El sexo es, de este modo, el fundador del
matrimonio mediante el establecimiento del pacto sagrado que su realización
implica sin necesidad, siquiera, de afirmarlo expresamente. Ésa será su forma
de existir en nuestra cultura, y en cada una de sus actos de presencia, en cada
uno de los actos sexuales, habrá una participación de dicha forma. Los
individuos que realizan un acto sexual son conscientes de que transitan un
espacio capaz de invocar la trascendencia propia y ajena, y esto sin menoscabo
de una completa incomunicación con su compañero de recorrido. Dicha
trascendencia consiste en la toma de posesión matrimonial del otro, ya sea
completa o simbólica, que es una forma de poseerlo o de afirmar de manera
tajante que queda a la disposición de nuestro poder, en tanto que contraer
matrimonio con nosotros implica darnos un poder privilegiado sobre su vida.
El pacto sagrado del matrimonio que el sexo
establece se diferencia del matrimonio como pacto jurídico en que cada uno de
los individuos lo establece sin contar con el otro. Mediante el sexo nos
entregamos al otro en pacto sagrado sin previa solicitud de nuestra entrega, o
logramos que el otro se nos entregue sin haberlo nosotros ni pedido ni
habernos, por supuesto, responsabilizado de ello.
Como decía, esta entrega tiene un valor
simbólico autónomo, independiente en parte de que la entrega misma al pacto
matrimonial sea real. Es por ello que el acto sexual que no conlleva la
sacralización de la unión para de
ninguna de las dos partes conserva, a pesar de eso, un juego de entrega en el
que se deposita el valor simbólico autónomo de dicho acto.
El acto sexual es, por esto, una gran
apuesta que, en el más trivial y menos comprometido de los casos, posee una
codiciable carga simbólica. Es enorme el valor simbólico que se pone en juego y
enorme el que se puede ganar y perder. Por eso nuestra cultura individualista
lo tiene claro: el sexo es un lugar de lucha, una partida, un regateo, un
bazar, un ring, al que se debe entrar si se quiere triunfar, pero en el que
sólo triunfará el fuerte, experto y hábil. El resto sufrirá una sangría en su
valor que le obligará a conformarse con carecer de él o a volver de nuevo a la
arena, en busca del valor que constituye la posesión simbólica o real de los
otros.
Si a esta batalla solapamos la lucha de
clases y género, es decir, caracterizamos a cada uno de los contendientes o
jugadores según las particularidades sociales en que los comprende el
capitalismo patriarcal, queda el sexo, y por extensión el amor y la vida
eróticosentimental, dibujados como uno más de los territorios en que nuestra
sociedad pone en práctica e incrementa el juego de la explotación y la desigualdad.
Lejos de ser convertido sólo en un producto más del mercado del ocio del que
disfrutar cuando se dispone del poder del capital, más allá incluso de su
condición de objeto de ostentación que indica el estatus de cada individuo, el
sexo como vida sexual personal es un poder clave que hace más fuerte a quien lo
explota y domina, y más débil a quien es desposeído de él y de la capacidad de
dominación de otros que le proporciona, en cada una de las ocasiones en que se
realiza un acto sexual.
Tanto la clase como el género establecen una
dialéctica amo-esclavo que el capitalismo patriarcal orienta en la forma
consumidor-mercancía, repartiendo el papel de hombre amo acumulador y
consumidor, por un lado, y el de mujer esclava mercancía desechable por otro,
de manera más marcada cuanto más marcados aparezcan clase y género. A todos los
fondos y formas afectará transversalmente la búsqueda de la máxima acumulación,
posesión y consumo del hombre-amo y del máximo bienestar y seguridad de la
mujer-esclava. La posesión simbólica a través del sexo tendrá la tendencia de
presentar una orientación ascendente, donde la posesión se desplaza, desde la
esclava mujer proletaria mercancía que pasa a ser poseída y habitar el capital
de su poseedor, hacia el hombre amo capitalista consumidor que pasa a poseer y
proyectarse, una vez consumada la posesión, hacia nuevas cargas simbólicas
sexuales, más susceptibles de ser poseídas cuanto mayor siga siendo la posesión
ya acumulada.
Cual es la doble moral capitalista del
capitalismo que conocemos, es decir, aquel que dice creer en la redistribución
automática de los bienes mediante la competitividad, mientras contempla y
practica la acumulación salvaje a costa incluso de la ley que, sólo
excepcionalmente, alcanza a algo más que a denunciarle en el vacío; así la
moral sexual del capitalismo patriarcal deja en manos del proletariado esclavo
femenino la responsabilidad de defender el modelo sancionado, mientras la clase
opresora capitalista masculina se dedica a conculcarla en secreto. La mujer
será la representante de la moral que la oprime y, por ello, ostentadora de la
verdad y el bien desde el concepto de ambos que ostenta dicho sistema. El
hombre capitalista, beneficiario del mismo, soportará la tolerable carga de
reconocer en sí mismo al villano viéndose, sin embargo, obligado por su
condición genética a entregarse a ese destino.
No es mi intención sostener que el sexo debe
ser liberado de cualquier significación. Sí lo es recordar lo que debería ser
obvio: que dicha significación debe someterse a un análisis crítico que, muy
probablemente, reduzca su trascendencia simbólica y transforme de manera
sustancial su significado adaptándolo a funciones infinitamente más edificantes
y, en muchos sentidos, irrelevantes.
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