Entre los tres modelos descritos, el del
sexo tradicional, el del sexo afectivo propuesto por el amor, y el de
inspiración pornográfica, que la cultura social interpreta como los polos de la
inhibición, la corrección y la liberación, se asientan, con apenas matices, la
gran mayoría de nuestras actividades sexuales que, con ser miserables, no dejan
de constituir el centro de nuestra vida sexual (cosa que matizo porque cabe
imaginar una sociedad que, teniendo unas relaciones sexuales tan degenerantes
como las nuestras, pero consciente de ello, trasladara el foco principal a, por
ejemplo, la literatura sexual. Lamentablemente, no es el caso).
El resto de alternativas sexuales
apenas lo son por distintas razones. A veces no se pueden considerar
alternativas sexuales al pie de la letra, porque son más bien formas de
olvidarse del sexo, incluso conservando cierta periodicidad en su práctica. El
desahogo no sensual (ni necesariamente hostil), así como la postergación de esa
satisfacción a otro periodo de la vida en el que se presume que se contará con mejores
condiciones para ello, son dos formas de resolución de la vida sexual
ampliamente extendidas y, por lo evidente del fracaso sexual que denotan,
ocultadas. Otras, porque no son más que el extremo de las tres ya descritas. En
el caso de la liberación pornográfica llegan con alarmante frecuencia al
ridículo de considerar curiosidades y extravagancias en el trato sexual entre
personas (por más que se trate de desviaciones que no aportan en sí daño
alguno), no como adaptaciones a desequilibrios (no necesariamente patológicos)
individuales, sino como propuestas que aspiran a conformar el “estándar de
relación sexual alternativa”. Así, por ejemplo, el sadomasoquismo llevado a su
escenificación más concienzuda, el uso consumista de complementos sexuales, el
anonimato como motor de la excitación, son, en diversos grados y combinaciones,
presentados como necesarios componentes de una alternativa sexual que sería la
liberación última, aquella que carece definitivamente de complejos al
entregarse en cuerpo y alma a la vida sexual sin dejarse en el camino una sola
de las posibilidades que la sociedad de consumo ha puesto a su disposición.
Negando la mayor, la de que no existe
ya represión ni liberación pendiente, sin embargo, obtenemos una interpretación
más coherente del panorama. La tan cacareada liberación sexual fue una fase de
nuestra historia sexual que trajo consigo algún progreso, pero que fue seguida
de otras fases de dicha historia, todas de igual o mayor duración; todas mucho
más conservadoras. El resultado, como es lógica en la historia, no puede ser el
retroceso por el camino ya recorrido, de modo que nuestra opresión sexual,
habiendo evolucionado con respecto a la de los años 50, difícilmente se puede
decir que se haya reducido significativamente. Hoy nuestra vida sexual sólo ha
dejado de ser autodidacta en la medida en que es sado-pornográfica; la
participación de la mujer ha dejado de ser pasiva en la medida en que es
activamente condescendiente con su propia explotación y en la presentación y
autopresentación como mercancía sexual. El nivel de libertad sexual ha
aumentado, pero nunca hasta reducir el déficit con respecto a la demanda, pues
los medios de comunicación someten al ciudadano a un estrés de deseo imposible
de satisfacer cuantitativa o cualitativamente, que lo mantienen en un estado de
obsesión colectiva, ésta sí, patológica. Nuestra vida sexual es mediocre en el
mejor de los casos, cuando no es mezquina o, directamente, degenerada; eso sí,
a través de formas renovadas (no nuevas) de degeneración. Seguimos sin saber
qué se puede hacer con el sexo, no ya para que contribuya a la felicidad
social, sino simplemente para dejar de ser sus víctimas.
Pero, además, hemos dejado de
preguntárnoslo.
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