Me dice un amigo que ha
conocido a una chica que le gusta mucho. Le pregunto que por qué; que por qué
le gusta mucho; que qué tiene; que a ver.
Me dice que es muy muy, muy
interesante. Me habla de su trabajo, de sus amistades, de su carácter, de su
“cabeza”, me dice, tan bien puesta… Me dice que está obsesionado con ella, que
le encanta, que le impresiona.
-Y luego está su cuerpo.
¡Vaya cuerpo! ¡Para volverse loco! Yo
estoy loco ya.
Le pregunto que por qué me
habla de su cuerpo. Que qué tiene que ver. Sonríe y me dice que, joder, cómo
que qué tiene que ver, que está buenísima, que da gusto verla, que le excita,
que le atrae, que le obsesiona, que le pone, que le, le, le…
Le pregunto si no se supone
que la gente nos gusta por el interior.
Que es un valor añadido
importantísimo, me dice. Que infinitamente mejor así. Que por qué me hago el
escandalizado. Que si no me pasa a mí lo mismo. Que soy un hipócrita. Que por
qué pregunto tonterías. Que si no sé ya la respuesta.
Le contesto que la sé,
claro, pero que espero no oírla. Le digo que no está hablando con su
conciencia, sino con otra persona, en la calle; que el discurso público implica
responsabilidad, que espero ver esa responsabilidad, el pudor, la vergüenza, el
ánimo de corrección. Que una mezquindad no se puede afirmar, sin más, y dejarla
crecer en la conciencia de los otros sin el freno que impone su condena.
Me pregunta si, entonces,
deberían gustarle las feas.
-No sé qué son “las feas,” -
le contesto. -Ni sé qué son “las guapas”, ni contemplo que nada que no sea una
virtud ética pueda ser defendido como justa causa de recibir afecto. Entre una
afirmación tan lógica y lo que seamos capaces de hacer podrá mediar un mundo,
pero nunca una resignación.
Me dice que soy un
extremista. Me llama también inflexible, puritano y, por último, amargado.
-¿Cuánto la quieres? – le
interrumpo.
Se pone muy serio y me
contesta que mucho. Que podrá hablar con frivolidad, decir lo que sea, pero que
la quiere, que la ama, que de eso no le cabe duda.
Le pregunto si la querría
igual si le faltaran las tetas.
Entonces me mira con
ansiedad, con algo de miedo y quizás odio. Como si al mencionar las tetas de su
novia estuviera yo tocándoselas o, peor, como, si al mencionar la posibilidad
de que no dispusiera de ellas, las estuviera yo robando.
-Las tiene.
-¿Y si no las tuviera?
-¿Qué más da?
-Por eso. Contesta.
-No me gustaría igual.
-¿La querrías?
-Claro.
-¿Serías su pareja?
-¿Cómo voy a saber eso?
-Imagínalo. Decídelo ahora.
Tu novia no tiene tetas. La acabas de conocer, no sois nada, nada ha pasado
entre vosotros, pero ella tiene el mismo pecho que tú. ¿Serías su pareja?
-No creo. ¿Y qué importa?
Le pregunto si ha pensado
que hay mujeres que no tienen tetas. O que no tienen culo. O que no están
buenas. Le pregunto si se le ha ocurrido que hay mujeres, y hombres, que no
pierden el atractivo como consecuencia de una especulación y lo recuperan al
volver a la realidad, sino que viven sin él su existencia completa, y sufren
durante su completa existencia la decisión que él acaba de tomar en la
hipótesis. Le pido que intente imaginar la magnitud de la infelicidad de esas
personas. Le pregunto si comprende, si encaja, si asume, que esas personas son
discriminadas, que su decisión las discrimina de por vida, que nuestro gusto es
discriminatorio.
-¿Entonces, qué se supone que
tengo que hacer? ¿Enrollarme con feas? Lo siento mucho. ¡Pues discrimino, lo
siento mucho! ¡No pienso dejar de discriminar!
Le recuerdo que, cuando
volvemos la mirada sobre la historia y juzgamos el esclavismo, la persecución a
los judíos, el machismo extremo asumido como justo, la marginación en sus
formas más crueles, siempre nos sorprende no encontrar tanta oposición como
hoy ello nos inspira; que nadie hiciera nada; que, aunque fuera el signo de los
tiempos, aunque todo el mundo estuviera de acuerdo, cupiera concebir excusas.
Le digo que eso mismo se dirá un día de esta forma de discriminación. Le digo
que un día se considerará una atrocidad incomprensible vincular el afecto al
atractivo físico, y se considerará imposible que una sociedad en la que ello
sucede sistemáticamente haya podido conocer la paz y la justicia.
-Se dirá de ti, en
realidad,- corrijo. -De mí quiero que se diga que, cuando encontraba a alguien así,
por frecuentemente que sucediera, le retiraba la palabra.
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