El éxito sorprendente del sadomasoquismo como estilo sexual progresivamente implantado desde hace más de una década, y generalizado en muchos de sus comportamientos ya en nuestro tiempo se explica, sobre todo, como realización de la fantasía de violencia sobre el objeto de posesión y consumo (pues una forma más convincente de posesión es el desprecio, en la posesión, por lo poseído, que se destruye como basura, y en tanto que el deseo de posesión ha alcanzado en todos los ámbitos una dimensión desmesurada, es en todos los ámbitos donde las formas de realización del sexo más tradicionales se quedan cortas en la escenificación de símbolo de la posesión). Pero el fenómeno es más complejo y, si no se quiere pasar por represor de sanos impulsos, el análisis de cada una de las funciones que los comportamientos sadomasoquistas desempeñan en la relación se vuelve inevitable.
Para manejar el tema con más comodidad, entendamos por sadomasoquismo todo comportamiento que, en el entorno del sexo, signifique una evolución hacia la agresividad con respecto, sobre todo, al modelo del arropamiento afectivo. Esto amplía el espectro hasta comportamientos sin el tradicional componente de humillación explícita del sadomasoquismo clásico, pero hemos de entender que todos ellos provienen de la misma escuela y aparecen, por ello, en el mismo entorno significativo. Gran parte del cine sadomasoquista autodefinido como tal consiste en la aplicación sobre el cuerpo de la víctima de agresiones que están en el límite de no serlo en absoluto, porque ni implican verdadero daño físico ni se le somete a la más mínima humillación, antes al contrario, se cuida escrupulosamente de que la acción tenga un perfecto aislamiento físico y psíquico que garantice en todo momento la voluntariedad.
En primer lugar, el sadomasoquismo viene a aliviar la tensión afectiva impuesta por el modelo del arropamiento. Tanto el afecto forzado como la falta de dedicación completa a la sensualidad son eliminadas con este nuevo modelo. La desafección del sadomasoquismo, por ser consensuada, no se experimenta originalmente como fraude afectivo ni posesión simbólica, es decir, que no genera exclusión de manera inmediata, ni marcada necesidad de afecto. El exceso de afecto al que fuerza el arropamiento convierte el sadomasoquismo en una distensión emocional, y en una vía para justificar los contactos sensuales de mayor intensidad, que para nuestra cultura no pasarían nunca por manifestaciones de afecto. El sadomasoquismo permite al sexo llegar al nivel de contacto intenso al que, con resultados perfectamente placenteros, ya sea mediante el estímulo o la relajación, llegan los masajes o los juegos de pelea. Parece difícil condenar moralmente esta función, que por lo demás ni siquiera presenta, a mi ver, orientación de género, salvo en la medida en que no se condene al envolvimiento mismo. Es responsabilidad de éste último, y de la represión que de él parte, que la satisfacción generada por la fricción muscular deba llegar bajo la etiqueta de sadomasoquismo, con las complejísimas connotaciones éticas que conlleva. Sería responsabilidad del sadomasoquismo, o del sadomasoquista, reconocer la ausencia en su deseo de contacto duro, otra cosa que el más conocido (y saludable) de los placeres al que acompaña, como es habitual con el placer equilibrado. El arropamiento permite acciones como hacer recaer un cuerpo completamente sobre el otro, siendo esto no un placer para el que se sitúa encima sino (siempre ante la hipócrita perplejidad del discurso amoroso) para el que queda debajo. Sin embargo, el masaje del cuero cabelludo producido por el tirón (controlado) del pelo, o el de los glúteos y otros grandes músculos que los golpes (controlados) sobre ellos contribuyen a dar, o los que se dan sobre los propios músculos de las áreas genitales (más controlados todavía), o la estimulación de la piel mediante la incisión (controlada, ¿es necesario decirlo?) de las uñas, o el desahogo de la tensión maxilar mediante la aplicación de mordiscos en áreas deformables (más difícil de controlar, claro, porque el que siente el placer no es el mismo individuo que el que siente el dolor); todo ello “se parece” a una agresión y el envolvimiento amoroso lo rechaza (con fuertes razones históricas y sociales, no cabe duda, pero cayendo en el error) como tal. Estos comportamientos surgen, en la gran mayoría de casos, desde la discriminación de género, así como en el entorno de otras formas y funciones del sadomasoquismo. Pero lo que se quiere afirmar aquí es que su aislamiento y uso funcional es posible (y seguramente necesario) desde una ética igualitaria.
Debe entenderse, además, que es el arropamiento el que, limitando la actividad sexual al mensaje del afecto, abre la puerta a que, con el caballo de Troya de la relajación muscular, se contamine la actividad sexual de todas las connotaciones del sadomasoquismo.
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