La procreación es el
primer significado que deberemos eliminar del sexo si queremos que éste evolucione
en erotismo.
Será el más fácil y nos servirá
como práctica para abordar capas más profundas y tozudas de la cebolla.
Pero que nuestro pensamiento no realice ya la asociación
directísima de antaño entre sexo e hijos no significa que el trabajo esté
terminado. La idea de que lo que estamos haciendo simboliza, y es, una
fecundación aún contamina nuestra sexualidad. Veremos cómo.
Si bien
el objetivo de la designificación es una suerte de higiene general sobre la
significación de los actos eróticos, no hay forma de realizarla más que
procediendo a desasociar las grandes pieles de significación por separado, y
entendiendo el funcionamiento y las características de cada una.
La designificación por partes: 1_eliminación del
signigicado reproductivo
De las
significaciones que trataremos y que he desarrollado previamente, ésta es la
que conserva un vínculo más débil con los actos eróticos; pero una parte
importante del trabajo está aún por hacer para alcanzar el fin buscado: la
desvinculación completa entre erotismo y reproducción.
Obviando
a las capas más conservadoras de la sociedad, aquellas para las que el sexo sin
reproducción es una violencia que genera remordimiento y a la que se accede
mediante artificios indeseables y conflictivos, no es difícil encontrar restos
del vínculo entre sexo y reproducción para nuestra sociedad en su conjunto.
Haré aquí referencia a dos de ellos.
La
falta de concienciación social de consistencia al respecto de esta
desvinculación genera una actitud incoherente frente al embarazo como “peligro”
del sexo. Por un lado, se considera evidente que buscar el embarazo en una
relación sexual debe ser una decisión consensuada, y que el engaño mediante la
decisión unilateral constituye una grave inmoralidad. Pero ante el hecho
consumado del embarazo se produce un giro en el juicio social, y aumenta
sustantivamente la opinión de que el engañado comparte la responsabilidad del
mismo, pues ésta no es asumida en la decisión de buscarlo, sino en la de
realizar el propio acto sexual.
Esta
incoherencia, que incluso la ley avala protegiendo por defecto a la figura de
la embarazada que quiere seguir adelante con el embarazo contra el deseo del
padre, es, se ve con claridad, la forma débil adoptada por el principio
cristiano de que dios da los hijos, y los hombres sólo se dedican a follar, sin
poner facilidades ni obstáculos, de modo que puedan ser maleable medio de
realización de la voluntad divina. Mientras un hecho de tan enorme relevancia
como el embarazo forme parte de las posibles consecuencias del acto sexual, éste
no podrá jamás convertirse en erótico, pues el vértigo, el morbo, el miedo, la
clandestinidad, serán factores emocionales que mediatizarán el comportamiento y
la actitud de los participantes de modo definitivo.
Pero,
¿cómo librarse sólidamente de esta consecuencia? Aquí participa el segundo
residuo de significación. Nuestra cultura anticonceptiva está lastrada por dos
alucinaciones cavernícolas. La primera es que educar con auténtica madurez en
la anticoncepción repercute negativamente en el índice de natalidad. El modo de
obligar a que la gente tenga tantos hijos como se estima oportuno o, al menos,
que no se desarrolle una cultura de cero descendencia será, por tanto, no
llegar demasiado lejos en la implantación social de los hábitos anticonceptivos.
Es importante consumir preservativos, por ejemplo, pero también lo es recordar
que no hay nada como correrse dentro, de modo que en el extremo de la
optimización de la ideología consumista-reproductiva, usaremos el condón justo
hasta antes de corrernos, y nos lo quitaremos al llegar al orgasmo bajo la
presunción de que así lograremos el supremo éxtasis.
La
segunda gran consigna moral que subyace en contra de una auténtica cultura
anticonceptiva es que la seguridad completa en el sexo llevaría a la extensión
indiscriminada del mismo entre sectores sociales en los que la ley de piedra
impone la abstinencia, especialmente los jóvenes. Es importante que las chicas
sigan quedándose embarazadas cuando sus relaciones sexuales comienzan antes de
que la sensatez esté lo suficientemente desarrollada como para establecer sobre
la situación un control razonable. Es importante que el peligro aceche porque,
como bien se sabe, de no hacerlo, las universidades y los institutos se
vaciarían, y todos los jóvenes y adolescentes se quedarían en su casa sin parar
de follar.
Así,
nuestra cultura anticonceptiva está tan poco desarrollada que requiere de toda
la madurez de un adulto para tener alguna garantía de eficacia. Un preservativo
es eficaz, sí, una vez colocado en el pene. Pero lo es muchísimo menos en la
farmacia, desde donde innumerables ideas desinformativas, hábitos equivocados y
prejuicios, atestan de obstáculos el camino que lo separa de cumplir su
cometido.
Cada
individuo, por sí mismo, debería haber desarrollado su cultura anticonceptiva
personal hasta el punto de ser prácticamente incapaz de embarazar o quedar
embarazado. El embarazo no puede ser un accidente al borde del cual la relación
sexual esté perpetuamente asomada. El embarazo debe ser un acto de plena consciencia
para cuyo logro cambien hábitos sexuales tan sustanciales que el acto sexual,
si no se vuelve claramente irreconocible, al menos pueda identificarse
perfectamente como distinto. El embarazo debe quedar fuera de la inercia del
acto sexual. Éste no debe ser un acto de riesgo sino, en la plena expresión de
su desiginificacón reproductiva, un acto de donación y experimentación de
placer sensual.
