La segunda forma en que el acto
sexual se propone y materializa en nuestra sociedad, a la que he llamado de
"arropamiento afectivo", consiste en la derivación del placer
sensorial sexual hacia manifestaciones de afecto. Éstas ocultarán, por un lado,
la conflictividad de las funciones del acto sexual mismo, y aliviarán, por
otro, la insatisfacción emocional generada por la cotidiana sucesión de
conflictos eróticosentimentales a que nuestra cultura arrastra a cada uno.
Este modelo es el propuesto por
el amor, que tiene propuesta para todo, y dispone por ello, para fortalecer su
implantación, de la inestimable ventaja de un extenso beneplácito social. No
quiero decir con ello que el ser el más practicado lo convierta en el de mayor
poder social. Lo que quiero decir es que, sin serlo necesariamente, tiene la
prebenda, con respecto a los dos modelos con los que convive, de constituir
para nuestra cultura su utopía sexual y lo que cada acto sexual debería ser; la
aspiración de todos ellos. Hasta la llegada de los primeros productos
culturales sadomasoquistas de consumo masivo (en forma de trilogías, repárese
en la alusión), éste era el único modelo que los productos culturales
presentaban dentro del contexto semántico de sexo adecuado.
Es necesario añadir que, si bien
el arropamiento afectivo no surge como vía necesaria para encontrar
satisfacción afectiva, sino como endulzamiento de la crudeza de las funciones
del sexo, su uso lo convierte a la vez en mecanismo privilegiado y principal
para dicha satisfacción. La muy lamentable consecuencia es que el afecto queda
así en gran medida recluido en el acto sexual y ambas cosas, por trágico ende,
identificadas.
El modelo del envolvimiento
secuestra al afecto invirtiendo la dinámica y obligando a vehicularlo a través
del sexo. El acto sexual bajo este modelo, que se origina como ocultación del
sexo mediante el afecto, aparece también bajo su forma simétrica de ocultación
del afecto mediante el sexo hasta eclipsar a su finalidad originaria. Si la
ausencia de sexo allí donde sea o se convierta en necesario incita a la
realización del acto sexual incluso al pago del precio desproporcionado de la
procreación, la oclusión de las vías afectivas por invasión sexual puede
conducir a un chantaje aún más eficaz, o eficaz para individuos de mayor
desarrollo emocional, o más expuestos emocionalmente. El afecto se vuelve
inaccesible en su forma completa e independiente porque el lugar del afecto
completo es el acto sexual de arropamiento afectivo. Quien carece de él se
encuentra sustancialmente solo, sea o no mitigada su soledad por
manifestaciones afectivas menores. Ni siquiera la constitución de una pareja
garantiza la liberación de esa soledad profunda. La pareja debe consumar su
afecto por nosotros mediante un acto sexual. En su forma perfecta, ideal,
imposible, la manifestación de afecto en el entorno sexual es devuelta por otra
similar y similarmente profunda que conduce no sólo a un sentimiento de
protección y pertenencia al grupo, sino que dispara su satisfacción hasta la sugestión
de la comunión con la pareja. Y esto en cada ocasión.
El sexo realizado mediante el
modelo del envolvimiento afectivo ha puesto mimbres para una mayor comunicación
e igualdad, pero a costa de establecer un sistema eróticoafectivo profundamente
confuso, contradictorio y frustrante. Por su causa, el sexo y el afecto
alcanzan un ineficacísimo maridaje (monógamo, además) que deja a ambas cosas en
mutua y condicionante dependencia. El afecto no sólo no podrá ser fuera del
sexo sino que, cuando aparezca, implicará sexo (sin dudar el carácter
homosexual latente de la relación entre algunas famosas parejas no
sentimentales de ficción y no ficción, la obsesión por hacer aparecer la
homosexualidad en todas ellas viene alimentada por la identificación entre afecto
y sexo. Efectivamente, en nuestra cultura, difícilmente sabrían sentir un
afecto profundo cada uno por el otro, por más que estuvieran decididos a ello,
sin que la más ligera de las espontaneidades afectivas les condujera a oscuros
y culpables pensamientos, sean Batman y Robin, Mortadelo y Filemón o Enrique y
Ana. Así, las manifestaciones heterosexuales de afecto son sustituidas por
juegos de agresión, abrazos rompecostillas, e insultos-caricia, que pretenden
disipar cualquier duda sobre el posible componente sexual. Esta es la regla, y
la supuesta excepción del afecto abiertamente “afectuoso” entre mujeres, no es
más que una anomalía).
El sexo, a su vez, implicará
afecto hasta el punto de forzar a un pronunciamiento afectivo negativo allí
donde no se quiera entender la relación como de afecto profundo. La relación
sexual que no tenga lugar en la forma de arropamiento afectivo, inspirado por
la comunión sexual, será considerada de expresa desafección. El sexo será de
máximo afecto o de desprendimiento absoluto y, por ello, próximo ya a la
degeneración, la utilización y el conflicto.
Allí donde no haya sexo, además,
no podrá considerarse tampoco que haya afecto completo y verdadero, aceptación
integral del individuo. La carencia de vida sexual, cuyas motivaciones son
normalmente otras, se interpreta en su línea maestra como negación fatal del
afecto básico, irremplazable por cualquier otra forma afectiva, por intensa que
pretenda mostrarse. El modelo del arropamiento afectivo obliga a tener relaciones
sexuales si se quiere ser aceptado, no ya como sexualmente valioso en tanto que
hombre o mujer, útil para la procreación, para la formación y ostentación de la
familia como bien suntuario, sino si se quiere, simplemente, no vivir en la
conciencia de la exclusión social.
En sí mismo, el acto sexual con
arropamiento afectivo se mirará en el espejo del acto sexual como comunión (que
es una aspiración, un ideal, y no una práctica real salvo de forma
excepcionalísima), sustituyendo de manera característica los comportamientos
destinados a producir placer sensorial por expresiones de afecto cuyo factor
táctil facilitará la excitación. El acto sexual se convierte así en un acto de
donación y recepción de cariño que, de modo más o menos abrupto, se transforma
en un acto de donación y recepción de placer allí donde ya no es posible la
ocultación del objetivo personal mediante los gestos afectivos, o donde éstos
hacen irrumpir el deseo en las mejores circunstancias para convertirlo en el
motor principal (salto cuya previsión se camufla con subsiguientes
manifestaciones de perplejidad del tipo “¿qué nos ha pasado?” o búsquedas de
explicación a lo inesperado como “claro, llevábamos mucho sin hacerlo”).
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