LA RODILLA DE CLARA
Los personajes que estructuran los guiones de Rohmer constituyen en su conjunto un catálogo de imposturas eróticosentimentales fruto de la necesidad de sobrevivir a la inmersión en una cultura amorosa que conduce al individuo a la insatisfacción crónica. Criticado por regodearse en una actitud frívolamente burguesa ante el amor, por mostrarnos una tras otra las formas en que una clase notablemente acomodada esquilma los medios por los que el amor puede ofrecerles algún nuevo y cada vez menos satisfactorio placer, Röhmer ha sufrido, como otros críticos de los pilares que sostienen la cultura familiar, las consecuencias de una interpretación sesgada de su obra cuyo objetivo es la ocultación y desactivación del componente ideológico más desestabilizador de entre los que nos aporta su discurso. Si una simplificación grosera del mensaje del director francés podría enunciarse así: “esta cultura amorosa sólo puede aportar una cierta felicidad en la medida en que se construya sobre la mentira”, el tendencioso enfoque al que nos tienen acostumbrados los críticos más agresivos diría más bien: “el autor ensalza a, y es cómplice de una ociosa clase social cuyo afán por acumular placeres sensuales acaba por convertirlos en defensores y víctimas de un amor degenerado”.
El mediocre donjuán Jerome aprovecha un encuentro con su vieja amiga escritora para comunicarle sus planes matrimoniales. Ella, consciente de la incompatibilidad de esa decisión con el carácter de él, decide proponerle un juego que él se ve obligado a aceptar si no quiere ser atrapado en una contradicción. ¿Son sus sentimientos lo suficientemente estables y coherentes como para no ser afectados por un juego amoroso? Jerome, que presume de haber resuelto su vida sentimental sin dejar fisura alguna, deberá aceptar la propuesta de intentar seducir a las jóvenes hermanas Laura y Clara, si no quiere delatar, ante su amiga y, sobre todo, ante sí mismo, la fragilidad del amor por su futura esposa.
En el empeño saldrán a relucir las dos grandes amenazas que el plan de Jerome pretende exorcizar. La interesante Laura, poco más que una niña, pero con una asombrosa madurez, es capaz de alcanzar con Jerome un grado de intimidad y comunicación que entendemos casi inaccesible a su prometida. Clara, más mayor, pero mucho más convencional, despierta en Jerome un deseo sexual mucho más gestionable, pero humillante, en tanto que Clara, sólo una superficial adolescente, ni siquiera se fija en él.
Laura, enamorada de Jerome, representará el sinsentido sentimental de la monogamia; la perpetua posibilidad del surgimiento de nuevos encuentros plenos de sentido emocional que delaten el absurdo de obligar a nuestra vida sentimental a reducirse a una sola persona. Clara, a quien Jerome desagrada casi hasta la repugnancia (y a quien, debido a su resistencia, conquistará por el dolor, podríamos decir, en oposición a Laura, a quien ha conquistado por el amor), le recordará la amenaza de frustración a la que vive expuesto aquél que no se oculta al mundo mediante el refugio del amor.
A ambos conflictos dará Jerome tratamiento con un infatigable esfuerzo discursivo mediante el que deformará la realidad hasta el absurdo con el fin de que ésta acabe siempre corroborando el acierto de su opción personal.
Secuencia tras secuencia vemos a Jerome sentirse morbosamente atraído por todas las mujeres, forzando la sexualización en cada situación, incluidos los encuentros que mantiene con su amiga escritora, mientras pretende convencer a todas ellas, no sólo de que está felizmente retirado, sino de que cualquiera de sus acercamientos está tácitamente consentido por su prometida desde la conciencia de que, en realidad, carecen del profundo significado del amor verdadero.
A pesar de tanta contradicción, el juego se resolverá a favor de Jerome, experto en engañarse a sí mismo y a quien quiera prestarle oídos, constituyendo con su frágil triunfo la alternativa adulta, única eficaz, al laberinto que el amor nos ofrece. Ésta es, en efecto, según Röhmer, la diferencia entre el adulto y el joven. Éste último no ignora el contenido de la filosofía del amor, accesible al individuo desde la más temprana edad y, en realidad, razonablemente sencillo. El adolescente sabe ya qué es el amor y no se caracterizará por un conocimiento menos exhaustivo de sus reglas. La diferencia estriba en que aún pretenderá resolverlo siguiendo sus normas, y cayendo así preso en las redes de la infelicidad. “Sé que he nacido para ser infeliz, aunque no me lo sienta”, dice la lúcida y coherente Laura, que no ve forma de que un carácter como el suyo, es decir, lúcido y coherente, encuentre jamás solución al conflicto sentimental. Clara, más sencilla e inmersa en las redes del amor sin reflexión abstracta alguna, cae ante los ojos del espectador en diversas desazones sentimentales de las que sólo escapa enganchándose cada vez a un engaño mayor. Ambas viven el amor tal y como éste les pide ser vivido, y carecen aún del agotamiento que ha llevado a Jerome a inventar una quimérica teoría desde la que disponer de alguna esperanza de paz.
Lejos de invitar a esta pobre solución, Röhmer nos muestra lo humillante de adoptarla. Me arriesgo a afirmar que la última secuencia es el texto en el que, definitivamente, el director se posiciona del lado de la crítica. Apenas Jerome ha concluido su enrevesada explicación de por qué todo lo que ha ocurrido no viene sino a corroborar el acierto de su opción de vida y, triunfante, sale de escena, Clara, fuera ya de la atención de Jerome, cae en un nuevo engaño que desmonta el edificio explicativo de aquél. Pero él está ya lejos, ignorante de cómo la realidad le persigue sin dar respiro a su forzada y fantasiosa verborrea.
1 comentario:
Te falta una "a" en "sombrosa". Todo lo demás es asombrosamente acertado.
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