Para
lograr una cultura anticonceptiva más sólida es imprescindible la reducción del
componente coital. En la medida en que el sexo siga siendo imitación del acto
reproductivo es insensato esperar que pueda dejar, a su vez, de significarlo.
Pero es también de sentido común que, liberados de la necesidad de que el
hombre deposite el semen en la vagina de la mujer, el placer sensual, sin
renuncia alguna al orgasmo, encuentra múltiples alternativas que no pasan
necesariamente por la zona de peligro fecundador.
Debemos,
pues, desarrollar una cultura anticonceptiva que no se reduzca a disponer de un
método anticonceptivo que se interponga entre el placer y la fecundación. Son
nuestros hábitos eróticos los que deben cambiar y discurrir por vías que pasen
de manera más excepcional y segura por el único punto en el que el acto erótico
puede transformarse en un acto reproductivo, es decir, el orgasmo masculino en
la vagina de la mujer en ausencia de medidas anticonceptivas. Suena tan
enrevesado que parece imposible llegar a ello por despiste.
Frente
a cualquier idea de que la sustancia del placer sensual se da precisamente en
este acto, y que sin él se mutila y reprime la vida sexual, pueden esgrimirse
todo tipo de alternativas y argumentos, algunos de ellos reveladores de
flagrantes paradojas. Es evidente que este momento de peligro sólo tiene lugar
entre individuos cuyas características biológicas permiten la reproducción.
Habría que decir, entonces, que entre muchos otros pares de individuos, los
actos sexuales carecen de satisfacción sensual plena, pues la eyaculación
intravaginal queda fuera de sus posibilidades. Así, no sólo los homosexuales
quedarían confinados al gueto de los insatisfechos, sino también los ancianos
que hubieran reducido drásticamente su capacidad orgásmica, o los individuos
temporalmente impedidos para usar su aparato reproductor. Entre las paradojas consta
la de que el sexo pornográfico ha puesto de moda la eyaculación facial como
placer máximo perfectamente sistémico y de consumo masivo y que, lejos de
experimentarse como una represión insatisfactoria, se experimenta
mayoritariamente como un privilegio.
La
madurez erótica debería identificarse, entre otras cosas, con este alejamiento
del significado reproductivo del sexo, mediante el desarrollo de hábitos
sexuales alejados del peligro de la reproducción. Así deberíamos identificar a
aquellos individuos susceptibles de convertirse en buenos compañeros eróticos y
así deberíamos desarrollar una cultura anticonceptiva que no se redujera a una
membrana de caucho estratégicamente situada en tiempo y lugar.
Del
mismo modo que los jóvenes aprenden mal el uso del alcohol porque lo hacen
mediante ingestas desmedidas, consecuencia de no ser enseñados en el control de
las cantidades para su eficacia social, es decir, porque lo hacen desde la
orfandad de ser abandonados en manos del alcohol sin otra cosa que dos o tres
máximas restrictivas cuya aplicación parece entrar en conflicto con el
disfrute; del mismo modo aprenden mal el uso del sexo (es decir, aprenden sexo,
y no erotismo) porque, junto con la idea de que deben ponerse un preservativo,
reciben la idea de que deben buscar eyaculaciones intravaginales, pues
cualquier otra cosa no es digna de llamarse sexo.
La
eyaculación intravaginal es el más estúpido objeto de ambición imaginable. Esperar
a desarrollar la sensatez suficiente como para poder evitar que desemboque en
peligro de fecundación no implica renuncia alguna para el joven o adolescente.
Lejos de educar en la imitación de la sexualidad adulta tradicional, que pone
en sus manos herramientas poco interesantes de las que sólo pueden obtener
perjuicios, deberían ser educados en el erotismo no conceptivo, multiplicando
sus posibilidades de satisfacción sensual a la vez que refuerzan su dominio del
territorio de la fecundación. Lejos de educar a los jóvenes y adolescentes en
un sexo privado, secreto, trascendente y aterrorizado, deberían ser educados en
un erotismo público, colectivo, ligero y paulatino, en el que los hábitos
sociales eróticos y anticonceptivos se aprendieran como cultura general, sin
exagerar su importancia ni cargar su significación.
Frente
al descubrimiento del sexo como primera relación coital, el aprendizaje del
erotismo como intercambio de caricias, masturbaciones y exploración del placer
sin predeterminación de género. Frente a la elección de la persona objeto de
enamoramiento como compañero sexual, la elección del grupo de amigos como
compañeros eróticos, sin determinación de número, donde la conversión del acto
privado sexual en acto erótico comunitario aumenta la consciencia de los
individuos y el dominio racional de las situaciones.
Pero la sexualidad es enseñada de
golpe y porrazo, como una ansiada ceremonia de iniciación a la madurez cuya
compleja significación no sólo nos hace olvidarnos del fin en sí mismo de la
donación y recepción del placer erógeno, sino que nos convierte en víctimas del
embudo de significados que nos arrastra hasta la procreación.
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