La verdadera pregunta no es si el sexo debe incluir afecto o si el afecto debe incluir sexo.
La verdadera pregunta es si los dos son una y la misma cosa. Porque, si no lo son, está claro que su unión sólo puede ser circunstancial, que cada uno tiene una serie de funciones propias, y que las más de las veces se estarán estorbando mutuamente.
Designificar el afecto del sexo no es reducir la cantidad de afecto en nuestras relaciones. Es recuperar la autonomía de ambas cosas para poder emplearlas con eficacia y en libertad.
Es difícil imaginar una sexualidad que no afronte el desempeñar, de un modo u otro, esta función afectiva. Pero es más difícil aún imaginar, entender y asimilar, con todas sus consecuencias, la idea de que no debe afrontarla. La función afectiva está tan extendida por todo nuestro comportamiento sexual, por todo nuestro discurso y nuestras interpretaciones de los comportamientos sexuales de los otros, que cabe dudar si no se trata de la esencia misma del sexo, y si no es su supresión una desnaturalización.
Pero hay una perspectiva que resulta sencilla y convincente, por más que deje, claro está, el resto del trabajo sin hacer: ¿Qué sentido tiene que sea el sexo el responsable de la compensación afectiva? ¿Qué puede convencernos de que la exclusión social genera en el individuo una necesidad afectiva que se satisface mediante una determinada manera de tener relaciones sexuales? Desde este enfoque parece claro que el sexo y las diferentes necesidades afectivas pertenecen a dominios diferentes que pueden encontrarse, pero no hacerse coincidir. Sólo mediante una mistificación supersticiosa del orgasmo, de la energía, o de vete a saber qué, se puede afirmar que son los comportamientos sexuales mismos, y no los actos orientados a generar afectos que a aquéllos se solapan, los que dan satisfacción afectiva. Sólo desde una desconsideración o subestimación de la importancia y entidad propia de la exclusión, y los afectos que la exclusión genera y que a ella acompañan, se puede confiar en que la actividad sexual otorgue espacio y atención suficiente para cualquier compensación que el individuo requiera. De hecho, es de por sí ingenuo pensar que los actos simbólicos pueden retener indefinidamente la crisis del individuo ante un entorno hostil. La filosofía social de que el amor todo puede compensarlo, expresada en la máxima popular “contigo pan y cebolla”, podría completarse (a costa, qué remedio, de su inmediatez y elegancia), convirtiéndola en “contigo, follando con cariño, pan y cebolla”.
Un poco de sentido común nos obliga a afirmar que la compensación afectiva no sólo debe encontrar muchas más vías que la relación sexual para ser eficaz en la medida en que pueda esperarse eficacia de ella. Nos obliga a afirmar también que las ventajas que para ello ofrece el acto sexual, y que le sean tal vez tan características, no son siquiera las más adecuadas para el grueso de la función. Qué menos, hay que decir, cuando estamos compensando o siendo compensados del mundo, que centrarnos en ello. Sin embargo parece evidente que, si, además, tenemos que penetrar o ser penetrados, es muy probable que nos distraigamos.
Por frío que nos resulte, por cibernético-robótico-androidal, debemos reconocer a toda prisa que, si se trata de comprensión, expresión o comunicación, si se trata de la relación desarrollada entre individuos en la máxima expresión de su condición humana, el lugar adecuado es completamente abierto, cualquiera, aquél que ofrezca mejores condiciones para dicho acto comunicativo. Y que la herramienta principal, muy por encima de cualquier otra, infinitamente más adecuada que los genitales, es el lenguaje. El sexo no será el lugar privilegiado del afecto entre los miembros de la relación, sino sólo uno de los lugares de que disponen para realizar aquellas prácticas afectivas que consideren necesarias. La idea de que mientras se folla o se intenta follar hay lugar para que el afecto alcance su máxima cota de eficacia implica pensar que las necesidades afectivas son fácilmente comprensibles y que se pueden nutrir mediante comportamientos más o menos mecánicos. La idea de que el sexo es sexo mientras procuramos sentirnos mejor o hacer sentir mejor nos habla de una sexualidad que, ésta sí, es de una simpleza fácilmente comprensible y mecánicamente realizable.
La pregunta verdaderamente técnica, más allá de la consideración de si el sexo debe o no debe ser afectivo, de si con el afecto es lógico que aparezca el sexo, debería ser: ¿Es sexo el afecto? ¿Es el afecto sexo? Porque si no lo son, si no estamos hablando de una y la misma cosa, entonces, técnicamente, está de más explicar que cada uno tiene sus funciones, sus procedimientos y sus momentos. La carga de la prueba recae sobre quien pretenda afirmar que son inseparables.
La designificación del afecto conducirá a una relación sexual cuya expectativa afectiva de partida será neutra. Debemos localizar la expectativa que resulte puramente erótica. Hemos de encontrar en nosotros aquel deseo que lo sea de sentir placer erógeno, de modo que, mediante su concreción, podamos discernir la aparición en otras ocasiones del deseo de otra cosa, especialmente del deseo de recibir vías para liberar nuestra ansiedad. El objetivo es optimizar la satisfacción de todos ellos mediante la puesta en común que permite este discernimiento. El procedimiento será, no sólo separarlos en la conciencia, sino también en el momento de su satisfacción, de modo que, de volver a unirse, no vuelvan a fundirse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario