lunes, 8 de abril de 2013

sexo. FONDO. III. función resultante


El sexo es, de este modo, el fundador del matrimonio mediante el establecimiento del pacto sagrado que su realización implica sin necesidad, siquiera, de afirmarlo expresamente. Ésa será su forma de existir en nuestra cultura, y en cada una de sus actos de presencia, en cada uno de los actos sexuales, habrá una participación de dicha forma. Los individuos que realizan un acto sexual son conscientes de que transitan un espacio capaz de invocar la trascendencia propia y ajena, y esto sin menoscabo de una completa incomunicación con su compañero de recorrido. Dicha trascendencia consiste en la toma de posesión matrimonial del otro, ya sea completa o simbólica, que es una forma de poseerlo o de afirmar de manera tajante que queda a la disposición de nuestro poder, en tanto que contraer matrimonio con nosotros implica darnos un poder privilegiado sobre su vida.

El pacto sagrado del matrimonio que el sexo establece se diferencia del matrimonio como pacto jurídico en que cada uno de los individuos lo establece sin contar con el otro. Mediante el sexo nos entregamos al otro en pacto sagrado sin previa solicitud de nuestra entrega, o logramos que el otro se nos entregue sin haberlo nosotros ni pedido ni habernos, por supuesto, responsabilizado de ello.



Como decía, esta entrega tiene un valor simbólico autónomo, independiente en parte de que la entrega misma al pacto matrimonial sea real. Es por ello que el acto sexual que no conlleva la sacralización de la unión para  de ninguna de las dos partes conserva, a pesar de eso, un juego de entrega en el que se deposita el valor simbólico autónomo de dicho acto.

El acto sexual es, por esto, una gran apuesta que, en el más trivial y menos comprometido de los casos, posee una codiciable carga simbólica. Es enorme el valor simbólico que se pone en juego y enorme el que se puede ganar y perder. Por eso nuestra cultura individualista lo tiene claro: el sexo es un lugar de lucha, una partida, un regateo, un bazar, un ring, al que se debe entrar si se quiere triunfar, pero en el que sólo triunfará el fuerte, experto y hábil. El resto sufrirá una sangría en su valor que le obligará a conformarse con carecer de él o a volver de nuevo a la arena, en busca del valor que constituye la posesión simbólica o real de los otros.

Si a esta batalla solapamos la lucha de clases y género, es decir, caracterizamos a cada uno de los contendientes o jugadores según las particularidades sociales en que los comprende el capitalismo patriarcal, queda el sexo, y por extensión el amor y la vida eróticosentimental, dibujados como uno más de los territorios en que nuestra sociedad pone en práctica e incrementa el juego de la explotación y la desigualdad. Lejos de ser convertido sólo en un producto más del mercado del ocio del que disfrutar cuando se dispone del poder del capital, más allá incluso de su condición de objeto de ostentación que indica el estatus de cada individuo, el sexo como vida sexual personal es un poder clave que hace más fuerte a quien lo explota y domina, y más débil a quien es desposeído de él y de la capacidad de dominación de otros que le proporciona, en cada una de las ocasiones en que se realiza un acto sexual.

Tanto la clase como el género establecen una dialéctica amo-esclavo que el capitalismo patriarcal orienta en la forma consumidor-mercancía, repartiendo el papel de hombre amo acumulador y consumidor, por un lado, y el de mujer esclava mercancía desechable por otro, de manera más marcada cuanto más marcados aparezcan clase y género. A todos los fondos y formas afectará transversalmente la búsqueda de la máxima acumulación, posesión y consumo del hombre-amo y del máximo bienestar y seguridad de la mujer-esclava. La posesión simbólica a través del sexo tendrá la tendencia de presentar una orientación ascendente, donde la posesión se desplaza, desde la esclava mujer proletaria mercancía que pasa a ser poseída y habitar el capital de su poseedor, hacia el hombre amo capitalista consumidor que pasa a poseer y proyectarse, una vez consumada la posesión, hacia nuevas cargas simbólicas sexuales, más susceptibles de ser poseídas cuanto mayor siga siendo la posesión ya acumulada.

Cual es la doble moral capitalista del capitalismo que conocemos, es decir, aquel que dice creer en la redistribución automática de los bienes mediante la competitividad, mientras contempla y practica la acumulación salvaje a costa incluso de la ley que, sólo excepcionalmente, alcanza a algo más que a denunciarle en el vacío; así la moral sexual del capitalismo patriarcal deja en manos del proletariado esclavo femenino la responsabilidad de defender el modelo sancionado, mientras la clase opresora capitalista masculina se dedica a conculcarla en secreto. La mujer será la representante de la moral que la oprime y, por ello, ostentadora de la verdad y el bien desde el concepto de ambos que ostenta dicho sistema. El hombre capitalista, beneficiario del mismo, soportará la tolerable carga de reconocer en sí mismo al villano viéndose, sin embargo, obligado por su condición genética a entregarse a ese destino.



No es mi intención sostener que el sexo debe ser liberado de cualquier significación. Sí lo es recordar lo que debería ser obvio: que dicha significación debe someterse a un análisis crítico que, muy probablemente, reduzca su trascendencia simbólica y transforme de manera sustancial su significado adaptándolo a funciones infinitamente más edificantes y, en muchos sentidos, irrelevantes.

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