Señalaba mucho más arriba que
comunión y procreación tienen en común la unión gámica: La generación de la
unidad familiar. El conservador que opina que la familia tradicional es el
entorno imprescindible para el más alto fin que constituye la crianza de los
hijos, y el progresista que entiende que la forma máxima de la cordialidad y
realización personal se produce a través de la unión de la pareja en el amor,
coinciden aquí, dando con ello la clave del funcionamiento del sistema en su
conjunto.
El sexo recibe de este cruce de
caminos, que es en realidad su origen, ese tercer significado que es común a toda
nuestra cultura: El sexo será siempre propuesta de “gamos”, de formación de
pareja que convierte a cada uno en la figura definitiva en la vida del otro,
infinita e irracionalmente por encima del resto.
El sexo es siempre símbolo, y las
más de las veces realización, de la máxima entrega entre personas adultas que
nuestra cultura conoce. El que ofrece su vínculo gámico al otro, y lo simboliza
o realiza en el sexo, se pone a su entera disposición desde la valoración de
que, de ser aceptado, de lograr entrar en esta subordinación, ganará, gracias a
la subordinación del otro, posiciones respecto a la independencia previa.
Pero esta negociación se produce en
un entorno privado, informal, inconsciente y sin garantías éticas. Estas
carencias claves, tan generalizadas en el capitalismo, tienen la virtud de
convertir el trato en un juego competitivo en el que la entrega gámica no es
sólo objeto de comercio, sino también de fraude y robo. Por un lado, el sexo se
escatima y obstaculiza por constituir el acto trascendental de entrega; el
impulso sensual es frenado por la gravedad simbólica de sus consecuencias. Por
otro, dichas consecuencias se convierten de por sí en objeto de ambición,
sobrepasando la motivación que el placer sensual genera espontáneamente, y
convirtiéndose en la fuente misma de ese placer sensual. Si follar significa
transformar al otro en tu esclavo, ¿a quién le importa la satisfacción de los
sentidos? Nuestra sensualidad se vuelve asunto menor. Lo importante es el
placer del otro; convencerlo de su vínculo esclavizador. ¿La belleza como
placer visual? Jamás. Cuanto más guapo, más valioso el esclavo. Las capturas
que nos convierten en individuos verdaderamente realizados son aquellas que
todos quieren. No es la belleza del otro, sino el valor social de esa belleza,
que se inocula en nosotros a través de la entrega sexual, lo que nos excita,
nos arrebata, nos vuelve locos de deseo hasta desatar en nosotros el impulso de
posesión total consistente en la destrucción radical. Cuanto más valioso el
otro, más valor obtendré de su destrucción.
Como no puedo acumular esclavos,
debo lograr de cada entrega la realización máxima de la esclavización. ¿De
verdad quieres ser mi esclavo? Demuéstrame hasta dónde eres capaz de llegar por
ello. Demuestra hasta qué punto estás dispuesto a esclavizarte a mí. Abandona
hasta donde sea posible tu condición de ser libre y digno; hazlo aquí, aprovechando
este espacio de moralidad confusa, y ahora.
Hemos encontrado el vínculo entre la
forma de la escuela pornográfica y la función común a todo sexo tal y como lo
concebimos en nuestra cultura. La liberación sexual se convierte, como todas
las liberaciones en el capitalismo, en abandono acrítico de toda norma, moral o
no, de modo que se obtenga rienda suelta para los anhelos de la voluntad. Como
la norma fue mala, toda norma es mala. Sólo con esta desaparición completa de
la norma podré albergar esperanzas de que lo que deseo hoy, por atroz que pueda
parecer, será realizado algún día. Mi deseo, sobredimensionado y degenerado por
la represión, es ahora liberado para que busque su satisfacción a través de
cualquier medio que logre encontrar. Prohibido prohibir. Todo el mundo tiene
que poder hacer lo que quiera siempre que eso no implique forzar a otros a
hacer lo que no quieren. Pero si aceptan… estarán perdidos.
El sexo, y la cultura eróticosentmental,
y nuestra cultura social completa, nutren la persuasión y la presión indirecta
como las fuerzas destinadas a materializar la opresión. El contrato de palabra
entra partes desiguales en el que la parte en desventaja debe aceptar el
aumento de la desigualdad a cambio de la prolongación de su supervivencia
promueve en el capitalismo esa veneración por la sacrosanta voluntad
individual. La razón no será más objetiva. No habrá una sensatez común a todos
porque ella establecería qué condiciones son inaceptables y qué acumulaciones
de poder peligrosas para la vida en común. Si la sensatez fuera objetiva, lo
bueno y lo malo serían evaluables, y los contratos individuales sometidos al
juicio de su calidad ética. Así, a lo largo del camino que va desde las
hipotecas esclavizadoras hasta la pornografía sadomasoquista de consumo masivo,
nos encontramos siempre la misma pseudonorma mortal que coloca a todas las
conciencias en estado de aplanamiento: “Todo vale, si se acepta libremente”.
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