La
comunión y el arropamiento afectivo mantienen una relación similar.
La idea de que el sexo debe llevar a un encuentro místico se
persigue a través del rutinario ritual del cariño que vendrá
después premiado con un placer sensual aún más rutinario, pero
suficiente para que se considere que la fusión se ha producido, si
es que alguna vez hay que pasar inspección.
De
nuevo la comunión funciona como discurso que da sentido, pero no
como finalidad que da forma. Cada acto sexual se aborda a partir de
la búsqueda puntual de afecto, o de la búsqueda del acto sexual
mismo, al que se llega a través del afecto.
Es
cierto que el componente afectivo es más susceptible de desatar la
lengua. Las contradicciones se enfrentan a la incomodidad de tener
que justificarse con más frecuencia. Pero la capacidad crítica del
discurso contextualizado en el amor es muy reducida, y se avanza más
en el sentido de crear justificaciones elaboradas y desorientadoras
que en el de someter pensamiento y comportamiento a los dictados de
la coherencia. El amor tiene, como una de sus tareas de mayor
responsabilidad, distraer al pensamiento crítico mediante una
confusa filosofía de aforismos incontrovertibles que generan células
de sentido, contradictorias entre sí, pero capaces de dar respuestas
a cada conflicto puntual. El amor genera a nuestro alrededor un
discurso cansino y copiosísimo; un estruendoso murmullo
publicitario, cuya omnipresencia persigue cerrar en falso todas sus
contradicciones. Así, mientras el arropamiento afectivo implica el
avance con respecto al sexo incomunicativo de permitirnos
preguntarnos “qué pasa aquí”, el amor desarrolla una única y
multiforme respuesta: El amor es así, no pasa nada.
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