manifestaciones de conmoción aparentemente contraria a esta alegría, como por ejemplo el llanto, no debe ser considerado como el súmmum sublimado de la dicha. Diversas emociones reprimidas en torno al sexo son susceptibles de ser rebeladas cuando el sexo se libera. En la mayoría de estos casos esta liberación se habrá llevado a cabo en un entorno de cordialidad capaz de convencer al reprimido, o a su subconsciente, de que la relajación de la tensión represiva no irá acompañada de sufrimiento. Pero es clave entender que estas situaciones espectaculares, ni son fusionales, es decir, indicio de que se ha producido la comunión de la pareja, ni lógicas consecuencias emocionales del sexo en sí. Esta explosión emocional tiene como fundamento una represión previa y, allí donde no existe o ya se ha liberado, el más afectuoso y exquisito de los tratos sexuales no llevará de modo alguno a semejante logro. Sólo el arte, mediante la recreación simbólica de la represión en forma de conflicto, puede conducir a consecuencias emocionales similares en ausencia de acontecimientos reales. Pero para que el sexo se convierta en arte nos falta aún un enorme camino. Si ése fuera, que en principio no lo es, nuestro objetivo, recordemos, con el fin de armarnos de paciencia, que la cocina lleva postulándose como arte desde que, por razones comerciales, ocupó la primera línea de la oferta de ocio. A día de hoy, sin embargo, los cocineros no sólo no han logrado aún ofrecernos un equivalente al quijote en forma, por ejemplo, de gazpacho. Lo cierto es que, a quien llega razonablemente acostumbrado a alimentarse de forma regular y equilibrada, no consiguen arrancarle ni una lágrima.
Entenderemos, por tanto, que allí donde el sexo se aborde desde otro estado emocional, o cubra otro arco emocional en su realización, se habrá dado cabida a emociones que, o aparecen en el sexo porque han sido enterradas en él por medio de un proceso represivo que debe ser liberado, o se han asociado a él por aprendizaje cultural y están pendientes del aprendizaje de su desasociación.
Es, como vengo diciendo, absurdo pretender un máximo rendimiento de la actividad erótica si ésta debe cumplir un objetivo distinto y no confluyente, en el terreno emocional. Tan absurdo como pretender una razonable resolución de una necesidad emocional perentoria mediante el burdo recurso al polvo. El sexo no carece de conflictos emocionales que deben ser abordados en un entorno sexuado. La aceptación sexual, sin ir más lejos, jamás la ha resuelto ningún amigo a base de escuchar y decir “eres muy guapa, seguro que gustas a muchos chicos”. Es posible que esa persona llore si decidimos, por fin, asumir la responsabilidad de proporcionarle lo único que podrá recibirse como un mensaje de aceptación sincera. Pero esperar que tu pareja quede emocionalmente satisfecha tras una frustrante jornada de trabajo en la que no se ha sabido reconocer su valía profesional, a base de garantizarle un polvo nocturno… bueno: eso también es para llorar.
A riesgo de ser superfluo, me permito insistir en que la designificación emocional del sexo no tiene como fin hacer desaparecer del mismo ni las emociones, es decir, el afecto en sentido general, ni la experiencia de compensación emocional de las insatisfacciones experimentadas en el entorno social. El objetivo no es un enfriamiento emocional del sexo, sino su liberación de tareas emocionales forzosas e implícitas. Pero el erotismo como tal tiene sus propias tendencias afectivas. He hablado ya de la alegría. Parece también evidente que, aunque el objetivo de la relación erótica no vaya a ser una experiencia emocional de carácter protector o narcisista, o la satisfacción de una necesidad emocional compensatoria o liberadora, aquélla vaya a llevarse mayoritariamente a cabo en un ambiente de cordialidad amistosa. Esta cordialidad amistosa a la que el erotismo tiende espontáneamente ridiculiza la imagen de hostilidad afectiva adquirida por el sexo no fusional cuando, como habitualmente ocurre, se inspira en la escuela pornográfica.
Un erotismo emocionalmente designificado se dará, probablemente, entre personas con buena relación, de las que quepa esperar cooperación, generosidad y ausencia de ofensa. Pero esta tendencia no determina de forma definitiva el tipo de relación que debe anteceder a una relación erótica. Habrá individuos que, ocasional o habitualmente, encontrarán útil generar la confianza gracias, precisamente, a la relación erótica, en vez de realizarla cuando la confianza ya se ha probado. Cualquier uso del erotismo estará, en suma, contextualizado en una situación, y en unos individuos que, además de ser capaces de experimentar placer erógeno, son poseedores de una determinada lógica emocional con elementos particulares y elementos comunes. Pero, frente a la relación, la expectativa emocional por defecto es simplificada por la designificación, de modo que se esperarán ahora las emociones propias de la experimentación de un placer.
Me he extendido en esta “capa” porque las dos anteriores presentaban para nuestro objetivo la ventaja de que su designificación había sido ya apuntada por nuestra cultura, mientras que requiere un mucho mayor esfuerzo, de imaginación y de compromiso, el visualizar el erotismo como una actividad que discurre de modo independiente a la donación y recepción de afecto protector.
Por eso, y por dar un respiro antes de la siguiente, que es la verdaderamente difícil.
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