domingo, 10 de marzo de 2013

el respeto de los normales


            Me dice una amiga que le parece bien que yo sea “poliamoroso”.

            -No soy “poliamoroso”, le contesto.

 “Bueno”, corrige. “Eso que eres. Me parece bien. Como se llame.”

Le digo que, lamentablemente, aún no tiene nombre, pero que lo tendrá a no mucho tardar. Le pregunto que qué es lo que le parece bien de ello.

Me contesta que le parece bien que lleve mis relaciones como crea conveniente. Que tenga mi idea y que luche por ella. “Me parece bien tu vida eróticosentimental”, concluye.

Le pregunto que qué hecho o principio, o hechos, o principios, de mi vida eróticosentimental le parecen bien, o que si lo que le parece bien es que haga lo que me dé la gana, o que si cualquier cosa que haga le va a parecer bien por venir de mí. Mi amiga es psicóloga, y tiene claro lo que piensa de las personas, así que le puedo pedir precisión sin temor a que se sienta prematuramente refutada.

Me parece bien que seas distinto si tú quieres. No todo el mundo tiene por qué ser normal. Lo importante es que tú también los respetes a ellos.

Le digo que yo no respeto a nadie, ni a los que son como yo ni a los que dejan de serlo, sino por lo que hacen, pero nunca por ser alguien en concreto, y menos por ser simplemente humanos. Le digo que no respeto, en general, a los “normales”.

-Eso es lo que no me gusta de vosotros-, replica con convicción. –Que queréis aplicar vuestra filosofía a todo el mundo. La gente es mayorcita, me parece, y no sois quién para decirle a nadie cómo tiene que vivir. A vosotros se os deja, por muy raros que seáis. Pues dejad vosotros también a la gente, en sus familias, en sus matrimonios, y si quieren ser tradicionales, que lo sean. No es asunto vuestro.

Le pregunto si ella es “normal”, pues necesito saber si he de hablar en segunda o tercera persona. Me contesta que, como sé, lleva muchos años casada y tiene dos hijos. Le digo que, con perdón de los que llevan muchos años casados y tienen dos hijos, me voy a tomar la libertad de considerar que pertenece al grupo de los “normales”.

Entonces le explico que no sé cuál será la intención de otros raros, pero que este raro que soy yo no tiene intención de dejar a los normales en paz mientras éstos lo consideren raro a él. “Mientras vosotros”, le digo, “sigáis pensando que vuestros emparejamientos son el modelo natural, y lo que otras personas hagan o propongan, una aberración a la que se da permiso porque queda encerrada en la esfera de lo íntimo; mientras vuestro modelo incluya el mensaje de que todo es válido, pero lo vuestro es lo bueno, yo os enviaré el de que sois siempre malos, porque condenáis a lo diferente desde el servilismo, la ignorancia, y el más flagrante de los fracasos. Me da igual que prefiráis ser infieles entre vosotros para poder encontrar más fácilmente compañeros de arrepentimiento”. Le digo que yo no me confinaré en el gueto al que me relega porque disfruto arrebatándole una tranquilidad que no merece.

Por su expresión veo claro que mi amiga cree merecer holgadamente esa tranquilidad o, si no cree merecerla, al menos siente horror ante la idea de que se tambalee por esta causa.

            -¡Niegas el sentido común más evidente!- Afirma con autoridad. -El amor no es una cosa que se pueda dividir entre varios, como una tarta. Todos necesitamos estar con alguien, que nos quieran completos, como somos, y sólo a nosotros. Vuestras relaciones hacen daño, te pongas como te pongas. ¿Qué autoestima puede tener alguien si su pareja está hoy con éste y mañana con el otro? Si yo sé que mi pareja se acuesta con la primera desesperada que se encuentra por la calle, ¿dónde queda mi dignidad? ¿Y los celos? Todos sentimos celos, no seas hipócrita; nosotros y vosotros. Por eso nunca creáis nada sólido. Os da miedo el compromiso porque queréis estar a todo y a nada, y por eso tenéis problemas para socializaros, complejos, inseguridad… No sois precisamente un ejemplo. No podéis pretender que vuestras ideas sirvan al resto de la gente. Están bien para vosotros, pero porque vosotros sois como sois. Y muchos estáis tan perdidos que ni siquiera queréis dejaros ayudar.

            Me tomo un tiempo para paladear lo que acabo de oír. En ocasiones anteriores he hecho el ejercicio de comparar este discurso y otros similares que en otros momentos hablaron de otros grupos de personas. Justa o injustamente, me identifico con ellos casi de memoria. Es una sensación dulce, la de la indignación no impotente.

            -Tu hijo es homosexual-, le recuerdo.

            Reacciona casi al instante, tras apenas medio segundo de sobresalto.

            -La homosexualidad no tiene ¡nada! que ver. Un homosexual puede tener relaciones tan serias, tan estables, tan duraderas, como cualquiera. ¿Qué hay mucha tontería en el mundo homosexual? Pues sí, hay mucha tontería. Y a lo mejor todas estas ideas vienen de ese mundo, yo no te digo que no. Pero si lo conocieras verías que hay, muchos no, ¡muchísimos! que llevan una vida exactamente igual a la de un heterosexual corriente y moliente. Hay que tener cuidado al prejuzgar a los homosexuaes.

            -No me has entendido. No pretendía ganármelo para el mundo de los raros. Me he acordado del chico y he sentido el impulso de reivindicar su dignidad; la dignidad de llamarse homosexual. Lo digo porque para ti, para el corazón de su amante madre psicóloga normal, sólo es un marica. Supongo que la mayoría de sus complejos e inseguridades le vendrán de ese desprecio primigenio de su madre. Supongo que tener una madre que te desprecia debe, de por sí, convertirte en alguien bastante raro.

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