La tercera escuela o modelo, de rabiosa novedad, es la que, bajo el paraguas de una supuesta desinhibición definitiva, constituye la herencia de la liberación sexual, casi íntegramente transvasada al cauce de la mímesis pornográfica. La condición de mercancía de consumo masivo de la pornografía arranca precisamente poco después y a partir de la época de la liberación, y su contenido ha evolucionado más con el signo del mercado que con el de los tiempos (aunque tampoco es que los tiempos…).
Poco después de estallar la liberación sexual, el cine abrió las puertas al sexo explícito, que ahora iba a ser considerado materia ordinaria del mismo, pero que conservaba la virtud, por su novedad, de concitar grandes audiencias y generar enormes beneficios por, entre otras cosas, lo ridículo de sus inversiones. Así, nace a la sombra de la liberación pero no inspirado en ella, salvo contadísimas excepciones, sino en la rentabilidad comercial del nuevo mercado abierto por la liberación (cumpliendo así la ley del sistema capitalista de que cualquier mejora, por definida que esté, genera un perjuicio en la forma de presión indiscriminada del mercado sobre el disfrute de dicha mejora o de sus consecuencias, ya sean libertades adquiridas, aumento de la capacidad adquisitiva, integración de grupos sociales, etc…, dinámica que es uno de los principales argumentos demagógicos que las ideologías conservadoras emplean contra cualquier progreso contrario a sus posiciones o intereses pues, al poder surgir sólo en nuestro marco económico, debe ser valorado como pernicioso por ir acompañado del perjuicio que el mercado no dudará en ejercer a su costa). El cine pornográfico, tal vez debido a lo alejada de cualquier forma de cultura que está en general la industria de la compensación de la represión sexual, jamás ha perseguido relevancia ética ni estética alguna (por más que, entre los consumidores asiduos, surjan debates sobre la calidad de uno u otro producto, o los festivales especializados tengan la falta de pudor, o de criterio, de conceder premios paralelos a los del cine “normal”) y si lo ha hecho, el fracaso salta a la vista (decir que Mario Salieri es el Bergman del porno es infinitamente más engañoso que decir que los Goya son los Oscar del cine español. Sería más bien como decir que el Hola! es el Hamlet de la prensa amarilla).
Pero, efectivamente, lo que estuvo inspirado en la rentabilidad comercial obtenida al mostrar relaciones sexuales explícitas, contribuyendo de paso a la desinhibición de un considerable sector de la población, ha ampliado su influencia hasta convertirse en un educador social de primer orden. Como afirmaba arriba, la vocación educativa no ha estado presente jamás en la producción pornográfica. Lo que en sus imágenes se ha mostrado ha sido siempre aquello que los realizadores han entendido, desde una proverbial tosquedad, no exenta de cierta intuición comercial, que era lo más próximo a lo que el consumidor, abrumadoramente masculino, podía demandar. Procurando adelantarse a sus fantasías en cuanto a objetos y comportamientos sexuales, la pornografía ha satisfecho y, sobre todo, canalizado, el deseo, convirtiéndose, como cualquier sector de consumo mayoritario, en un formador de opinión más que en una respuesta a la demanda. Así, la pornografía es hoy por hoy, tras treinta años de implantación, el lugar donde se establece la forma del deseo sexual que, por su propia dinámica, es una expresión grosera de las fantasías, de por sí groseras, de su consumidor. En esta retroalimentación entre consumidor y productor, el primero ha perdido la voz cantante, y es ahora, ante todo, discípulo. Se ha dejado de buscar en la pornografía lo que no se veía u obtenía en la vida, para buscar realizar en la vida prácticas sexuales que deben, para resultar satisfactorias, imitar del modo más simiesco a la pornografía. La pornografía es ahora ejemplo, y sus creadores, a pesar de lo tenue de sus luces, son conscientes de ello, y “crean” a partir de esta consciencia. Es en la pornografía donde descubrimos ahora las mejores ideas para enriquecer nuestro repertorio sexual e implementar fantasías aún en estado de gestación.
En ella, no hay más remedio que constatarlo a mayo de 2012, se presenta un comportamiento sexual clonado en el que cambian los actores pero nunca las acciones. Si por la desinhibición sexual con que la pornografía nos obsequia fuera, deberíamos pensar que tener una relación sexual, a la que aquí debemos llamar ya “echar un polvo” o, más rigurosamente, “follarse a una tía”, consiste en realizar, por orden escrupuloso, una serie de acciones, todas ellas imprescindibles, a saber: tener un preámbulo erótico breve que sirve también como saludo, toma de contacto e incursión en el espacio íntimo del otro; que el tío le coma el coño a la tía; que la tía te coma la polla al tío, a ser posible provocándose fuertes arcadas y recibiendo en la cara ocasionales golpes con el glande como si fuera la regla de un antiguo maestro de escuela; que el tío se folle a la tía por el coño; que el tío se folle a la tía por el culo y, por último, que el tío se corra en la boca de la tía procurando que parte del semen le caiga en los ojos. Las insignificantes diferencias cualitativas entre unas secuencias sexuales y otras, entre distintos polvos, dependen del talento de la mujer como amante, que estriba en dos virtudes principales: la posesión de habilidades especiales que presumiblemente añadan un plus de excitación al hombre (mover el culo en círculos, acariciar los testículos, gritar una blasfemia de creación propia o emitiendo un chillido original, de modo que el hombre pueda pensar que su satisfacción es superior a la que sienten otras mujeres y, por ende, que el hombre lo está mejorando con respecto a ocasiones anteriores), y la entrega a la mayor cantidad posible de comportamientos violentos en calidad de sujeto pasivo, que son entendidos como muestras de creatividad y madurez en su sensibilidad sadomasoquista.
A todas luces, no estamos más que en la realización, dentro del margen de lo legal, de la fantasía de violación, instituida como relación sexual ordinaria. La violación como deseo inconfesado que se traduce en fantasía empuja a la industria pornográfica como vía inspiradora aproximando cada vez más la una a la otra. La industria pornográfica, como formadora del gusto social, ya sea por la vía directa de gestar el deseo de sus consumidores, ya sea por “contagio sexual”, por imitación de unas parejas a otras a través de la mujer que se excita mediante la complacencia del deseo del hombre que escenifica su violación, se erige en nuestro maestro del sexo. La situación adquiere la forma de una paradoja cruel y jocosa. Entre la violación, relación sexual que recibe la máxima condena sexual, y el sexo consentido (entiéndase, allí donde ha llegado a la desinhibida madurez a la que lo conduce el disfrute del producto pornográfico), hay una relación de imitación, de modo que la mejor relación sexual, según este modelo, consiste en la imitación de la peor de ellas. Esta misma paradoja, repugnante a cualquier criterio ético, se establece en otras prohibiciones-represiones que, siendo importantes, no son tan sustanciales para explicar la naturaleza de nuestro sexo, como la pederastia.
Te pierdes de un punto, el sexo es una de los espacios en que puedes explorar y descubrirte de manera divertida; y estas películas abren posibilidades y quitan tabúes. Tengo que admitir que a las películas pornográficas les falta mucha imaginación, pero considero que las nuevas tendencias como la de Erika Lust logran añadir demasiado al juego. Considero que hay un reto de por medio y estoy seguro que la directora realmente disfruta lo que hace, al igual que los actores y tiene da cuenta de diversas expresiones del mundo humano como la literatura y la música, dejando a veces, casi en segundo plano, la escena sexual.
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