Recuerdo, Ana, el momento
maravilloso en que sentimos que estábamos enamorados. Me pediste que no lo
olvidara, y no lo he hecho. Nuestros ojos se encontraron; se conectaron, se
fundieron en un grueso canal por el que entendimos que fluían nuestras
conciencias telepáticamente. Ni siquiera nos habíamos desnudado. Estábamos en
aquél cochambroso estudio, con mis amigos al otro lado de la puerta, ellos a
sus cosas, mientras tú y yo llegábamos al summum de la unión. Habíamos sentido
antes que la comunión crecía, y podíamos intuir que pronto se produciría algo
así. Ya estábamos juntos, ¿recuerdas? ¿Recuerdas que dijimos “estamos unidos
para siempre”? Yo recordé entonces que ya me había unido antes, abrazado al
vientre de Sofía, siendo algo más joven, sentado en un banco, en la calle. Ella
se puso de pie, me estreché contra el cuerpo y sentí que caía dentro de su vientre y nunca más
saldría de él. Y pensé que esta vez, contigo, no caía en un pozo en el que
refugiarme, sino que me unía de igual a igual en un amor de camaradas que nos convertía
en algo más grande que nosotros. Y pensé, es cierto, que también podía no ser,
de nuevo, y que como se había desvanecido aquel vientre en la memoria se
desvanecerían tus ojos al otro lado de la luz que los unía con los míos. Y
recuerdo que me sentí traidor al vientre y que dudé si no sería traidor a los
ojos, y que llegué a preguntarme si tú, sin embargo, te habías unido a mí sin
traición alguna o si, al contrario, no estabas unida a mí en absoluto, y mi
embriaguez era la causa única de un sacramento impermeable a las encendidas palabras
con las que intentamos describirlo
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