Cuando el individuo se siente incompatible con los
principios de organización social que propone el capitalismo, el amor,
ideología engrasante de sus asperezas, toma el mando. La fría programación del
plan familiar, con sus necesarias y groseras consideraciones económicas, deja
paso al desinterés puro, a costa de eliminar cualquier plan o, al menos,
relegarlo a estratos menos conscientes del pensamiento. Esta identificación del
plan con el interés estrictamente ilegítimo y del desinterés como bien absoluto
se extiende también al sexo.
La función que el amor asigna a la pareja es
diametralmente opuesta a la del capital, precisamente porque la función de que
el amor asigne una función es distraer de la que asigna el sistema para todo
aquél que se sienta incómodo con sus principios. Pero la forma irracionalista
entregará a su seguidor al pensamiento dominante con suma facilidad. Cuanto más
contrario es el individuo a las reglas que rigen el capitalismo patriarcal, más
cae en la trampa del amor, asumiéndolas mediante lo que podríamos llamar el “camino
largo”. Que dos vías aparentemente opuestas conduzcan al mismo final tiene la
virtud añadida de reforzar el argumento del determinismo natural. Cualquier
opción es entendida a priori como ocupando necesariamente un punto intermedio
entre ambos extremos, y por tanto incapaz de proponer alternativa real alguna.
Nada digno de ser considerado como modelo estable o definitivo escapa a la
pareja monógama. Quede dicho de pasada que no se trata ya de monogamia
heterosexual sino, simplemente, monogamia de género, porque la definición de
los roles de género, necesarios para generar la célula familiar, ha sustituido
a la obligatoriedad de la heterosexualidad, necesaria para la reproducción.
Tanto la procreación como el amor son inconcebibles, sin embargo, fuera de
dicha definición de género, que fundamenta la idea de la complementariedad aristofánica
entre dos, y sólo dos, personas.
Para el amor, el sexo es el lugar de la comunión
entre los amantes. La plenitud de la realización del amor, así como su prueba
definitiva e imprescindible, es el acto sexual. En una relación que debe
carecer de plan y cuya fuente de sentido es la gratificación en el presente, el
sexo se convierte en territorio privilegiado, realización paradigmática de la
intrascendencia. Dado que nuestra cultura no reivindica su propio fundamento histórico
filosófico y racional, sino que ha desarrollado a nivel popular un profundo
desprecio hacia él, el carácter comunicativo de dicha comunión queda eclipsado
por su componente emocional. Ésta emoción sin contenido y, por consiguiente,
sin comunicación, deja de ser un acto común, para volverse acto en común, es
decir, coincidencia simultánea del mismo acto y las mismas emociones en dos
individuos encerrados en su solipsismo emocionalmente potenciado. El sexo del
amor es, entonces, una sugestión común que hace las veces de encuentro. Su
eficacia estriba precisamente en su naturaleza sensual. La capacidad del sexo
para generar sensaciones poderosas permite convertirlas en emociones tratadas
mediante las interpretaciones pertinentes que el amor pone a nuestra
disposición. El amor nos dirá qué emoción cabe esperar de la relación sexual
satisfactoria, y dicha relación nos proporcionará una serie de sensaciones que
convertiremos en emociones gracias, precisamente, a esas expectativas.
Estrictamente hablando, ignoraremos si las emociones
del otro son las mismas, es decir, si son las mismas sensaciones acompañadas de
las mismas interpretaciones de esas sensaciones, pero nos conformaremos con
indicios superficiales en su comportamiento y, sobre todo, con la
interpretación añadida de que nuestras emociones son las emociones de una
comunión, es decir, que si tienen lugar en nosotros es porque también tienen
lugar en el otro.
Si
las emociones tienen lugar según el relato que el amor les vaticina, dicho acto
sexual funcionará como demostración de que la pareja debe formarse según los
presupuestos de la monogamia con definición de género.
En caso de no aparecer estas emociones, se entiende
que el acto sexual, incluso resultando placentero, tiene una relevancia de
segundo orden y absolutamente efímera. Así, en su persecución del acto de vital
trascendencia, el amor condena a la vida sexual a ser percibida siempre como
fracasada, insatisfactoria o, al menos, incompleta. A la espera de la llegada
de la gran revelación sexual, cada individuo vaga por el mundo del sexo (dentro
o fuera de su pareja) como un desterrado del amor, culpable por sentir placer o
desearlo allí donde sólo hay frivolidad, o fracasado por no encontrar, o
reencontrar, la comunión, y demostrarse, con cada acto sexual, que el amor o no
ha llegado, o ya se ha ido.
La función de comunión afectiva implica la
sacralización y “fidelización” por razonamiento deductivo. El acto sexual se
eleva a tales cimas de ficticia empatía que impone su singularidad. Lo que pasa
entre dos individuos que alcanzan la comunión amorosa por medio del sexo no
necesita de ulterior puesta en común, pues su forma presenta los rasgos de lo
irrepetible, y el hecho mismo de su repetición fuera de la pareja consagrada
por el acto implicaría falta de sinceridad en el acto sexoamoroso (aunque, cómo
no, esa puesta en común tendrá lugar para terminar de construir la ficción de
la comunión).
Vemos que el sexo del amor tiene una carga
significativa tan potente o más que la que le asigna el capitalismo patriarcal
cuando actúa sin la mediación del amor, con la diferencia de que si aquél ponía
el énfasis en la realización del acto, éste lo desplaza hacia la emoción
sentida en dicha realización.
Ésta es la característica determinante del sexo en
nuestra cultura. Su enorme valor significativo lo convierten en un símbolo tan
poderoso y trascendente que su tratamiento constituye siempre una carga de
profundidad sobre las bases sociales. La confluencia de la desmedida
importancia del sexo con la ocultación a la que el discurso del amor somete su
verdadera función económica lo convierten en una materia no sólo confusa sino
sagrada. Sobre el sexo no sólo no se sabe hablar, no sólo estuvo prohibido
hablar, sino que, ahora que no lo está tanto, no se puede hablar porque todo
hablar reflexivo conculca el precepto religioso de no investigar lo sagrado.
Allí donde el sexo pretende ser explicado aparecerá la consigna mística de que
del sexo, mensajero entre procaz y sublime (contradicción que, como todas las
religiosas, es tratada de misterio sólo comprensible por iniciados) del amor,
dios inefable por excelencia, no se debe hablar con pretensiones de conocer
porque nadie tiene derecho a querer explicar lo incognoscible.
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