El sexo puede, además, volverse
violento como desahogo desbocado de la propia tensión y represión sexual. Esta tercera función del sadomasoquismo
linda peligrosamente con la posesión humillante con orientación de género. Haré
un esfuerzo para distinguir ambas cosas que entiendo de muy distinto valor
moral.
El sadomasoquismo permite una
inmersión sexual, una sexualización transitoria completa y amoral, que libera
la fuerza que la carga simbólica del sexo ha reprimido. El individuo puede
entregarse al sexo en su forma sadomasoquista como un hambriento crónico a un
banquete. A la furia ansiosa propia del encuentro con el objeto deseado y
habitualmente inaccesible se suma el odio furioso hacia aquello que lo hace
inaccesible y que se encarna de manera circunstancial en el individuo con el
que se realiza el acto sexual. Estas dos furias son suficientes para que el
acto sexual deje de parecerse al arropamiento y para que, sometido a una cierta
conciencia, adquiera formas claras de sadomasoquismo.
Este sadomasoquismo vuelve a no
presentar a priori una orientación de género, como el robo del cleptómano
carece del proyecto de acumular capital. El cleptómano busca saciar su
frustración de poseer aquello que se le ofrece sin querer con ello aumentar su
poder ni hacer ostentación de lo poseído. El individuo entregado a
comportamientos sadomasoquistas con la función que ahora se trata pretende
liberarse del deseo torturante; aprovechar la ocasión para el agotamiento y el
desquite. Es por ello que este sadomasoquismo puede ser recíproco sin merma de
su eficacia, en lo que se distinguiría del consumista posesivo y esclavizante.
Lo que llamamos coloquialmente “sexo apasionado” está teñido en gran medida de
este componente sadomasoquista, que, como ningún otro, conjuga infligir y
recibir dolor en el mismo individuo, siendo así el más coherente con la
etimología del término (que “sadomasoquismo” implique el encuentro entre un
sádico y un masoquista es un fraude moral. La realidad es que la mayoría de los
individuos que lo incluyen en sus juegos de cama como un componente que ha
adquirido normalidad social, carecen de reparto a priori de estos roles.
Encontrarán después, sin embargo, una marcada y sospechosa tendencia a que sea
la mujer la agredida). El arropamiento lo tolera hasta ciertos límites, y sólo
en la medida en que haya inconsciencia y simetría teórica, pues de otro modo
dejaría de dibujarse como un posible tránsito hacia la comunión.
Es complicado entender que un
individuo se sacie sobre otro de manera agresiva y desordenada sin que esto
implique la conversión del otro en mercancía, y sí en símbolo de su propia
liberación. Pero, ¿cómo encauzar el entusiasmo ante la liberación de la
humillación represiva; el placer de lograr lo que se desea hasta el punto
extremo de temer volver a desearlo? De nuevo encontramos un factor en esta
finalidad del sadomasoquismo que entra dentro de lo que podemos entender como
una progresión normal hacia la racionalización de la vida sexual.
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