Heredera de la tradición previa a la liberación sexual,
esta forma se plasma en relaciones fuertemente incomunicativas y genitalizadas,
es decir, centradas en aquellos órganos y áreas del cuerpo que hacen acto de
presencia pública exclusivamente en la relación sexual, separando así de manera
inmiscible la relación sexual de cualquier otra. Dichas áreas han adquirido su
enorme relevancia mediante la prohibición previa, relevancia que no deja duda
ni escapatoria frente al carácter reproductivo de esta forma sexual, y que
conduce el acto por una vía sin escapatoria hacia la penetración y el orgasmo
masculino. Se permite así, precisamente, sortear el componente comunicativo,
que pondría al descubierto el profundo conflicto de género que subyace a este
estilo de relación, en el que el hombre y la mujer se reparten los papeles
activo y pasivo con rotunda claridad. Siendo el hombre el motor, también será
objeto de la finalidad inmediata de la acción: el desahogo mediante el orgasmo.
Vemos que la forma de la tradición represiva se
adapta casi perfectamente a la función reproductiva asignada al sexo por el
capitalismo patriarcal. Hay poca distancia entre su función sensual primera,
aquella que mueve mayoritariamente a los actuantes, y su función reproductiva
última, aquella que subyace en sus conciencias o que se convierte enseguida en
la consecuencia de la acción. Dicho de otro modo: resulta tan evidente que la
relación sexual así llevada a cabo conduce a la reproducción, por más que
llegue a abordarse a través de la conciencia de una finalidad sensual, que
difícilmente podría ser realizada desde el acuerdo si los participantes no
compartieran, además, dicha finalidad reproductiva.
Ambas funciones se jerarquizan de modo no
conflictivo. El conflicto surge, sin embargo, en esta forma de sexo, cuando
éstas se disocian: ni el hombre ni la mujer (ella siempre mucho menos) están
legitimados a eludir la función reproductiva que de la satisfacción se deriva.
Las dos funciones son tan próximas que la pretensión de su separación será
tratada como traición al fin último no expresado. Su proximidad permite, a su
vez, escapar del fracaso en la primera para recaer en la segunda, allí donde no
se exige una coherencia estricta. El sexo frustrante de la tradición represiva
conduce a la aceptación paulatina de su insustancialidad en beneficio de la
relevancia de la reproducción. Los miembros de la pareja descubren, como parte
de su proceso de maduración, que el sexo no tiene la gracia que en otro momento
le atribuyeron. Juzgarán el cambio como desengaño de un error de juventud y
nunca como fraude sociocultural que se materializa en su decepción actual. Con
la experiencia, la distancia se cubre; el fin de la unión sexual deja de ser la
unión misma y pasa a ser directamente la reproducción, mucho más cargada de
contenido, con todo lo que ello conlleva. En su forma última, allí donde el
proceso reproductivo ha concluido de manera incontestable, la relación sexual
puede desaparecer definitivamente u ocupar un lugar residual de desahogo cuya
finalidad sea, no ya la originaria sensualidad directa del orgasmo, sino la
simple paz conyugal y la actualización de la posesión sexual que asegura
legitimidad y fluidez en la herencia.
El individuo que reacciona ante el fraude de la
transición de funciones, ante la sustitución de la función sensual por la función
reproductiva, adquiere una conciencia sobre dicha función sensual que lo aleja
espontáneamente de la forma de ejecución tradicional, introduciéndolo en otras
que veremos a continuación. Dicho individuo dejará de ser clasificable y
reconocible como representante de la forma tradicional represiva y, por ello,
dejamos aquí de seguir su rastro.
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