viernes, 19 de abril de 2013

sexo. FORMA. I. la forma de la tradición represiva



Heredera de la tradición previa a la liberación sexual, esta forma se plasma en relaciones fuertemente incomunicativas y genitalizadas, es decir, centradas en aquellos órganos y áreas del cuerpo que hacen acto de presencia pública exclusivamente en la relación sexual, separando así de manera inmiscible la relación sexual de cualquier otra. Dichas áreas han adquirido su enorme relevancia mediante la prohibición previa, relevancia que no deja duda ni escapatoria frente al carácter reproductivo de esta forma sexual, y que conduce el acto por una vía sin escapatoria hacia la penetración y el orgasmo masculino. Se permite así, precisamente, sortear el componente comunicativo, que pondría al descubierto el profundo conflicto de género que subyace a este estilo de relación, en el que el hombre y la mujer se reparten los papeles activo y pasivo con rotunda claridad. Siendo el hombre el motor, también será objeto de la finalidad inmediata de la acción: el desahogo mediante el orgasmo.
Vemos que la forma de la tradición represiva se adapta casi perfectamente a la función reproductiva asignada al sexo por el capitalismo patriarcal. Hay poca distancia entre su función sensual primera, aquella que mueve mayoritariamente a los actuantes, y su función reproductiva última, aquella que subyace en sus conciencias o que se convierte enseguida en la consecuencia de la acción. Dicho de otro modo: resulta tan evidente que la relación sexual así llevada a cabo conduce a la reproducción, por más que llegue a abordarse a través de la conciencia de una finalidad sensual, que difícilmente podría ser realizada desde el acuerdo si los participantes no compartieran, además, dicha finalidad reproductiva.
Ambas funciones se jerarquizan de modo no conflictivo. El conflicto surge, sin embargo, en esta forma de sexo, cuando éstas se disocian: ni el hombre ni la mujer (ella siempre mucho menos) están legitimados a eludir la función reproductiva que de la satisfacción se deriva. Las dos funciones son tan próximas que la pretensión de su separación será tratada como traición al fin último no expresado. Su proximidad permite, a su vez, escapar del fracaso en la primera para recaer en la segunda, allí donde no se exige una coherencia estricta. El sexo frustrante de la tradición represiva conduce a la aceptación paulatina de su insustancialidad en beneficio de la relevancia de la reproducción. Los miembros de la pareja descubren, como parte de su proceso de maduración, que el sexo no tiene la gracia que en otro momento le atribuyeron. Juzgarán el cambio como desengaño de un error de juventud y nunca como fraude sociocultural que se materializa en su decepción actual. Con la experiencia, la distancia se cubre; el fin de la unión sexual deja de ser la unión misma y pasa a ser directamente la reproducción, mucho más cargada de contenido, con todo lo que ello conlleva. En su forma última, allí donde el proceso reproductivo ha concluido de manera incontestable, la relación sexual puede desaparecer definitivamente u ocupar un lugar residual de desahogo cuya finalidad sea, no ya la originaria sensualidad directa del orgasmo, sino la simple paz conyugal y la actualización de la posesión sexual que asegura legitimidad y fluidez en la herencia.
El individuo que reacciona ante el fraude de la transición de funciones, ante la sustitución de la función sensual por la función reproductiva, adquiere una conciencia sobre dicha función sensual que lo aleja espontáneamente de la forma de ejecución tradicional, introduciéndolo en otras que veremos a continuación. Dicho individuo dejará de ser clasificable y reconocible como representante de la forma tradicional represiva y, por ello, dejamos aquí de seguir su rastro.

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