¿Cómo es posible, me he
preguntado innumerables veces, que se desprendiera de mi conciencia el vientre
de Sofía? Sólo recuerdo ya las objetos y sus cualidades, pero nada de ella, ni
de aquello: aire frío, abrigo negro, vientre suave, cálido, como una estufa
viva… ¿Cómo pude traicionar así un vínculo que nació con el poder opresivo de
una cárcel, y que desde el primer momento de triunfo produjo tanto vértigo que
costaba siquiera asomarse, que resultaba imposible de disfrutar? ¿Por qué la
culpa ante una trampa? ¿Por qué la trampa, Sofía? ¿Por qué no me dijiste “mi
vientre está vacío. Caerás y caerás, y sólo saldrás un día si alcanzas el otro
lado”? ¿Pensaste, quizás, que no lo era? ¿Convertí yo el afecto profundo y puro
de tu vientre en un veneno, Sofía? No sé si sentiste, como sentí yo, que te lo
devolví un día intacto, el tuyo, en vez del mío a cambio, no despreciado, pero
perdido, desperdiciado. Devuelto tal cual lo recibí porque no se perdiera algo
tan valioso como tu afecto por mí, con el que no sabía qué hacer. Dime si me
maldijiste. Dime si Lea me recordaba a ti porque tú quisiste que no pudiera
olvidar mi olvido, que fue nuestro olvido cuando tu amor cesó, tan harto de no
ser devuelto como yo me dije que estaba de que no se me devolviera eso que te
daba y a lo que llamaba amor, sin parecido alguno con el amor que le había dado
nombre. Nada podía ser mejor que Lea. ¿Por qué no hubo nada peor? Todo el mundo
en la academia entendió que éramos el uno para el otro, desde el primer día.
Ella lo entendió también, me lo contó después, y yo se lo conté a ella; un
encuentro inevitable, el triunfo definitivo para cada uno de los dos. La tierra
vista desde el cielo, y sus simples y bondadosos habitantes llevando la vida
que les correspondía, y envidiando la nuestra porque nos teníamos el uno al
otro. Y luego tan pequeños, tan empequeñecidos, tan odiados por nosotros y por
ese mundo despreciado que, en realidad, sospechábamos a veces, ignoraba nuestro
éxito. Ese mundo que mirábamos con nostalgia infinita, encerrados por nosotros
del mundo, separados por barrotes que nos figurábamos de nuestra creación. Ese
mundo que, repentinamente inmersos de nuevo en él, nos miraba desde tantos ojos
con la impaciencia gélida y displicente de un carroñero. ¡Qué desprevenido
cogió el odio cuando se había quería tanto! ¿Verdad Lea? ¿Crees que fue Sofía?
¿Recuerdas a Sofía? ¿Recuerdas lo que te conté de ella? Te dije que vivimos a
María como una mentira. Que nosotros éramos la verdad, y que, a nuestros ojos, el
fuego que requerimos para marcarnos más profundamente de lo que nada lo hubiera
hecho hasta entonces no iba a alimentar con su dolor otra cosa que la libertad
que nos ofrendaba el encadenarnos el uno con el otro. Te hablé de marcas, de
fuego y de cadenas, y, sin embargo, me abracé a tu vientre como jamás se me
habría ocurrido abrazar a María, porque era mi amiga, mi alegría, mi primavera,
y un día no fue nada, y es menos que nada cuando la busco. Y te llamaba
entonces. Y tú no contestabas. ¿Me engañaste, Lea, y fingiste unión mientras
pensabas que recordaba el vientre de Sofía, en vez de estar uniéndome contigo?
¿Aceptaste la humillación de ser otro vientre junto con la humillación de sentir
que no debías pensarlo? Si es así, Lea, ¿qué te puedo decir? Que tal vez Ana me
había engañado ya, y que te oculté que lo había hecho. Que tenías razón. Que la
teníais. Que allí estaba Sofía de nuevo, la desvanecida, recuperada en mi
conciencia… no sé. No sé si por tu vientre, o por tu casa, o por tu boca, tan
parecida, o porque quería olvidar a Ana en ti, sus ojos, y no supe mirarte.
Recordé, tal vez, las lágrimas de Ana, al final continuas y desesperadas, y
quizás no quise ver brillar tus ojos para no adelantar las que iban a ser las
tuyas. Quizás quise obligarme a llorar yo, y por eso me plegué de aquel modo sobre
ti, como una traición a nuestra simetría. “No somos iguales”, te estaba
diciendo, amor mío, “amor mío, no somos iguales, como imaginas. Y por eso te
pido perdón así, ya, sabiendo que llorarás y que me pedirás que te lo pida”.
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