¿Nombre?
-Israel.
-¿Lugar de residencia?
-Madrid.
-¿Género?
-Objetor.
-¿Disculpe?
-Objetor de género. Creo en la desaparición de los géneros.
No me considero ni hombre ni mujer, o reservo para mi vida privada aquello que
me considero.
-Perdone, señor. El formulario no ofrece esa opción.
-Déjelo vacío.
-No es posible, señor, la aplicación informática no permite
dar el formulario por concluido si no se completa la casilla del género.
-Ponga los dos.
-No es posible,…¿ señor?
-Bien, entonces cancele mi solicitud. Señor o señora, como
usted prefiera.
Si el género es un mecanismo de
discriminación mediante el que el sistema patriarcal extiende la diferencia
biológica de sexo al carácter social, produciendo con ello un grupo opresor,
los hombres, y un grupo oprimido, las mujeres, entonces es evidente que uno de
los principales medios para luchar contra esa discriminación, si no el
principal, es obviar dicho mecanismo.
La mejor forma de alcanzar la
igualdad es partir de la conciencia de igualdad. El concepto de “objeción de
género” puede ser un recurso muy útil para divulgar este mensaje. La objeción
de género representaría el rechazo ideológico a la categoría de género. Pero
también puede reflejar de manera realista la distancia alcanzada por el
individuo entre su concepto de sí mismo y los estereotipos de mujer y hombre.
Tanto si nos pronunciamos en contra del género como si nos encontramos
incómodos en sus categorías, he aquí un recurso para ir forzando un hueco.
Hay pocas razones consistentes
para que se nos pregunte por nuestro género en un entorno público. Un servicio
médico requerirá, muy probablemente, conocer nuestro sexo, pero hasta ahí llega
la necesidad de comunicarlo. ¿Qué puede argumentarse a favor de que
explicitemos el género en ninguna otra circunstancia que no sea privada y
voluntaria? ¿Quién necesita conocer
si somos, nos sentimos o elegimos la calificación de hombre o de mujer?
Evidentemente, sólo aquél que va a utilizarlo en el ámbito de la reproducción
de la discriminación de género.
Se podrá decir que el género es,
hoy por hoy, una división evidente, y que conocerlo facilita enormemente el
trato en cualquier circunstancia, porque
contextualiza el carácter del individuo. Pero también la raza es evidente, y nadie
pregunta por la raza, pues se entiende que enfatizar la raza es incrementar las
posibilidades de que se convierta en una vía de discriminación. Sin embargo,
muchas firmas comerciales querrían saber lo más posible, no sólo sobre nuestra
raza, sino sobre nuestro grupo cultural, e incluso sobre nuestro nivel de
asimilación de las costumbres de unos u otros grupos etno-culturales. Querrían
saberlo para poder utilizar comercialmente su estereotipo, es decir, para
discriminar (si bien no con la intención de hacerlo) mediante dicho estereotipo.
Por eso se entiende que a nadie se debe esa información, y por eso no se
pregunta en ningún lugar, salvo vergonzosas excepciones.
Se dirá que el género, no sólo el
sexo, salta casi siempre a la vista, de modo que, ¿qué se gana con obviarlo?
Pero, si es así, si es tan evidente, si no alberga duda alguna, ¿qué se gana
con reafirmarlo? Precisamente eso: su reafirmación; el recuerdo de que todos
los esfuerzos por superarlo chocarán contra una barrera sin escapatoria. Lo
mismo da en qué medida hayamos deconstruído los rasgos del estereotipo en
nuestra psique o en nuestra vida personal, porque continuamente nos obligarán a
que digamos “qué somos”. Y podemos ser dos cosas: hombre o mujer. Las
“alternativas” homosexuales, bisexuales, trans, o lo que se desee inventar, se
reducirán mediante una aritmética sencilla a combinaciones binarias de x e y:
“Eres un x que se siente y”, “Eres un y que ha nacido x”, “Eres a veces x y a
veces y”. Éstas alternativas ya serán concesiones generosas, regalos de una
sensibilidad que hace un esfuerzo por mostrarse comprensiva, a la espontánea
simplicidad de lo sexual, tan naturalmente dual.
La objeción servirá precisamente
para evitar esa reafirmación; para situarnos fuera de esta aritmética ajena.
Con ella, además, se constatará la existencia del no-género como opción
personal e ideológica, y como respuesta consistente a la necesidad de dar una
alternativa a la cultura de género que no constituya un tácito reconocimiento
de su necesidad.
Se dirá que las instituciones
necesitan conocer nuestro sexo y nuestro género porque esa información les es
útil para infinidad de decisiones a realizar con respecto a la gestión de lo
público. Sin embargo, cuando las instituciones quieren saber cuál es la
religión dominante, o la distribución cuantitativa de las ideologías
sociopolíticas, realizan encuestas que uno puede negarse a contestar. La
exigencia por parte de las instituciones del conocimiento de los distintos
pronunciamientos ideológicos de los ciudadanos es un ejercicio de
totalitarismo. Y el género es, en gran medida, como hemos visto, un
pronunciamiento ideológico. En cualquier caso, las instituciones conocen no
sólo nuestro sexo, sino también, al menos de manera rudimentaria, nuestro
género. No necesitan preguntárnoslo una y otra vez, y menos aún constatarlo en
nuestro carnet de identidad.
