Queda sólo bosquejado por qué las
manifestaciones afectivas propias del envolvimiento son insuficientes para
satisfacer las necesidades de afecto más profundas de un individuo. Pero constátese
el detalle de que, al perder la perspectiva sobre su componente sensual, este
tipo de relación agota rápidamente su capacidad de sugestión por excitación. La
habilidad para excitar de un afecto que no reconoce la excitación como objetivo
es, lógicamente, muy limitada. El placer es necesitado, pero no buscado de modo
consciente y activo. No se produce, más que a título testimonial, un verdadero
aprendizaje de las técnicas del placer sensual que el sexo pone a disposición.
Sin embargo, el relato amoroso proyecta una expectativa altamente exigente
sobre la relación sexual. Se espera del sexo que, si no es mágico, al menos sea
siempre tierno y entrañable. Pero no habrá satisfacción si el afecto no llega
acompañado de cierto componente de placer sensual, y éste necesita, para
garantizarse más allá del momento de su descubrimiento, de un cierto dominio de
sus mecanismos. Por esta falta de autoconsciencia, el sexo de arropamiento
afectivo pierde fuerza casi con la misma velocidad con la que en principio la
gana, siendo pronto sustituido por una acción rutinaria aunque, a diferencia
del modelo represivo, razonablemente amistosa.
Ya se ha dicho que la vocación del
sexo en el amor sigue siendo el establecimiento de la pareja matrimonial. En el
modelo afectivo el sexo deja de ser consumación, como sucedía en el represivo, y
pasa a convertirse en prueba. Es el éxito de la relación, y el del sexo en ella
como componente clave, el que nos indicará si debe o no existir unión. Pero ahí
termina toda la emancipación con respecto a la vía única de la pareja monógama.
La relación sexual no se establece para realizar un intercambio
eróticosentimental, sino para ver si se produce dicho intercambio, en cuyo caso
se habrá abierto la vía a la comunión y la formación de la pareja. Si el
intercambio tuviera vocación circunstancial, de satisfacción de una necesidad
afectiva puntual, no podría cumplir su función, pues la necesidad afectiva
satisfecha sólo podría ser secundaria y, por lo tanto, razonablemente
satisfecha también por otras formas de relación no sexual. Si el sexo debe dar
afecto, lo hará de modo total y definitivo, o no lo hará en absoluto. Y si el
afecto queda dado deberá ya darse siempre. El camino afectivo queda más cerrado
todavía, y las carencias afectivas más abocadas a ser satisfechas mediante una
relación sexual conducente a la monogamia. El amor nos dirá, en su relato, que
quien no tiene amor está solo, y nos lo hará sufrir porque, o no tendremos
relaciones sexuales, o sólo tendremos aquéllas en las que recibamos un
estruendoso mensaje de desafección.
La necesidad o el deseo de sexo y de
afecto, es superfluo señalarlo, surgen de modo independiente y a su aire, y
sólo porque nuestra cultura asocia ambas cosas, presentan alguna coincidencia,
más bien a posteriori, en su aparición. La necesidad de sexo se llegará a vivir
como falta de afecto en su forma aguda, pues se interpretará que ni siquiera se
tiene afecto como para logar una sencilla relación sexual (cuando la razón será
que no hay deseo o que no hay proyecto de pareja). La falta de afecto profundo
se vivirá también como una crisis sexual, por más que la vida sexual esté
plenamente satisfecha en cualquier otro aspecto que no sea la generación de
comunión monogamizante.
Ante esta nueva forma de represión, resumida
en el poco elaborado principio de que “el sexo es afecto, y tratar de
separarlos es una aberración degenerada”, ambos fines, tanto el sexual como el
afectivo, se harán objeto de mercantilización y fraude. La oferta de sexo no
deseado a cambio de afecto, así como la de afecto no deseado a cambio de sexo,
pasan a ser el engaño a descubrir, el autoengaño a alcanzar, y el fraude a
dominar, en la lucha por conservar un sentimiento de aceptable inserción
social. Este fraude tiene ya lugar desde una marcadísima orientación de género,
que es la cantinela cotidiana y sempiterna de nuestra lucha de géneros en el
territorio del sexo.
Según la dialéctica amo-esclavo o
consumidor-mercancía que otorga a un género el papel de acumular riqueza y al
otro el de lograr ser poseída por el mejor de los amos, la mujer acepta tener
relaciones sexuales aparentemente no afectivas para recibir afecto en el arropamiento
y alcanzar así una comunión que la una al hombre. El hombre, por su parte,
simula, en el arropamiento, ofrecer afecto con vocación de comunión que le dé
acceso a un sexo destinado originalmente a la unión matrimonial. Muchas de
estas manifestaciones afectivas no lo son más que al objeto de deseo, y no a su
portador. Así, se besa y se abraza al otro como expresión de alegría y
satisfacción sensual, por entusiasmo ante la expectativa de goce, y no siempre
porque el otro, como individuo consciente, nos inspire dicho afecto. La
paradoja llega al extremo cuando el afecto expresado va dirigido al hecho mismo
de la posesión, al apoderamiento del otro mediante el sexo, a la conquista del
símbolo de su libertad que el sexo significa. Así, se estaría mostrando afecto
hacia la ausencia del otro en su acto sexual o, al menos, hacia su derrota y
humillación; hacia el perjuicio del otro a través de su cuerpo objetuado y
entregado. El destinatario del mensaje afectivo es el cuerpo sin consciencia, y
la acción premiada con él es, precisamente, el liberarse de dicha consciencia
para caer en manos de quien lo posee sexualmente.
Este comercio se vuelve especialmente
confuso, inestable e inadaptativo (por más que pueda llegar a ser, según el
caso, deseable síntoma de libertad frente al determinismo de los roles) cuando
los objetivos entran en conflicto con el rol de género, es decir, cuando la
mujer ofrece afecto para conseguir sexo y el hombre oculta sus carencias
afectivas bajo una capa de acentuado deseo sexual. Esta confusión se denomina erróneamente
“igualdad”, cuando podría mejor llamarse “desplazamiento de la opresión”.
El lenguaje erótico queda confundido
con el afectivo, y las actitudes se descompensan en uno u otro sentido
indeseado. La consecuencia sobre los celos es que todos los actos sexuales son
afectivos, y por ello extremadamente íntimos y graves. La necesidad de afecto
es aprovechada por la estructura de la pareja monógama con vocación familiar
para consolidarse. Así, el sexo con arropamiento afectivo pasa de ser un medio
para dar afecto a un medio para generar necesidad de afecto que sólo dicho sexo
puede satisfacer. Se convierte, por tanto, en una adicción que acaba con
nuestra libertad para elegir, o no, establecer el vínculo matrimonial.
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