Se dirá, por último, que el
género es necesario por razones lingüísticas, y ahí nos habremos topado con la
iglesia. Claro, yo puedo obviar tu género y mi género cuanto desee, pero a la
hora de hablar, la arroba es impronunciable. Pero debemos entender, y si no ya
lo iremos entendiendo, que el problema del lenguaje es “El Problema”, y que,
resuelto éste, resueltos todos. Si pudiéramos hablar sin género, apenas
quedarían del género unos pocos bastiones de irreductibilidad. El poder que
mantiene vivo al género es un lenguaje que lo reproduce casi en la totalidad de
sus mensajes, ya sea de modo práctico y discreto, como hace el inglés, o
mediante la reiteración machacona del castellano. Si la eliminación de la discriminación
de género depende de la relegación del uso social del género, ésta pasa por la
invención de un lenguaje sin género. Pero es de sentido común que la lejanía
del objetivo no es razón para disuadirnos de dar pasos en pos del mismo, sino
para animarnos a empezar cuanto antes. El lenguaje sin género sólo se producirá
cuando caiga pro su propio peso. Debemos, por tanto, hacer por engordarlo.
Así, la “objeción de género” a la
hora de enfrentarnos a un formulario puede consistir en llevar la postura lo más
lejos posible, en la convicción de que no se está obstruyendo con ella ningún
mecanismo necesario a otros efectos, antes bien, se está conduciendo a
interesantes y divertidas paradojas, siempre ganadoras. Su práctica es
sencilla:
-No rellenaremos el género en
ningún formulario.
-Si es necesario rellenarlo para
que se tramite, objetaremos mediante la no tramitación (hay multitud de
ocasiones para hacer esto cuando rellenamos formularios como clientes). Es muy
probable que muchas firmas quieran pronto mostrarse “sensibles” a esta nueva
actitud, en tanto que comprueben que de ello depende la obtención y
conservación de un número importante de clientes.
-Constataremos, siempre que podamos, especialmente en
aquellos trámites que no permitan la posibilidad de “objetar”, nuestro
desacuerdo con la presencia de la pregunta en el formulario. Si no existe un
cajetín de “comentarios” o “sugerencias”, casi siempre podremos hacernos un
hueco en algún margen del papel.
-Cuando se nos ponga en la
tesitura de elegir género para que se dirijan correctamente a nosotros,
devolveremos el problema a nuestro interlocutor, invitándole a que nos hable
según el género que prefiera, pues a nosotros nos son ambos indiferentes.
Llegará un momento en el que
tengamos que hablar “con género” y lo haremos, qué remedio (siempre dejando recaer
la responsabilidad de la decisión sobre el interlocutor: “¿Usted sí desea que
le hable según algún género en concreto?”), pero sin ceder el terreno ganado,
que será el de haber visibilizado la objeción y, con ello, una actitud de
rechazo que debe encontrar formas de extenderse a cada ámbito en el que el género
sigue teniendo presencia.
Con un poco de imaginación y de
una implicación que seguramente reportará satisfacciones, la objeción de género
nos permitirá avanzar en la desaparición pública del género personal, que
conducirá, tengamos algo de paciencia, a la extinción del género, también en el
ámbito privado.
2 comentarios:
Matematicamente, si solo hubiera una opción, se resolvería el problema. Es decir, por qué no planteas la decisión como, -Marquemos todos, siempre la misma opción. Es como combatir desde dentro. Por ejemplo, imagina que decidimos todos usar solamente el servicio de hombres cuando vamos a un restaurante. Al final quitarian los carteles de género.
La principal desventaja ideológica de optar por cualquiera de los dos género es que ambos tienen ya un sesgo discriminatorio en su definición, además de que, lógicamente, invisibilizan al otro. Ser hombre o ser mujer no es igualmente funesto, pero sí suficientemente malo como para ser evitado.
Desde el punto de vista práctico, la objeción de género es una actitud más clara, dado que sabemos siempre, sin necesidad de acuerdo previo, qué tenemos que hacer. En el caso del uso de los servicios, todo parece difícilmente trasladable a la práctica, aunque una opción con la virtud de la claridad sería actuar como si no hubiera distintivos de género en la puerta, o como si no estuviera el nuestro. Las consecuencias, sin embargo, serían que acabaríamos juzgados como provocadoras y acosadores, y que, de no ocurrir así, otros se aprovecharían de nuestra propuesta para serlo realmente.
Hoy por hoy, los aseos públicos femeninos desempeñan una función de protección para las mujeres. Si no existieran, habría que crearlos.
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